Opinión

Un palo de escoba sirve para disparar

Uri Avnery
Uri Avnery
· 13 minutos

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Una victoria es una victoria. Una gran victoria es mejor que una pequeña, pero una pequeña victoria es mejor que una derrota.

Esta semana hemos ganado.

Inmediatamente después de que se nombrara la Comisión Turkel para investigar el incidente de la flotilla, Gush Shalom presentó una petición al Tribunal Supremo de Justicia en contra de este nombramiento. Exigíamos su sustitución por una comisión estatal de investigación en condiciones, con todas las de la ley. La vista judicial fue fijada para el pasado miércoles. Pero en la tarde del martes, la oficina del fiscal general llamó a nuestro abogado, Gabi Lasky: el primer ministro había decidido en el último momento ampliar las competencias de la comisión, y el gobierno estaba a punto de confirmar el cambio. Por lo tanto, el fiscal general nos pidió que accediéramos a un aplazamiento de la vista hasta pasados diez días.

Netanyahu sólo pidió a tres tipos averiguar si el gobierno fue consecuente con el derecho internacional

Ni un solo periódico israelí había publicado una palabra sobre nuestra petición (cosa impensable si se hubiera tratado de una iniciativa de una organización de extrema derecha). Pero después del cambio fue imposible ignorarlo más: casi todos los periódicos señalaban que nuestra petición había desempeñado un papel importante en la decisión de Netanyahu.

Jacob Turkel y su amigo, Jacob Neeman, el ministro de Justicia que le nombró, habían llegado a la conclusión de que serían derrotados en los tribunales. Es por esto que Turkel exigió que se ampliara el número de los miembros de la comisión, así como sus atribuciones.

Al principio, a la comisión no se le había reconocido carácter legal alguno. Netanyahu simplemente pidió a tres tipos majos que averiguaran si las acciones del gobierno fueron consecuentes con el derecho internacional. Nada más. Ahora, al parecer, se le dará el valor legal de ‘comisión gubernamental de investigación’, pero definitivamente no el de ‘comisión estatal de investigación’. Hay una diferencia abismal entre las dos.

La institución llamada ‘comisión estatal de investigación’ existe únicamente en Israel. Se basa en una ley especial de la que todos podemos estar orgullosos.

Tiene un trasfondo histórico interesante. A principios de los años 60, el país estaba dividido por la controversia sobre el Asunto Lavon, referente a una serie de ataques terroristas llevados a cabo por una red de espionaje israelí en Egipto. La operación fracasó, los miembros de la red fueron capturados, dos fueron ahorcados, y surgió la pregunta: ¿Quién dio la orden? El ministro de Defensa, Pinhas Lavon, y el jefe de los servicios secretos del ejército, Binyamin Gibli, se acusaron mutuamente. (Más tarde le pregunté a Isaac Rabin al respecto y me dijo: «Cuando se trata de dos mentirosos patológicos, ¿cómo saberlo?»)

David Ben-Gurion exigió vehementemente una ‘comisión judicial de investigación’. Se convirtió en casi una obsesión para él. Pero por aquel entonces, la ley israelí no conocía tal figura. Se dispararon las emociones, el gobierno se desplomó, y el abogado del Partido Laborista, Jacob Shimshon Shapira, acusó a Ben-Gurion de fascista.

Parece que Shapira sentía remordimientos por esta acusación así que, cuando poco después fue nombrado ministro de Justicia, elaboró un proyecto de ley ejemplar para el nombramiento de una ‘comisión estatal de investigación’, que se asemejaría a un tribunal ordinario. Propuso que dicha comisión tendría la facultad de citar a testigos, hacerlos testificar bajo juramento (con las sanciones habituales por perjurio), interrogarlos, exigir la presentación de documentos, etc. Además, la comisión advertiría de antemano a aquellas personas cuyos intereses pudieran verse perjudicados por los resultados y se les otorgaría el derecho a ser representados por un abogado.

Como miembro de la Knesset en aquel momento, presenté dos enmiendas que me parecían importantes. La propuesta de ley preveía que el Tribunal Supremo designaría a los miembros de la comisión, pero dejaba al gobierno la decisión sobre la creación de ésta y el ámbito de sus competencias. Argumenté que eso dejaría la puerta abierta a manipulaciones políticas y propuse que se confiriera al Tribunal Supremo también la facultad de crear una comisión y establecer el ámbito de sus competencias. Mis enmiendas fueron rechazadas. El asunto que ahora tratamos muestra lo necesarias que eran.

La ley proporciona una alternativa: el nombramiento de una ‘comisión gubernamental de investigación’, cuya posición es mucho menos privilegiada. Se diferencia de una comisión ‘estatal’ en un aspecto realmente importante: sus miembros no son nombrados por el presidente del Tribunal Supremo sino por el propio gobierno.

