Reportaje

Encerrados en el mismo desierto

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 23 minutos
Jóvenes saharauis en El Aaiún (1998) Manifestación islamista en Estambul, 2013 | ©  Ilya U. Topper
Jóvenes saharauis en El Aaiún (1998) | © Ilya U. Topper

Rachid tiene 28 años y es funcionario del Ministerio de Agua y Bosques de Marruecos. Trabaja en una granja que, en medio de una llanura de piedras negras, intenta plantar cara al avance del desierto. Cientos de minúsculos tiestos acogen a diminutos árboles —acacias y robinias— que más tarde son trasplantados a las cuatro hectáreas de terreno que integran la granja.

Si el experimento  da resultado, un nuevo bosque podrá recuperar una parte del terreno que el desierto devora año tras año. El desierto en el que ha nacido Rachid antes de exiliarse en 1975 con su familia a Tinduf. Ha crecido en los campamentos de los refugiados y ha participado, con 21 años, en la última gran batalla del Polisario contra el ejército marroquí, en verano de 1991.

Rachid pasa con medias palabras sobre  la experiencia. «Teníamos metralletas, lanzagranadas y bombas de mano y luchamos contra los tanques. Después se firmó el alto el fuego. Yo quería ver a un primo que se había quedado en Seguiat El Hamra y entré en Marruecos con un pasaporte argelino, por Uxda». Un desvío de casi tres mil kilómetros para cubrir una distancia de apenas quinientos. Una vez llegado al territorio de su familia, vivió un rato en la clandestinidad antes de encontrar amigos saharauis empleados en la administración que le ayudaron a conseguir un pasaporte marroquí y el trabajo en la granja.

«¿Llegará la independencia del Sáhara?» «Depende de Kofi Annan»

Las esperanzas personales de Rachid son casi tan frágiles como sus arbolitos en medio del Sáhara. El sueño de una república saharaui independiente ha sobrevivido durante más de dos décadas a los duros azotes del Gobierno marroquí o tal vez se haya formado incluso gracias a las penurias vividas. Desde hace años, la ONU se ha convertido en el garante del futuro y aunque  las boinas azules no forman parte del panorama cotidiano en las ciudades de El Aaiún, Bojador o Dajla, la palabra MINURSO, acrónimo de las fuerzas internacionales estacionadas en el Sáhara, ha penetrado en todos los cerebros.

Cuando se le pregunta a un saharaui por el futuro de su país, pronunciará su particular versión de la frase Dios sabrá, respuesta estándar para rehuir las cuestiones directas. En saharaui suena así: Depende de Kofi Annan.

Rachid sólo habla la versión saharaui del árabe, el hassanía, bastante diferente del dariya habitual en el todo Marruecos. La comunicación entre ambos dialectos es posible, pero problemática. Maneja algo de francés y le gustaría aprender español, como a casi todos sus compatriotas. Los que tienen más de cuarenta años, lo suelen hablar con sorprendente fluidez, los  más jóvenes intentan conquistar este idioma a través de los contactos con los marineros españoles, algunas estancias esporádicas en las Islas Canarias  —o mediante los programas de TVE 1 que se cuelan hasta en las casas más modestas a través de las antenas parabólicas.

Canarias es el segundo sueño de los jóvenes saharauis, y el único que se puede nombrar en voz alta

Canarias es el nombre del segundo sueño más importante de los jóvenes saharauis, y el único que se puede nombrar en voz alta. Quien más quien menos tiene un amigo que ha trabajado allí y ha vuelto rico. «Pagan hasta 1.000 dirhames (16.000 pesetas) al día», aseguran algunos. Añaden que el viaje en una patera desde Tarfaya no dura más de cuatro horas. De todas formas, se ha vuelto difícil desde que la policía marroquí ha empezado a vigilar las playas de salida, en un gesto de colaboración con la guardia costera española que patrulla las de llegada.

El legado español, de todas formas, no ha muerto. El padre de Husein tiene sesenta años y ha sido soldado en el Ejército español. Sigue cobrando una pensión de 40.000 pesetas y tiene visado para entrar en España cuantas veces quiera. «Cuando era menor de edad, me  llevó varias veces consigo a Tenerife y Málaga», cuenta Husein, «pero desde que cumplí los dieciocho, ya no puedo entrar. El pasaporte no es el problema: cuesta apenas 700 dirhames (10.000 pesetas), pero es casi imposible conseguir el visado español». Sin visado, Husein puede viajar por la mayoría de los países árabes, pero no le atrae. «Qué haría allí? Si está todo igual que en Marruecos».

