Los pioneros de Dios
Ilya U. Topper
Es una clara mañana en Kedumim. Los hombres salen de la sinagoga, se despojan de los mantones blancos, desenroscan las tiras de cuero del brazo izquierdo y ajustan la pistola en el cinto. No se quitan la kippa, el gorrito redondo que cubre la parte más alta del cráneo y es atuendo obligatorio para entrar en un santuario judío. En Kedumim es más: toda una seña de identidad. Este disco de tela identifica a los colonos que se han propuesto tomar —ya sea con la simple presencia, ya sea por las armas— una tierra que para ellos forma parte indivisible de la Gran Israel.
Kedumim es uno de los 150 asentamientos judíos que salpican Cisjordania y Gaza. Situado en una colina estratégica a apenas diez kilómetros de Nablús, la ciudad palestina más importante al norte de Jerusalén, alberga a 600 familias, unas 2.500 personas. Casi todas han venido con un solo motivo: ocupar el terreno para impedir que los palestinos puedan formar un estado propio. “Somos el único obstáculo eficaz frente a las ambiciones palestinas”, proclama orgulloso un folleto del ayuntamiento.
“Cada vez que expandemos el asentamiento ocupamos una colina lejana»
Raphaella Segal, estrecha colaboradora de la alcaldesa Daniella Weiss, lo reafirma: “Cada vez que expandemos el asentamiento ocupamos una colina lejana para abarcar tanta tierra como sea posible. Primero construimos en los bordes y, una vez oficializado el permiso por parte del gobierno, edificamos también las zonas interiores”. Raphaella tiene 48 años, es oculista y madre de nueve hijos. Nacida en Sudáfrica, llegó de niña a Israel y en 1975, con apenas 22 años, se unió al grupo de ‘pioneros’ que ocuparon la colina árida de Kedumim para convertirla en un vergel.
Esto, al menos, es la versión oficial. Los innumerables olivos talados no aparecen en las estadísticas, ni el cotidiano derroche de agua para jardines, césped y arboledas, seis veces superior al gasto de un pueblo palestino del mismo tamaño. “Fue una hazaña” recuerda Raphaella. “Vivíamos hacinados y sin electricidad, pero conseguimos cambiar el mapa de Israel y de la Historia judía. Hemos creado hechos sobre el terreno”. Hoy, su amplia casa tiene dos pisos y jardín.
Amit Reilinger, 30 años, barba espesa y largos rizos en las sienes en señal de religiosidad, es uno de los nuevos ‘pioneros’. Está construyendo su propia casa en Har Jemed, una colina a dos kilómetros al oeste de Kedumim. En los días claros, se puede mirar hasta el mar. Cuatro contenedores adaptados como viviendas se cobijan bajo una torre de vigilancia militar, ocupada por jóvenes reclutas del ejército israelí.
“Esta es mi tierra. Nuestro padre Abraham la compró hace tres mil años»
“Esta es mi tierra” afirma Amit. “Nuestro padre Abraham la compró hace tres mil años”. La convicción no le viene de familia. Sus abuelos, originarios de Alemania, fueron miembros del movimiento estudiantil sionista que proyectaba construir un estado laico, sin rabinos ni rezos. Amit ha vuelto a la ortodoxia.
La religiosidad es palpable en Kedumim. Durante el sábado, ningún coche puede circular, con excepción de las patrullas. Ningún botón de electricidad debe ser pulsado, ni siquiera está permitido descolgar un teléfono. Las luces se deben dejar encendidas desde el día anterior y la comida se mantiene tibia en un horno especial.
En la cocina, dos fregaderos, dos juegos de cazuelas, dos trapos y dos toallas permiten mantener separados hasta la última fibra los alimentos carnosos y los lácteos. “Así lo dice la Tora” explica Boaz Weinreb, un hombre de unos 40 años largos, antes de verter el mosto en un cáliz y cantar el kiddush, la ceremonia del sábado. Boaz acude todas las mañanas a la sinagoga, murmura rezos antes de tomar un trago de agua, y no desayuna sin tener sobre la mesa un librito de salmos.
Es un hombre que se funde en su trabajo de encargado de mantenimiento de los colegios y acepta de buen grado la ayuda de Uri, el voluntario alemán en busca de sus raíces judías, sin sospechar que debajo de esta identidad se esconde un periodista español.