Esto es, evidentemente, una gran diferencia. Cualquiera que tenga unas nociones elementales de política entiende que aquél que nombra a los miembros de una comisión, ya de antemano influye enormemente en sus conclusiones. Si se nombra a un colono de Qiryat-Arba para encabezar una comisión sobre la legalidad de los asentamientos, su conclusión no va a ser precisamente la misma que la de una comisión presidida por un miembro de Paz Ahora.

Cualquiera entiende que quien nombra a los miembros de una comisión influye en sus conclusiones

Esto se ha demostrado en el pasado. Después de la masacre de Sabra y Chatila, el primer ministro Menachem Begin se negó inicialmente a nombrar una comisión estatal de investigación. Sin embargo, bajo la intensa presión de la opinión pública israelí, se vio obligado a hacerlo, y la comisión destituyó a Ariel Sharon del Ministerio de Defensa. Ehud Olmert se acordaba de esto y llegó a una conclusión: después de la Segunda Guerra del Líbano, denegó obstinadamente la puesta en marcha de una ‘comisión estatal’ y accedió sólo a una ‘comisión gubernamental’, cuyos miembros nombró él mismo. Que escapara prácticamente ileso no fue una sorpresa para nadie.

El nombramiento de la Comisión Turkel fue recibido por la opinión pública israelí con abierto cinismo. Los mismos medios de comunicación que habían apoyado de forma casi unánime el ataque a la flotilla se unían ahora en su ataque al pobre Turkel y su comisión. Se burlaron de la avanzada edad de sus miembros, uno de los cuales puede moverse sólo ayudado por un asistente filipino. Todos los comentaristas coinciden en que la comisión no se creó para aclarar el asunto, sino sólo para ayudar al presidente Barack Obama a obstruir el nombramiento de una comisión internacional de investigación.

Es una comisión ridícula y mansa, su composición es patética y el ámbito de sus competencias, marginal

Todos estuvieron de acuerdo en que se trata de una comisión ridícula y completamente mansa, que su composición es patética y el ámbito de sus competencias, marginal. Parece que el propio juez Turkel se sintió avergonzado. Después de aceptar el nombramiento bajo las condiciones de Netanyahu, esta semana amenazó con renunciar si no se ampliaban sus potestades. Netanyahu se dio por vencido.

Jacob Turkel, de 75 años, es una persona decente, nacido en Israel, hijo de inmigrantes procedentes de Austria (Turkel, en realidad Türkel, es un nombre alemán que significa ‘pequeño turco’, bastante irónico tratándose de una persona encargada de investigar el ataque a un barco turco). Es religioso, y su historial como juez revela una orientación derechista. Por ejemplo: decidió que la conducta criminal del ultraderechista Moshe Feiglin no era ‘deshonrosa’, lo que le permitió presentarse a las elecciones. Se negó a condenar al rabino Ido Alba por incitación, después de que el rabino declarara que la religión judía aprueba que se mate a los no-judíos. Decidió absolver a Binyamin Ze’ev Kahane, hijo de Meir Kahane, de un cargo por incitación. Cuando Ehud Barak fue nombrado primer ministro, Turkel decidió que no tenía derecho a llevar a cabo negociaciones de paz porque se aproximaban las elecciones. Y así sucesivamente.

La decisión de Netanyahu de ampliar las competencias de la comisión, para darle la potestad de citar a los testigos, está lejos de ser satisfactoria. La comisión no podrá investigar cómo y quién decidió imponer el bloqueo a Gaza, cómo se tomó la decisión de atacar la flotilla, cómo se planeó la operación y cómo se llevó a cabo. Por lo tanto, no vemos ninguna razón para retirar nuestra petición al Tribunal Supremo para disolver la Comisión Turkel y nombrar una comisión estatal de investigación oficial. Tanto más cuando el propio Turkel, una semana antes de su nombramiento, había pedido también que se nombrara una comisión estatal de investigación.

¿Las probabilidades de éxito? No son muy halagüeñas. El Tribunal Supremo puede interferir en este asunto sólo si probamos que la decisión del gobierno es ‘extremadamente poco razonable’. Y, en efecto, en el pasado, las comisiones estatales de investigación han sido nombradas para tratar asuntos mucho menos importantes que éste, que ha minado la confianza de la opinión pública israelí en el ejército y el gobierno, ha levantado al mundo entero contra nosotros y ha asestado un duro golpe a nuestras relaciones con Turquía. Si esto no es una cuestión de ‘interés público’, como exige la ley, ¿qué lo es?