Si Canarias es el país soñado de los saharauis, la tierra estéril del Sáhara, por su parte, se ha convertido en el Eldorado de muchos marroquíes nacidos al norte del Anti-Atlas, la cordillera que separa el país más montañoso y fértil del Magreb de las inmensas llanuras áridas. El Aaiún, Bujdur, Esmara y Dajla crecen a ritmos vertiginosos y atraen a millares de jóvenes en busca de trabajo. Aceptan las ocupaciones más desprestigiadas o ingratas: todo es mejor que el paro que aniquila el futuro de la juventud en Casablanca, Kenitra o Tetuan. Algunos encuentran puestos en la administración, en la construcción, en los restaurantes, en la limpieza o como chóferes de taxi.

Hassan es de El-Yadida y tiene 24 años. Es pescador. Pero en su ciudad natal, a unos cien kilómetros al sur de Casablanca, ya no queda pescado desde que las flotas arrastreras española y portuguesa han pasado por la costa. Hassan ha aprendido a jugarse la vida a cara y cruz contra el oleaje del Atlántico en las pequeñas barcas con fuerabordo. En Dajla, ciudad edificada sobre una estrecha península barrida por los vientos, no tiene barca. Hassan se ha hecho con una cámara de rueda de tractor, fuertemente inflada. Calza aletas de buzo y se lanza al mar, agarrado a su primitivo flotador. Recoge la red echada a pocos cientos de metros de la costa y regresa con la cosecha del mar, observando la rompiente para aterrizar donde las olas dejan entrever, por momentos, un fondo de arena entre los peñascos.

«¿Peligroso? Pues sí. Hoy no es para tanto. Qué se le va a hacer, las barcas sólo atracan en el otro lado de Dajla, en la bahía, aquí es imposible, no hay calas, sólo roca y mar. ¿Rodear la península? Es mucho camino, dos horas con el barco. Cuesta demasiada gasolina. El flotador no tiene gastos, me basta con los pies, bueno, y con las aletas, aunque éstas no las tiene todo el mundo». Hassan se dispone a sacar el pescado de las mallas de la red. Ha estacionado su destrozada motocicleta arriba, en el borde del  pequeño acantilado, junto a varias otras. «Todos gente del norte» confirma lacónico, «prácticamente ningún saharaui».

Entre los pescadores que salen a la mar con flotadores y aletas no se halla ningún saharaui

Escasos quinientos metros separan a este artista de la supervivencia de la choza de Ahmed, un chico de Marrakech que acaba de cumplir veinte años. Su vivienda está construida con dos viejos coches volcados y un par de esteras. Se eleva en mitad del inmenso basurero de Dajla, un terreno de varios kilómetros cuadrados cubierto de bolsas de plástico, desperdicios orgánicos, trozos de vidrio, maquinaria vieja, cadáveres de animales y mucho aceite de motores. Ahmed se lava la cara en un cubo viejo y se dirige a su lugar de trabajo. Son pocos pasos. No sólo vive en la basura, también vive de ella. Escarba en el vertedero y una vez separados, los desechos vuelven a adquirir valor.

El hierro se puede vender, los restos de cajas y tablones servirán de leña, las botellas vacías de agua mineral tienen un cliente fijo. Basta con lavarlas una por una en un tonel abierto con agua y soda para eliminar las etiquetas. Luego se recogen en inmensas redes para que no se los lleve el viento eterno del desierto.

«Los saharauis viven mejor: tienen sus pastos y además, el gobierno les paga»

«Viene un camión de Casablanca para comprarlas», asegura Ahmed. «El kilo a 5 dirhames (80 pesetas); van 25 botellas en un kilo. Hay fábricas que producen otros productos de plástico con ellas».  Un grupo de niños de entre siete y doce años se acerca. Cargan con instrumentos para separar los desechos y recoger los objetos de valor en una caja de cartón. Viven en Dajla, cuya silueta plana se recorta contra el horizonte del desierto. Su futuro está en la basura.