Boaz es un padre cariñoso: diez hijos se cuelgan de sus brazos cuando entra en casa y no hay regañinas cuando le interrumpan en sus rezos. Pero cuando la radio anuncia un nuevo atentado palestino en las calles de Jerusalén cambia de expresión. “Con los animales no se puede hablar – murmura –. Hay que atacar, es la única defensa posible”. Nunca se separa de la pistola que sobresale de su cinturón. El fusil que le acompaña en el todoterreno dispone de mira telescópica.
Estampas del este salvaje
Amichai, Nitai y Uzi llevan en bandolera las cortas metralletas de fabricación israelí cuando patrullan los límites del asentamiento a lomos de caballo. Amichai y Nitai tienen poco más de veinte años, Uzi, un chaval etíope, apenas alcanza los quince. No hay vallas alrededor de Kedumim. “No nos hacen falta” afirma Amichai.
El motivo verdadero de esta aparente despreocupación se adivina a través de las palabras de Raphaella Segal: “Las alambradas podrían limitar nuestro crecimiento. En el sionismo, las fronteras de la comunidad las marca la casa más alejada”.
Con esta ideología de fondo, la alcaldesa Daniella Weiss acaba de crear una nueva avanzadilla: Gilad, estratégicamente situado en el cruce de carreteras un kilómetro al este del asentamiento. Dos habitáculos prefabricados, un toldo, una fila de banderas. Dos soldados vigilan día y noche el lugar y unos cuantos adolescentes de Kedumim les hacen compañía.
«Ningún árabe debe entrar en el asentamiento de Yitzhar»
El nombre es un homenaje a Gilad Zar, el responsable de seguridad del Consejo Regional de colonos, que fue asesinado a tiros en este punto el 29 de mayo de 2001. Ahora, el vecino pueblo palestino de Yit se ha quedado atrapado entre Gilad, el centro de Kedumim y la nueva urbanización Mitzpe Yichai al otro lado de la carretera, donde se acaban de construir 200 viviendas nuevas. La congelación de las obras de expansión, una de las condiciones fundamentales del acuerdo de Oslo firmado en 1993, aquí ni siquiera es una apariencia a guardar.
Desde Gilad parte la carretera a Yitzhar, un asentamiento minúsculo situado en una de las cumbres más altas de Cisjordania. Yitzhar es famosa por la violencia de sus habitantes. “Son fanáticos” confirma Alicia Lev sin mostrar emociones. “Tras los enfrentamientos en la tumba de San José en Nablús, los colonos de Yitzhar bajaron de noche al pueblo árabe de Hawara para incendiar la mezquita. También queman los olivares. Ningún árabe debe entrar en el asentamiento. Hace poco, uno se acercó para buscar un caballo perdido. Le dieron una paliza y tiraron su coche por el barranco. Otro vino con una cámara de fotos. También a él le machacaron a golpes”.
Tres jóvenes descargan sus martillos sobre la palizada, otro vigila, metralleta en mano
Alicia Lev tiene 23 años, es rubia y habla cinco idiomas. Se ha criado en Alemania hasta cumplir los quince, momento en el que su padre, de familia israelí, decidió buscar sus orígenes en la fe ortodoxa de los colonos. “Primero vivimos cerca de Tel Aviv, pero allí poca gente cumple con las normas religiosas. Por eso venimos a Kedumim, pero a mi padre le molestaba que también allí entrasen árabes, de manera que nos mudamos a Yitzhar”.
En las afueras de Yitzhar, tres jóvenes descargan sus martillos sobre los clavos de una palizada. Un chico melenudo y rubio vigila, metralleta en mano. El periodista – confiando en la protección que le confiere su tez centroeuropea – se identifica como voluntario alemán de Kedumim. Sirve de poco: los cuatro le conminan entre gritos e insultos a desaparecer de inmediato. Es fácil de imaginar a qué se expone un palestino que se acerque al asentamiento.
También Yitzhar carece de alambradas. La protege la fama de sus habitantes, manifiesta en el ancho cinturón de olivos chamuscados que rodea la colina.