Un chiste judío habla de una mujer a la que se le cayó un plato de carne en la taza del váter. Cuando le preguntó al rabino si todavía era kosher, éste respondió: «kosher sí, pero apestoso». El tribunal podría tomar una decisión en esta misma línea.

Por supuesto, Turkel y sus colegas podrían sorprender a los que los nombraron y ampliar arbitrariamente el alcance de su investigación. Cosas así ya han sucedido en el pasado. Como dice otro proverbio judío: «Si Dios quiere, hasta un palo de escoba sirve para disparar.» Pero las probabilidades son escasas.

Este asunto tiene implicaciones que abarcan mucho más que el incidente de la flotilla. Vale la pena pararse a pensar en ellas.

La mayoría de los críticos de Israel, especialmente los del extranjero, ven el país como un monolito unidimensional. Según lo ven ellos, todos sus ciudadanos (judíos) marchan hombro con hombro detrás de su gobierno derechista, consumidos por una oscura ideología, apoyando la ocupación y los asentamientos y cometiendo crímenes de guerra.

Esto, por cierto, es una imagen reflejo de los admiradores de Israel en el mundo, que también ven Israel como un monolito unidimensional, con todos sus ciudadanos marchando con orgullo tras unos líderes valientes y decididos: Binyamin Netanyahu, Ehud Barak y Avigdor Lieberman.

La batalla de Israel está compuesta por cientos de miles de batallas que se libran en mil y un escenarios
La verdad está muy lejos de las dos caricaturas anteriores. A un visitante extranjero le basta quedarse unas pocas semanas en Israel y entrar en contacto con su población para ver que la realidad es mucho, mucho más compleja. (De hecho, me atrevería a decir que cualquiera que no lo haya hecho no puede entender lo que está pasando aquí.)

Todas las sociedades humanas son complejas y multifacéticas y la sociedad israelí, con su pasado único, es más compleja que la mayoría. El asunto de la flotilla —relativamente pequeño pero muy típico— lo vuelve a poner de manifiesto.

La exigencia de que se revele la verdad sobre este asunto es parte de la batalla por la democracia israelí, por la posición del Tribunal Supremo y, de hecho, concierne a la esencia del Estado.

Algunos ven esta lucha como una batalla entre dos grandes bloques: a un lado, la nacionalista, religiosa, militarista y antidemocrática derecha; al otro, la izquierda liberal, democrática, secular y pacifista.

Cualquiera que se haga esa imagen mental se imagina algo así como la batalla de Waterloo, con dos grandes ejércitos enfrentándose en el campo de batalla y uno venciendo al otro. Pero la lucha de Israel es más parecida a una batalla medieval, donde el enfrentamiento entre dos ejércitos se convierte en miles de duelos cuerpo a cuerpo, uno contra otro, y puede prolongarse durante muchísimo tiempo.

La batalla de Israel está compuesta, en efecto, por cientos de miles de pequeñas batallas que se libran en mil y un escenarios diferentes. Todos los ciudadanos israelíes están involucrados ¬—activa o pasivamente, jueces y profesores, oficiales del ejército y políticos, votantes y soldados, activistas y curiosos, periodistas e ídolos juveniles, obreros y magnates, rabinos y antirreligiosos, activistas del medio ambiente y activistas sociales— y cada uno de nosotros, por sus acciones y omisiones, toma parte en esta batalla por el carácter de nuestro Estado.

La lucha contra la ocupación y contra los asentamientos es parte de esta guerra. La guerra misma es una lucha por la personalidad de la sociedad israelí, una sociedad todavía en proceso de formación. Esta guerra está lejos de decidirse.

Cualquiera que crea que el fin está próximo, que tal o cual ‘tiene’ que suceder así y no de otra forma, se equivoca. Una derrota en una batalla, incluso en una serie de batallas, no será decisiva, porque habrá más batallas en días venideros. Cuando millones de personas están involucradas —hombres y mujeres, jóvenes y viejos, judíos y árabes, occidentales y de Oriente Próximo, ortodoxos y seculares, ricos y pobres, inmigrantes veteranos y recién llegados, todo el amplio espectro de la sociedad israelí— nada es seguro de antemano.

La controversia sobre la Comisión Turkel así como la lucha por la liberación de Gilad Shalit y el resto de batallas que tienen lugar en Israel en este momento deben considerarse desde este punto de vista: como pequeños fragmentos de una gran lucha, larga y continuada, en la que nuestros actos de omisión y comisión decidirán el futuro de nuestro Estado.
Después de todo, ése era el objetivo de todo el ejercicio histórico de la creación de Israel: tener nuestro destino en nuestras propias manos y ser responsables de las consecuencias.