Lo único que Ahmed no aprovecha son los tomates podridos, las mondas de naranjas y cáscaras de patata dispersos entre los jirones de plástico. Encuentran su último destino en los estómagos de un rebaño de ovejas que cruza el vertedero.Aquí no hay ni brizna de hierba, sólo una especie de arbustillo diminuto que no sirve de pasto. Los pastores son inmigrantes del norte. «¿Los saharauis? Si a esos no les hace falta venir aquí. Tienen sus pastos en el interior del país y además, el gobierno les paga».

Paga y reinarás

A Ahmed no le parece mal que los saharauis en paro cobren ayudas financieras. «Está muy bien. Pero deberíamos cobrar todos el paro. Si ellos son tan marroquíes como nosotros, como dice el gobierno ¿por qué tienen privilegios? ¿Por qué tengo menos derechos que ellos? Es una injusticia». Como él piensan muchos marroquíes que barren las calles de Dajla, por las que conducen  orgullosos hombres de turbante negro y dira’a azul sus landrover.

A los saharauis no les gusta tocar el tema. Rachid quiere negarlo, pero su primo Abdalá es más objetivo.»Es cierto que muchos saharauis cobramos ayudas. Pero no nos beneficia. Es una doble jugada del gobierno marroquí. Por  una parte, no nos rebelamos, porque la ayuda nos resuelve la vida y hasta habrá quien votará en favor de Marruecos. Por otra parte, se nos aparta del mercado laboral. Un marroquí que ocupa un puesto en la Administración tendrá que trabajar duro para ganarse la vida y acceder a los ascensos. Un saharaui puede tener el puesto y no tendrá ni que ir a la oficina, cobrará igual. Pero tampoco le promocionarán, no accederá a posiciones importantes ni se sentirá realizado en su trabajo. Así se crea una clase de saharauis pasivos, complacientes y frustrados».

El tercer efecto de las ayudas es que los marroquíes identifican a los saharauis con la clase rica y ociosa, lo que no aumenta precisamente su simpatía hacia ellos.

El conflicto, de todas formas, no se suele manifestar abiertamente. Las relaciones son aparentemente buenas, hasta cordiales, pero hay una desconfianza profunda. La diferencia del idioma, de las costumbres y las tradiciones mantiene abierto este abismo, hasta tal punto que los matrimonios entre marroquíes y saharauis son escasísimos en Esmara. En El Aaiún, la separación es menos manifiesta y las adolescentes pasean juntas.

La melahfa, el bellísimo traje tradicional de las mujeres saharauis, un paño amplio y casi transparente que envuelve todo el cuerpo, no ha tardado en encontrar amigas entre las marroquíes inmigrantes. El vuelo estético de estas nubes azules, rojas o anaranjadas alegra las calles de las ciudades del Sáhara sin que sus portadoras sean necesariamente saharauis. E incluso el turbante negro de los hombres forma parte del uniforme oficial de los barrenderos de Dajla.

¿El té o el tintorro?

El salón de invitados de la casa de Husein hace gala de un lujo austero: un mullido sofá, alfombras de lana y televisión de color. La parabólica permite hacer zapping por los canales de Kuwait, España, Francia o Qatar. Sólo una foto adorna la pared: Husein y un grupo de amigos con una bandera del Barça que un amigo trajo de España. Los saharauis se dividen en dos grupos: los seguidores del Barça y los del Real Madrid.

El ritual del té saharaui no se distingue mucho del marroquí, pero el té es diferente: los saharauis nunca añaden hierbabuena —¿cómo conseguirla en el desierto?— y además suelen hervir el líquido oscuro sobre el brasero hasta que adquiere un sabor amarguísimo, reforzado aún por una especie de  resina,  que el abundante  azúcar no puede calmar.

Antonio, de Ronda, es el penúltimo español de Dajla: 28 años de ‘barman’

Muchos habitantes de Dajla prefieren otra bebida popular en todo Marruecos: el vino tinto español o incluso el marroquí. Y en Dajla, el vino tinto, la cerveza y el whisky escocés corren por la barra de Casa Juan.

