Crítica

Laberinto argelino

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 3 minutos

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Yasmina Khadra
La parte del muerto

Género: Novela.
Editorial: Alianza.
Páginas: 447.
ISBN: 9788420666235.
Precio: 8 euros.
Año: 2004.
Idioma original: Francés.
Traducción: Wenceslao Carlos Lozano.
Título original: La part du mort.

 

El olimpo está desierto, Dios se ha ido y cuatro subalternos luchan por hacerse con el cargo interino: Belcebú, Mefisto, Lucifer y Satanás. Este cuadro resume la Argelia que nos presenta Yasmina Khadra (seudónimo del ex militar argelino Mohammed Moulessehoul) en La parte del muerto. Un país en calma chicha, venido a menos, embarcado en una inexorable espiral de derrumbe, desconfianza, hartazgo.

Estamos en el año 1988 ―aunque hay que leerse prácticamente todo el libro para poder ubicar la etapa histórica exacta en la que se enmarca la historia, un pequeño fallo técnico del autor― y aún no se respira el más mínimo indicio del integrismo islamista que tres años más tarde va a desembocar en una cruel guerra civil.

El futuro no promete otra cosa que tedio, pero es el pasado el que atrapa a los personajes de la novela: el incorrompible comisario de policía Brahim Llob ―figura que protagoniza otras tres novelas de Khadra―, sus lugartenientes, sus amistades ―¿amistades?― peligrosas en las altas esferas, la historiadora y periodista Soria Karadach, cuyo arrojo y sensualidad ―esta mezcla tan magrebí― marcan la segunda parte del libro…

Para el lector que no conozca la historia de Argelia puede parecer algo rebuscada la necesidad de aclarar, 25 después de la independencia, quién mató a quién, pero no hay que olvidar que la guerra de liberación contra el poder colonial francés es el mito fundacional del estado de Argelia; aun hoy, la constitución argelina de 1989 estipula que cualquier candidato a presidente de la nación debe demostrar su participación en la “revolución” de 1954, es decir en la sublevación contra el poder colonial o, si es demasiado joven, demostrar que sus padres no colaboraron con el otro bando.

Pero no se confie: aquí nada es lo que parece, cada muerto no es más que un McGuffin, un cebo tanto para los investigadores como para el lector. Un mapamundi de pistas falsas, donde las zancadillas se convierten en deporte olímpico.

El laberinto se antoja a ratos sobrecargado de flecos y exige una lectura atenta, pero Khadra no da traspies a la hora de conducirnos hacia el final: sabe hacer funcionar la trama con precisión. El lector aparcará voluntariamente las pequeñas dudas ―¿puede un comisario realmente dedicarse durante semanas a investigaciones particulares sin rendir cuentas a nadie?― para dejarse arrastrar por el torbellino de los acontecimientos.

El estilo fluido, fácil y a menudo facilón, buscando la gracieta burlona, tal vez no convierta este libro en una obra de un elevado nivel artístico, pero ayuda a pasarlo bien. Incluso muy bien. Si usted tiene delante un viaje de ocho horas en autobús, o se le ocurre cualquier otro pretexto para meter la nariz en un libro que es difícil de cerrar antes de llegar al final, lléveselo. Conocerá Argelia, este estrepitoso fracaso de un sueño.