Yitzhar no es una excepción, pero ocupa un lugar privilegiado en el ranking de la violencia. El mensual Informe sobre colonos de la ONG mixta israelí-palestina Alternative Information Center detalla los atropellos diarios: “27 de mayo 2001: Un grupo de colonos atacó los campos de Sura cerca de Nablús. Talaron 500 árboles. Colonos de Yitzhar abrieron fuego sobre palestinos cerca de la carretera general. Hirieron de gravedad a dos zagales de 15 y 16 años. 28 de mayo: Varios colonos incendiaron 1.200 árboles cerca de Yenín. 31 de mayo: Colonos de Kedumim bloquearon la carretera de Nablus. Lanzaron piedras desde el cruce de Yit sin que los soldados israelíes intervinieran. Rompieron las ventanillas de tres coches…”
Resumen: en treinta días, más de 80 hectáreas de cultivos fueron incendiadas, 1.800 árboles – sobre todo olivos – talados o quemados, 2 palestinos murieron atropellados por coches de colonos y 58 resultaron heridos por disparos o piedras. Es un mes cualquiera en Cisjordania. Los responsables casi nunca son juzgados.
Pese a todas las promesas de Oslo, el número de colonos no ha dejado de crecer durante la última década. Si fueron apenas mil a inicios de los años ochenta y poco más de cien mil en 1993, hoy alcanzan los 200.000. Esta cifra no incluye a los 180.000 israelíes que habitan las urbanizaciones judías de Jerusalén Este, tan ilegales ante la ley internacional como los situados en Cisjordania o Gaza. El número total de asentamientos varía entre 145 y 190 según las fuentes.
El ‘crimen’ de Oslo
Aún tras la llegada al poder del laborista Ehud Barak, teóricamente firme valedor de Oslo y de la congelación del programa de colonización, se han seguido construyendo alrededor de 2.000 viviendas al año. El gobierno impulsa estas construcciones: no sólo les otorga la protección del ejército sino también amplios fondos. En 1997, más de 55.000 millones de pesetas de los presupuestos generales fueron adjudicados al desarrollo de los asentamientos.
“Si el gobierno intentara evacuar a Yitzhar, provocaría una guerra civil»
Sin embargo, la propuesta de Barak de anexionar a Israel los núcleos más poblados y evacuar los demás provocó la ira de los colonos. Alicia Lev lo tiene claro: “Si el gobierno intentara evacuar a los habitantes de Yitzhar, provocaría una guerra civil. No se irán”. Lo confirma una pegatina que adorna muchos coches de Kedumim: «Los criminales de Oslo a juicio».
Otras proclaman que » sin árabes no habría ataques» o «Kahane tenía razón» en alusión a Meir Kahane, un rabino que exigía la total expulsión de todos los ‘arabes’ del territorio de Israel. Su organización Kach fue declarada terrorista por el propio parlamento israelí desde que defendió el atentado de su afiliado Baruch Goldstein que en 1994 asesinó a tiros a una treintena de palestinos en una mezquita de Hebrón.
En Hebrón, los casquillos de bala ruedan a cada paso bajo los zapatos. Aquí, 400 colonos dominan toda una franja de la ciudad antigua, protegidos por 7.000 soldados israelíes frente a 20.000 civiles palestinos que comparten el mismo barrio. Hebrón vive un toque de queda continuo que sólo se levanta por horas. Un mínimo incidente basta para dejar las calles desiertas, los negocios cerrados, los habitantes sin acceso a comida.
El portavoz de los colonos de Hebrón, David Wilder, no tiene ningún reparo en declarar desde su página web: “Estamos en guerra, y en la guerra no puede haber reglas. Los nazis tampoco respetaban ninguna regla”.
No todos los colonos pertenecen a la corriente fundamentalista. Ariel, con 16.000 habitantes uno de los mayores asentamientos de Cisjordania, se ha convertido en una ciudad en la que no se respira la religiosidad ortodoxa que impregna otros núcleos hasta la médula. Pero incluso en las localidades más pequeñas suele haber familias que tienen un motivo mucho más inmediato que el trato entre Dios y Abraham para elegir una casita prefabricada en tierra ocupada: la renta.