Casa Juan es el último bar español de Dajla, dirigido por Juan, un veterano curtido por treinta años de desierto. Cuando está de viaje, su gerente, Antonio Ramírez, gestiona el establecimiento. Antonio es de Ronda, tiene 63 años y ha vivido casi la mitad de ellos, 28, en Dajla. «Me vine en 1970, para trabajar aquí en el bar. Me quedé cinco años; hasta que España abandonó en Sáhara en 1975. Estuve entre los últimos que fueron evacuados, pasé un par de meses en Canarias y regresé cuando los mauritanos abandonaron Dajla y entraron los marroquíes. Ya hace más de veinte años de aquello. Y lo que me queda, hijo, lo que me queda».

Antonio se siente muy bien en Dajla, aunque regresa alguna que otra vez a Canarias o incluso a Málaga para pasar unas vacaciones. Su cartilla de residencia, sin duda una de las más antiguas de todos los españoles residentes en Marruecos, anota bajo el epígrafe «Profession» la palabra Barman. Antonio la muestra como lo haría Humphrey Bogart en su bar de Casablanca. No le preocupa el futuro ni el referéndum. «Puede que se independice el Sáhara, pero esto no me va a traer problemas, yo seguiré aquí».

Chamsudín es ateo, borracho y soldado profesional: 13 años en el Sáhara

Casa Juan tiene licencia de despachar bebidas alcohólicas a extranjeros, pero a falta de extranjeros, la práctica totalidad de la clientela son marroquíes, algunos altos cargos de la administración. La mayor parte del vino producido en Marruecos se consume en el país, aunque oficialmente está prohibida su venta a los marroquíes ya que el Corán prohibe el consumo (y la producción, el transporte y la venta) de las bebidas embriagadoras. Pero no hace falta montar una farsa para comprar una botella de vino. El único detalle de Antonio consiste en envolver la botella en una bolsa intransparente…

Eso sí, las cinco mesas del bar son puramente decorativas y casi nadie consume en la barra. Todos llegan, alisan un billete de veinte o cincuenta dirham sobre el mostrador, reciben su bolsa y se van. Como Chamsudín, un sargento de Tetuan estacionado en  un puesto cerca de Dajla. Es soldado profesional, ateo y eternamente borracho, como admite con cierta resignación. «El ejército es la última puerta a la que llamas, pero ¿qué le iba a hacer? Aprobé  primaria hasta el cuarto año, luego suspendí una vez y lo dejé. Y si hasta los licenciados están en paro, imagínate yo. Me alisté  con veinte años, ahora tengo 33. Trece años en el Sáhara».

Chamsudín ha participado en los combates contra el Polisario a lo largo de la frontera argelina. «No solíamos atacar, sino que nos atrincherábamos en nuestras posiciones y esperábamos hasta que atacara un comando del Polisario, luego nos defendíamos. Mucho tiroteo, también hubo bajas. Desde 1991 está la MINURSO».

Tampoco Chamsudín quiere evocar sus recuerdos de la guerra. Prefiere hablar de fútbol. Juega en un equipo del ejército y acaba de regresar de Agadir, donde ha participado en un partido. «Es lo único que hacemos. Jugar al fútbol, entrenar y venir algún día de permiso a Dajla para beber. Sólo beber ¿qué otra cosa puedes hacer aquí?». Chamsudín se interrumpe tras cada frase para llevarse un vaso de vino tinto a la boca que un compañero, también soldado, le ofrece solícito. «Me llamo Sol de la Fe (Chamsudín), pero debería llamarme Tinieblas de la Fe, no rezo nunca, me paso la vida bebiendo» reconoce con sinceridad de borracho.

Quedan millones de botellines de cerveza «El Águila» en las arenas de las península de Dajla

Los soldados españoles que se acantonaban aquí hace treinta años, tampoco llevarían una vida muy distinta. El desierto conserva sus huellas: millones de botellines de cerveza marca «El Aguila», distribuídas por la península de Dajla. La arena no las cubre, ni hay vegetación que las haga desaparecer. El desierto es un fiel testigo. Y según Rachid, los oficiales de la MINURSO tampoco tienen una vida muy diferente. Apenas hay conflictos en los que intervenir —la aversión de los marroquíes a las peleas violentas les facilita el trabajo— y su tarea se limita a supervisar el proceso de identificación de votantes, que se produce sobre todo en El Aaiún.

