Opinión

Rachel

Uri Avnery
Uri Avnery
· 14 minutos

opinion

 

Tuve la bendición absoluta de vivir con Rachel Avnery durante 58 años. El sábado 28 me despedí de su cuerpo. Estaba tan guapa muerta como lo era en vida. No podía dejar de mirarle la cara.

Escribo esto para ayudarme a aceptar lo inaceptable. No sean duros conmigo.

Si un ser humano pudiera resumirse en una palabra, la de ella era: empatía.

Tenía una capacidad extraordinaria de sentir las emociones de los demás. Una bendición y una maldición. Si alguien estaba triste, triste estaba ella. Nadie podía esconder sus sentimientos más recónditos en su presencia.

Su empatía llegaba a toda la gente que conocía. Incluso en sus últimos meses de vida, sus enfermeras ya le contaban sus vidas.

Tenía una capacidad extraordinaria de sentir las emociones de los demás

Una vez fuimos a ver una película que se desarrollaba en una pequeña ciudad eslovaca durante el holocausto. Una mujer mayor que estaba sola no entendía lo que estaba ocurriendo cuando llamaron a los judíos para deportarlos a los campos de exterminio; los vecinos tenían que ayudarla a llegar al punto de encuentro.

Llegamos tarde y encontramos asientos en la oscuridad. Cuando las luces se encendieron al final, Menachem Begin se levantó delante de nosotros. Sus ojos, rojos de haber llorado, miraron fijamente a los de Rachel. Ajeno a la gente que había alrededor, Begin se dirigió directo a ella, le cogió la cara y la besó en la frente.

En muchos aspectos nos complementábamos. Yo tendía al pensamiento abstracto, ella a la inteligencia emocional. Su sabiduría le venía de la vida. Yo soy retraído, ella llegaba a la gente, aunque valoraba su privacidad. Yo soy optimista, ella pesimista. En todas las situaciones, yo sentía las oportunidades, ella los peligros. Yo me levanto feliz por la mañana, listo para las aventuras de un nuevo día, ella se levantaba tarde, sabiendo que sería un mal día.

Yo soy optimista, ella era pesimista. Yo sentía las oportunidades, ella los peligros

Nuestros orígenes eran muy parecidos: nacidos en Alemania, de familias intelectuales burguesas judías, que creían en la justicia, la libertad y la igualdad, unido a un profundo sentido del deber. Rachel tenía todo eso en abundancia, y más. Ella tenía un sentido casi fanático de la justicia.

Las primeras palabras que dijo Rachel, cuando su familia había huido de la Gestapo a Capri, fueron ‘mare schön’, ‘mar’ en italiano, ‘bonito’ en alemán respectivamente.

Ella nunca leyó ni escribió alemán, pero aprendió el idioma perfectamente de hablarlo con sus padres; incluso me corregía la gramática.

Rachel, desgraciadamente, carecía de la puntualidad prusiana. Eso era una fuente constante de fricción entre nosotros. Yo me siento físicamente enfermo si no llego puntual, Rachel llegaba siempre, pero siempre, tarde.

Tres veces la vi por primera vez.

En 1945 fundé un grupo para propagar la idea de una nueva nación hebrea, parte integrante de la región semítica, junto a los árabes. Como éramos demasiado pobres para alquilar una oficina, nos reuníamos en las casas de los miembros del grupo.

En esos encuentros, una niña de 14 años, la hija del dueño de la casa, vino para escuchar. Fugazmente advertí que era guapa.

Cinco años más tarde me la encontré otra vez cuando me encargaba de una revista popular que tenía el objetivo de revolucionar todo, incluyendo la publicidad: chicas en lugar de un simple texto aburrido.

Necesitábamos una chica guapa para un anuncio, pero no había modelos profesionales en el nuevo Estado. Uno de nuestros editores llevaba un grupo de teatro. Él me presentó a una chica de ese grupo que se llamaba Rachel.