Sultana Mora es chilena. Tiene cuarenta años y lleva cinco en Kedumim. Trabaja el hierro: forjados, barandillas, lámparas. ¿Cómo ha terminado en esta tierra de nadie? “Me casé en Tejas con un judío sefardí. Decidimos emigrar a Israel y me convertí al judaismo. Primero intentamos vivir en Herzliya, pero no pudimos pagar el alquiler: mil dólares al mes. Aquí son apenas 150 dólares”.
Sultana no cree en absoluto en la tierra prometida ni en otros valores divinos. “Mi taller lo tengo en Yinsafut, un pueblo palestino a unos cinco kilómetros. Yo siempre he vivido entre los frentes, ya lo aprendí en la Chile de Pinochet. Aquí me aceptan porque soy un poco la artista del pueblo. Los palestinos me quieren porque me consideran una de ellos. Soy de la gente que siempre sobrevive, ni chicha ni limoná”.
«Kedumim es el único sitio donde podemos pagar el alquiler; nadie nos echará”
En el caso de que el gobierno decidiera evacuar Kedumim, sin embargo, Sultanta tiene muy claro qué hará: “Cogeré a los niños y me iré a vivir a Yinsafut. Pediré la nacionalidad palestina”.
Sultana tiene cuatro hijos, pero se divorció de su marido – cada vez más religioso – hace dos años. Su casa – comedor, cocina, dos habitaciones con un sofá desvencijado y un armario repleto de libros en hebreo, inglés y castellano – sirve de lugar de reunión a las chicas de la vecindad para tomar un par de cervezas y fumar a escondidas. Es el barrio pobre de Kedumim. Aquí nadie habla del derecho divino a la tierra.
“¿Ideologías? Lo último que nos importa” se ríe Rebeca Dan. “Mi padre es judío afgano, mi madre australiana convertida. Kedumim es el único sitio donde podemos pagar el alquiler. En realidad, ni siquiera lo pagamos, pero nadie nos echará”.
Rebeca ha dejado su casa a los 18 años para irse a vivir a un kibbutz en el norte de Israel y sólo vuelve de visita: odia el asentamiento en general y la beatería imperante en particular. “Aquí te miran muy mal si vistes pantalones. Falda hasta los tobillos y manga hasta el codo, así es la norma. No hay colegio mixto desde preescolar. Y la piscina tiene horarios diferentes para chicos y chicas. Total, con los hombres que hay por aquí…”.
Su mejor amiga, Efrat Hen, asiente. También para ella, la casa de Sultana es un asilo. Sólo aquí puede encontrarse con su novio Sami. Porque Sami es palestino.
Amor entre trincheras
Efrat Hen tiene 22 años y estudia economía en Ariel, uno de los mayores asentamientos de Cisjordania. “Conocí a Sami en casa de Sultana – relata -, él había venido para arreglar el aire acondicionado. Mi padre es el único que sabe que somos novios. Si se enterasen los vecinos, nadie volvería a hablar a mis hermanos en el colegio, ni a mi madre cuando hace la compra”.
«Si se enterasen de que tengo novio palestino, nadie volvería a hablarle a mi madre»
También Efrat vive entre los frentes, y a veces el fuego cruzado se convierte en una piedra que impacta, de noche, contra el parabrisas de su coche. Lo cuenta sin emoción. “Sobreviví por casualidad, porque iba a paso lento. A Sami le ocurre lo mismo: también hay judíos que lanzan piedras contra los coches árabes. Aunque no todos son así. El otro día, un chico de Kedumim tuvo un pinchazo en plena noche. Llamó por el móvil a un amigo palestino, y éste vino con cuatro colegas para ayudarle a cambiar la rueda. El soldado que patrullaba por ahí no quiso creer lo que estaba viendo”. Efrat, de todas formas, dejará Kedumim en cuanto consiga un visado para irse a vivir con Sami a Dinamarca.
Sultana, en cambio, cruza las trincheras a diario. Su taller en Yinsafut, un amplio chamizo poblado de sopletes, yunques y botes de pintura, se ha convertido en su segundo hogar. Lleva todos los negocios a medias con Ashraf. Ashraf es palestino, tiene 32 años y una licenciatura de Historia del Arte, pero prefiere el trabajo del hierro.
