Crítica

Un vallisoletano en la corte del rey Poseidón

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 5 minutos
Marias
Julián Marías
Notas de un viaje a Oriente

 

 

De éste último nos llegan las Notas de un viaje a Oriente, la crónica de aquel periplo que, gracias a un concurso organizado entre los pasajeros para premiar al mejor diario de viaje, vio la luz de un modo fragmentario en prensa y luego en el libro colectivo Juventud en el Mundo Antiguo (1934). Tantos años después, Páginas de Espuma ha tenido el acierto de rescatarlo en edición anotada y acompañada de generoso material gráfico, correspondencia relativa al viaje —donde sabremos, por ejemplo, de la visita que recibieron de Valle-Inclán desde Roma—, la lista completa de los participantes y un pliego de curiosísimas Prevenciones generales de obligada observancia.

Para los estudiosos, el interés principal de estos textos es la definitiva decantación de su autor hacia la Filosofía, el modo en que el Mediterráneo, escenario de las grandes preguntas de la Humanidad, señaló al joven Marías la senda de una vocación que ya habían alentado Zubiri y Ortega. Y el muchacho estaba predispuesto desde la partida: “Este viaje es, para mí, un intento de aproximación a Grecia y Judea […] El viaje es, pues, vertical, hacia lo hondo de nuestros espíritus”, escribía.

No obstante, hay un muro en su sensibilidad, que no sabemos si atribuir a su procedencia castellana, que le impedirá conectar con el mismo fervor con otra significativa parte del Mare nostrum. “De lo egipcio y lo árabe —algo ya completamente distinto— habría mucho que decir; pero es mejor, como motivo no central, dejarlo para más adelante”.

¿Habría acaso un andaluz percibido la vibración de lo propio en la orilla sur mediterránea? Tampoco es seguro. Lo cierto es que la brecha psicológica entre lo judío y lo helénico de un lado, y lo árabe del otro, estaba bien abierta en el pensar colectivo de la época, hasta el punto de que Marías considere que en Alejandría “no hay nada egipcio”, o que Palermo le resulte esencialmente “normanda y española”, pero nada árabe.

No obstante, la narración del viaje discurre sobre una prosa exquisita, salpicada de observaciones inteligentes, por más que se trate lógicamente de un cuaderno de aproximaciones, conjeturas, intuiciones, y no de conclusiones rotundas. Tan pronto ensaya agudas consideraciones sobre lo clásico, como ve —todavía candorosamente— en el fascismo italiano “algo que trasciende absolutamente de lo político para entrar de lleno en el modo de ser, en el tono de las cosas”. Y, al mismo tiempo, se percibe en estas páginas una ausencia notable: salvo alguna anecdótica, casi accidental pincelada, apenas se habla de la gente.

De esta manera, Pompeya no está más muerta que Jerusalén, Kairuán o Atenas. El mar y las arenas, las ciudades y las ruinas acaparan tanto la mirada de Marías que la presencia humana es casi nula, y no porque estuvieran aislados: en una de las cartas a sus padres, por ejemplo, asegura que “hemos hecho trato con más sefarditas que pelos hay en la cabeza de cualquiera de ellos”.

Tal vez creyera que la materia no sería de interés para sus lectores; en todo caso, es revelador que un chaval concentrado en la narración “de lo que le pasa a uno” al ponerse frente a las cosas, no reparara en lo que le pasa al ponerse frente a las personas; lo que nos induce a pensar que ya en la Segunda República española el germen del turismo futuro estaba ya enseñando uno de sus peores vicios.

No se puede, en fin, ser severo con el Marías de entonces. Tenía 19 años, y toda la vida por delante para afinar sus criterios y crecer. No hay duda de que aprovechó ese tiempo. Nunca consintió reeditar sus notas, dicen que porque en el crucero viajaba el compañero que le denunció tras la Guerra Civil, lo cual le costó meses de cárcel y casi el paredón. Pero ahora sabemos que fue en el Mediterráneo donde ese muchacho que no sabía nadar encontró, más que la tan cacareada cuna del pensamiento occidental, un desafío crucial a su arrojo y a su inteligencia.