Retornados falsos

«Hasta ahora, el proceso ha sido limpio», asegura Rachid. «Ya han identificado a más de tres cuartas partes de los saharauis, y no ha habido grandes irregularidades. Si todo sigue así, puede haber un referéndum justo». Pero tampoco faltan las triquiñuelas y las trampas oficiales. Al oeste de Esmara, la ciudad sagrada de los saharauis, fundada al principios del siglo por el legendario Ma al Ainain, se extienden los barracones de los «retornados».

Abderrazaq es uno de ellos. Tiene 29 años y vive con su mujer y dos hijos de 5 y 2 años en una casucha de apenas dos habitaciones. Según el Gobierno pertenecería a una tribu saharaui que ha emigrado hace algún tiempo al norte de Marruecos y reclama ahora su derecho de decidir sobre el futuro de su territorio histórico. En realidad, admite Abderrazaq con franqueza, es de Kenitra, cerca de la capital de Rabat. Cobra una ayuda social simplemente por vivir aquí, identificado como saharaui retornado.

Abderrazaq cobra una pensión para vivir en Smara, identificándose como saharaui sin serlo

Abderrazaq luce la barba espesa que identifica a los islamistas de Marruecos, se muestra dispuesto a discutir sobre Marx, el sionismo o cualquier religión, y opina que habría que volver a islamizar al pueblo. «En Marruecos, el 95 % de la población es musulmana simplemente por tradición, en realidad no conoce el islam». Probablemente acierta bastante: es uno de los factores que contribuyen a la proverbial tolerancia religiosa de Marruecos.

Smara se funde en el atardecer breve sobre unas colinas desnudas cubiertas de piedras negras. Ma al Ainain —su nombre significa: el agua de los dos ojos— ha elegido un lugar inhóspito para su capital. Este héroe del pueblo saharaui confunde hoy a los historiadores, ya que es el más claro ejemplo de que las fronteras del Sahara Occidental no eran tan claras antes de que las naciones  europeas se repartieran el pastel norteafricano.

Ma al Ainein declaró la guerra santa a los franceses que habían ocupado, en 1912, Marrakech, la metrópoli del sur marroquí, 500 kilómetros al norte de Gulimim, el «puerto del desierto», nexo entre las montañas bereberes del Anti Atlas y las llanuras saharauis, y a casi a mil kilómetros de Smara.

Ma al Ainain lanzó su ejército contra el pachá de Marrakech, al considerar que éste había traicionado a la patria cuando pactó con los franceses. El héroe del desierto murió en el fértil valle del Sus, pero sus hijos llevaron la batalla hasta las mismas puertas de Marrakech, donde fueron derrotados. Para los historiadores marroquíes, razón suficiente para postular que los saharauis se consideraban, simplemente, parte del Reino de Marruecos y como tales acudían a liberar a sus hermanos. Abd ar-Razaq va más lejos: «Todavía hay ancianos en Mauritania que inician la oración en nombre de Hassan I, el abuelo del rey actual».

En El Aaiún y Dajla se encuentra la África Negra con la África Blanca

Es difícil desentrañar la Historia. El Tribunal Internacional de La Haya ya dictó sentencia en 1975. Según sus expertos, el Sahara había sido siempre de iure Marruecos, pero de facto independiente. Una resolución que ambas partes interpretan como una victoria. Y que se ajusta bastante a la verdad histórica.

Un hecho no admite dudas: los saharauis son un pueblo distinto a los marroquíes. Junto con el hassanía y la generosa hospitalidad saharaui, tan diferente de las costumbres marroquíes, el color de la piel también contribuye a diferenciar «nordistas» y «sudistas», términos que emplea Husein para evitar toda referencia arriesgada a la nacionalidad.

Si bien existen saharauis de tez bastante clara y algunos marroquíes del norte muestran claramente las influencias genéticas de los esclavos negros, muchos  «nordistas» son casi tan blancos como sus vecinos andaluces, mientras que más de un «sudista» pasaría desapercibido en Mauritania o Senegal. En El Aaiún y Dajla se encuentra la África Negra con la África Blanca.

Esta distinción es válida incluso cuando se tiene en cuenta la ya de por sí complicada indentidad marroquí, dividida entre  «árabes», es decir marroquíes que hablan árabe dialectal, y bereberes, que forman prácticamente la mitad de la población. Los niños saharauis, sin embargo, no se complican la vida: para ellos, todos los marroquíes, hablen o no tamazigh, son «chloh», es decir,  bereberes.