No hay amargura en sus palabras cuando resume su situación: “Estamos encerrados. Nablús está a 16 kilómetros, rodeada por el ejército israelí. Con el coche no hay forma de entrar. A pie, cruzando las colinas, hay días que se consigue llegar. La última vez, los militares me interceptaron y me retuvieron durante cinco horas. Ya no voy más”.
Al otro lado de Yinsafut – a 20 kilómetros – está la Línea Verde que separa Israel de los Territorios Ocupados, infranqueable desde el inicio de la intifada hace un año. “Ir a Jerusalén es un riesgo. Si te cogen, vas seis meses a la cárcel. Eso si no tienes puntos en la lista negra. Como te tengan fichado, te cae un año o dos”.
“Cuando ocurre un atentado en Jerusalén, los colonos tienen el gatillo fácil»
Si los colonos se sienten rodeados por los ‘árabes’, no menos real es la sensación de estado de sitio que reina en los pueblos palestinos. Desde los olivares de Yinsafut se distingue el asentamiento de Kedumim al este, los de Qarne Shomron, Nofim y Sakir al oeste, el de Immanuel al sur y el puesto militar de Qarnein al norte, donde algunas familias ya se están instalando en casas prefabricadas.
El peligro es real. “Cuando ocurre algún atentado en Jerusalén o Tel Aviv, los colonos tienen el dedo muy cerca del gatillo. En los últimos meses, cuatro hombres han sido asesinados aquí: dos por la zona de Kedumim y dos por Qarne Shomron. Simplemente por ser palestinos”. Ashraf recuerda la muerte de Gilad Zar con alivio. “Él disparaba a todo el mundo; desde que lo asesinaron estamos algo más tranquilos”.
Paramilitares
La propia legislación israelí convierte a los colonos en objetivo legítimo de los guerrilleros palestinos. La orden militar 1456, del 11 de junio 1998, otorga a las ‘fuerzas civiles de vigilancia’ de los colonos derecho a ‘asistir al ejército en sus tareas de seguridad fuera de los asentamientos’ y la orden 1457, de la misma fecha, les permite ‘arrestar, inspeccionar y emplear la fuerza fuera de los límites de los asentamientos y sin el control o la supervisión de las cuerpos militares’. Es decir, les confiere el estatus oficial de una fuerza paramilitar.
El resultado es un régimen que sólo se puede clasificar de apartheid. Los innumerables controles militares que interrumpen el tráfico en todas las carreteras sólo afectan a los vehículos palestinos, señalizados con matrículas verdes. Los coches con chapa de identificación amarilla, propiedad de los colonos, se adelantan por el carril izquierdo y pasan de inmediato.
Este régimen es esencial para la economía israelí. Al menos en la opinión de Sultana: “Si todos tuvieran los mismos derechos, habría que pagar a los palestinos el salario mínimo israelí: 16 shekel por hora. Ahora les pagan diez shekel o como mucho doce. Sin contrato, sin impuestos, sin seguridad social. Oficialmente, los empleados árabes no existen. Yo a eso lo llamo esclavitud. Como en la Edad Media.”
Los obreros palestinos en las colonias judías trabajan sin contrato ni seguridad social
De hecho, Kedumim no podría existir sin la mano de obra palestina. Trabajan en el parque industrial, donde envasan jabón y betún o controlan las máquinas que escupen vasitos de plástico. Sirven carburante en la gasolinera de la entrada. Colocan ladrillos y vierten hormigón en cualquiera de los muchos edificios en construcción, incluida la nueva sinagoga.
Cada mañana, un grupo de hombres se reúne al lado de la guarida central para esperar el paso de la camioneta que los llevará a la obra. Hay quien se cubre la cabeza con la kefía rojiblanca, símbolo de la intifada. No son percibidos como traidores por parte de sus compatriotas: todo palestino entiende que el pan de los hijos está por encima de la política.
En Israel, pocas personas apoyan explícitamente los asentamientos, pero menos aún se oponen claramente a esta política de colonización del territorio ocupado, condenada por decenas de resoluciones de Naciones Unidas. Ninguno de los partidos mayoritarios defiende la evacuación. Sólo el movimiento Gush Shalom, el Bloque por la Paz, pide desde su página web el boicot a todos los productos fabricados en los asentamientos.
