Bombeiros

por Francisco Seco

Orden de fuego

Hablo de los años ochenta. Yo era un crío y mi familia se movía por Portugal. Por el norte, donde – según dejó dicho un pintor – es fácil pintar colinas y ríos si se cogen varios botes de pintura verde y se vierten al azar sobre el lienzo. Pero de junio a agosto, en esa sinfonía esmeralda se mezclaba, todos los días, un largo trazo rojizo. El fuego formaba parte del paisaje.

No se podía viajar un día de verano cualquiera de Coimbra a Valença do Minho – unos 300 kilómetros largos por el interior: Viseu, Peso da Régua, Amarante, Guimarães, Braga, Ponte de Lima – sin ver al menos tres o cuatro incendios por el camino. Franjas anaranjadas que serpenteaban entre el verde de las colinas, manchas negras por el cielo. Alguna vez se acercaban a la carretera, saltaban al otro lado; se atravesaban con un decidido apretón en el acelerador y el suspiro: este coche es de gasóleo, no prende.

En todos los pueblos por las que se pasaba entre muros de granito, tejas antiguas y viñas sobre los portales, el mejor edificio era el de los Bombeiros Voluntários, con sus camiones de escalera y mangueras, como sacados de un museo, pero primorosamente pintados de rojo y relucientes siempre, listos a intervenir. El orgullo local: aquí no se hace la mili, aquí uno se mete a bombero si quiere defender la patria. O al menos la patria chica. Cuando el fuego se acercaba a un pueblo. Porque mientras estuviera en el monte, parecía importar poco. A veces se veía a un labrador solitario, su hacha en la mano, observar las llamas.

Nunca me lo decían con claridad – debió de ser ilegal ya entonces – pero la impresión era que gran parte de estos incendios los provocaban los propios campesinos para acabar con la maleza. El sotobosque de aulaga y zarzamora entrelazadas era imposible de desbrozar a mano, y seguía siendo una misión de Sísifo tras inventarse la motosierra: de los tallos cortados y abandonados en el suelo brotaban nuevos arbustos en semanas. El fuego era lo único que limpiaba el monte. A veces, tras un incendio, en la colina aparecían casas enteras que durante años habían estado invisibles, devorados, engullidos por la marea verde, tras irse sus habitantes. Y lo que parecía una destrucción, no siempre lo era tanto: Recuerdo una colina de pinos que vi con doce años, convertida en un paisaje apocalíptico de cenizas negras, troncos cubiertos de hollín. A los pocos años era una jungla de nuevo: los pinos habían sobrevivido al incendio.

El fuego era un aliado. Bien para volver a cultivar unas leiras dejadas a su suerte demasiado rato – tres o cuatro años bastaban para convertir una terraza de tomateras y col en una jungla impenetrable – , bien para evitarse trámites, talar toda la colina de eucaliptos y vender la madera. ¿El riesgo de que se les fuera de las manos? Lo asumían: como asumían la onda expansiva de la dinamita que colocaban en las canteras de granito, tras el vino agraz la única riqueza de la región, ganada con sudor.

Pero este orden de las cosas significaba, verano tras verano, poner al tablero casa, vida, futuro, el propio y el de todos los vecinos y de quienes pasaran por ahí. Un viento que girase de imprevisto, un abril con menos días de lluvia que lo habitual, tal vez una canícula un grado más caliente que el año pasado, podían convertir una comarca entera en un infierno. Sin que siquiera los bombeiros voluntários pudieran hacer más que sacrificar su propia vida. Porque el riesgo es mortal cuando se trata de jugar con fuego.

[Ilya U. Topper]