La versión saharaui sobre la cuestión histórica es sencilla: Marruecos invadió su territorio en 1974 mediante la Marcha Verde, una manifestación pacífica lanzada por el rey Hassan II con el objetivo de forzar la retirada de las tropas españolas del desierto y asegurar, a la vez, la pretensión marroquí sobre el terreno. Tras los manifestantes vinieron pronto los tanques que aplastaron todo intento de resistencia. La razón para tanta inversión militar: los fosfatos de Al Aaiún y, en segundo lugar, los caladeros de la costa.

Desde el lado marroquí, la Historia se lee algo diferente. Argelia, vecino y eterno enemigo de Marruecos, habría alentado la formación de una conciencia nacional saharaui, inyectando dinero, armas e incluso mercenarios en algunos grupúsculos para convertir el flanco sur del Reino en una herida abierta que costaría muy caro al país hermano y retrasaría su desarrollo. La meta final habría sido la creación de un Estado satélite de Argelia, que ofrecería a este inmenso país norteafricano una salida hacia el Atlántico. El dinero para toda la operación vendría de la Unión Soviética, que nunca dejaba de buscar un pasillo hacia los océanos, aunque fuera a través de países aliados.

¿Querrá el rey legar a su hijo la patata caliente de un conflicto no resuelto tras veinte años de combates?

Estados Unidos, por su parte, financiaba la guerra marroquí durante veinte años, convirtiendo el pueblo saharaui así en una ficha más en el juego de la guerra fría. Sobra añadir que hay mucho de verdad en esta versión, aunque no le hace justicia a la firme convicción independentista de los peones movidos por Moscú y Washington. El pueblo marroquí, por su parte, nunca se ha interesado demasiado por este trozo de desierto aunque siempre prefería adherirse a la versión oficial.

Llama la atención el hecho de que pocos años tras la caída del imperio soviético, el referéndum empieza a cobrar por primera vez cuerpo, aunque el simultáneo derrumbe de Argelia podría haber vaticinado el abandono de los saharauis a su suerte. Desde hace pocos años, los mediadores de Washington son los más interesados en conseguir un referéndum limpio: el Estado satélite ya no puede servir al enemigo. La guerra se ha trasladado a un nivel comercial en el que el adversario de Estados Unidos se llama Francia. Este país, tradicional protector y aliado de Marruecos, se beneficiaría de una victoria marroquí, mientras un éxito de los mediadores de Washington abriría los mercados saharauis a las empresas americanas.

Marruecos todavía no cede oficialmente. El dossier del Sahara sigue en manos de Driss Basri, la encarnación del poder en Marruecos aún tras el cambio del Gobierno que ha elevado por primera vez el bloque socialista a los ministerios. ¿Querrá el rey legar a su hijo la patata caliente de un conflicto no resuelto tras veinte años de combates? ¿O dará de una vez por todas concluido el tema, como buen jugador que abandona la partida antes de derrochar inútilmente sus energías?

Los marroquíes inmigrados al Sáhara superan ampliamente el número de saharauis

Pero aún en este último caso, si las urnas del referéndum dicen sí a la independencia, el camino doloroso del pueblo saharaui no habrá terminado. En realidad, acabará de empezar. Entre todos, los habitantes del desierto sumarán un máximo de un millón de almas. Los marroquíes inmigrados durante la última década superan ampliamente su número. Los únicos dueños legítimos de la tierra se verán en franca minoría. ¿Expulsar a los marroquíes o ofrecerles la nacionalidad? Abdalá tiene la respuesta: «Es mejor que se vayan. La convivencia será difícil, las costumbres son diferentes, los saharauis preferimos guardar nuestra forma de ser sin mezcla».

En realidad, un éxodo masivo de los inmigrantes dejaría al país paralizado y no sería la mejor manera de atraer las inversiones americanas. Es previsible que los marroquíes se convertirán en una silenciosa mayoría de segunda clase, mano de obra barata y abastecida por la cantera de un pueblo de treinta millones con altas cuotas de paro.

Abdalá cree en un futuro harmónico. «Una vez establecida nuestra propia república, no tendremos inconveniente en abrir todas las fronteras y formar la Unión del Magreb, tal y como se está formando hoy la Unión Europea. Pero esto es un lejano futuro”.

O no tan lejano. Habrá que esperar al 8 de diciembre.