La lista es larga: la mano de obra barata y los incentivos fiscales del gobierno – el parque industrial de Kedumim ha sido declarado ‘zona prioritaria de desarrollo’ – atraen a muchas empresas. La más famosa es, sin duda, la fábrica de productos de belleza Ahava. Sus sales de baño, extraídas del Mar Muerto, se distribuyen también por catálogo en España. El centro de producción está situado en pleno territorio palestino y el asentamiento cercano Mitzpe Shalem, donde vive parte de los trabajadores, está cercado con alambradas y protegido con una puerta que sólo se abre con el mando a distancia de los residentes.
El vino de los asentamientos de exporta a Europa, con la frase ‘made in Israel’
La fruta es otro artículo de exportación. El colono David Menkin ha plantado una viña con 4.000 cepas – “variedad cabernet-sauvignon” afirma orgulloso – en una de las laderas de Kedumim. En la vendimia no intervienen palestinos, sólo un grupo de chavales de la escuela religiosa bajo la dirección del rabbi Shaul Stern. Las uvas serán enviadas a los lagares del complejo industrial del asentamiento de Barkan. El último destino de las botellas puede ser Europa, con la frase ‘made in Israel’ adornando la etiqueta.
No siempre llegan. “Las actividades de Israel en Gaza, Cisjordania, Jerusalén Este y el Golán son ilegales” recordó el eurocomisario Chris Patten el 15 de mayo pasado ante el Parlamento de Estrasburgo, “y cuando los productos de estas zonas se presenten como de origen israelí, los aduaneros no los aceptarán”. Es decir, exigirán el pago de los aranceles correspondientes de los que están exentas las mercancías fabricadas en Israel.
De hecho, durante el primero año del acuerdo, las autoridades europeas ya rechazaron más de 2000 certificados. La medida supone una pérdida de 35.000 millones de pesetas anuales, el 1 por ciento del intercambio comercial total, pero sobre todo tiene valor simbólico.
Al igual que la protesta que tiene lugar todos los viernes al mediodía en Jerusalén. Una treintena de ancianas vestidas de negro se reúne en la Plaza de París y levanta pancartas con el sencillo lema Stop Ocupación.
“Somos radicales” admite Judith Blanc, de 72 años. “Defendemos el derecho internacional. Pero no somos muchos. En todo Israel sumamos unas dos mil personas”. A escasos metros de la manifestación silenciosa, jóvenes vestidos con las camisas azules del Likud agitan pancartas con las palabras Árabes fuera. Escupen hacia las ancianas.
Criminales de guerra
La Cuarta Convención de Ginebra de 1949 es categórica: “La Potencia ocupante no podrá efectuar la evacuación o el traslado de una parte de la propia población civil al territorio por ella ocupado”. El Código Penal Español en su artículo 611 es aún más explícito: “Será castigado con la pena de prisión de diez a quince años el que, con ocasión de un conflicto armado, traslade y asiente en territorio ocupado a población de la Parte ocupante, para que resida en él de modo permanente”.
Además, según lo previsto en el artículo 23.3 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, la jurisdicción española es competente para juzgar “los hechos cometidos por españoles o extranjeros fuera del territorio nacional” cuando el crimen “según los tratados o convenios internacionales, deba ser perseguido en España”. Algo que sin duda se da en el caso de un delito tipificado en la Convención de Ginebra, firmada por todos los países del mundo, incluido Israel.
¿Alcanza esta ley sólo a quienes incentivan la creación de los asentamientos o también a los propios colonos? El artículo 28 del Código Penal Español da la respuesta, afirmando que “también serán considerados autores: a) Los que inducen directamente a otro u otros a ejecutarlo. b) Los que cooperan a su ejecución con un acto sin el cual no se habría efectuado”.
No cabe duda que la colaboración entusiasta de los colonos con el programa gubernamental de expansión demográfica en los territorios palestinos equivale a la autoría del delito. Algo especialmente grave cuando se tiene en cuenta que más de un padre de familia sionista traslada además a sus hijos menores de edad y los expone así a una continua situación de violencia.
Al menos teóricamente, cualquier residente de Kedumim – y desde luego el primer ministro israelí, Ariel Sharon – podría ser juzgado en España.