Le tomamos fotos en la playa, y la llevé a casa en mi motocicleta. Nos caímos en la arena y nos reímos

Le tomamos varias fotos en la playa, y la llevé a casa en mi motocicleta. Nos caímos en la arena y simplemente nos reímos.

La tercera vez fue en el mismo teatro experimental. Allí apareció de nuevo y en un momento dado intentó adivinar mi edad y prometió darme un beso por cada año que se equivocara. Dijo que yo era cinco años más joven de lo que era, y pusimos una fecha para saldar las cuentas.

Seguimos citándonos de vez en cuando. Una vez iba a verla a medianoche en una cafetería. Cuando vio que yo no llegaba fue a buscarme. Vio una multitud afuera de mi oficina y le dijeron que yo estaba en el hospital. Algunos soldados me habían atacado y me habían roto todos los dedos.

Yo estaba indefenso. Rachel se ofreció a ayudarme durante varios días, que duraron 58 años.

Descubrimos que vivir juntos nos venía muy bien. Ya que no nos gustan las bodas religiosas (no existían bodas civiles), vivimos felices en pecado durante cinco años. Entonces su padre enfermó gravemente. Para que pudiera descansar en paz, nos casamos a toda prisa, en el apartamento privado de un rabino. Tomamos prestados los testigos y los invitados de otra boda, y el anillo de la mujer del rabino.

Esa fue la última vez que alguno de nosotros llevó un anillo.

Durante 58 años, ella inspeccionaba cada palabra que yo publicaba. Eso no era fácil. Rachel tenía unos principios estrictos, y se ajustaba a ellos. Cubría algunas de mis páginas de tinta roja. A veces teníamos discusiones amargas, pero al final alguno normalmente cedía, generalmente yo. En las raras ocasiones en las que no estábamos de acuerdo, yo escribía lo que me daba la gana (y más de una vez me arrepentía).

Ella tachaba todos los ataques personales que consideraba injustos. Las exageraciones. Cualquier incoherencia en la lógica. Encontraba contradicciones que se me escapaban. Ella mejoraba mi hebreo. Pero principalmente añadía la palabra mágica ‘casi’.

Ella nunca daba entrevistas. Si se lo pedían, decía: “¿Para qué me he casado con un portavoz?”

Yo tendía a generalizar. “Todos los israelíes saben…”, “Los políticos son cínicos…”; ella lo cambiaría por “Casi todos los israelíes…”, “Muchos políticos…” Bromeábamos con que ella espolvoreaba ‘casis’ en mis artículos como un cocinero espolvorea sal en la comida.

Ella nunca escribió un artículo. Ni daba entrevistas. Si alguien se lo pedía, ella respondía: “¿Para qué me he casado con un portavoz?”

Pero sus talentos reales residían en otro ámbito. Ella era la profesora suprema, vocación que mantuvo durante 28 largos años.

Esto ocurrió sin planearlo, después de que la enviaran a un curso militar para profesores.

Antes de que el curso terminara, fue prácticamente secuestrada por el director de una escuela primaria. Mucho antes de que recibiera su título de profesora, era ya una leyenda. Los padres con contactos movían hilos para conseguir enviar a sus hijos a sus clases. Corría el rumor de que las madres planeaban sus embarazos para que el niño tuviera seis años cuando Rachel impartía el primer grado. (Ella aceptó enseñar sólo el primer y segundo grado, según ella la última oportunidad para moldear el carácter de un niño.)

Entre sus alumnos estaban los hijos de artistas ilustres y hombres de letras. Hace poco, un hombre de mediana edad nos llamó por la calle ‘Profesora Rachel, ¡yo fui alumno suyo de primer grado! ¡Se lo debo todo!’

¿Cómo lo hacía? Tratando a los niños como seres humanos y educándolos en el respeto a uno mismo. Si un niño no sabía leer, ella le ponía a cargo de la limpieza del aula. Si una niña era rechazada por compañeras más guapas, ella sería el hada buena en la obra de teatro. Obtenía satisfacción de verlos abrirse como las flores al sol. Pasaba horas explicando a padres anticuados las necesidades de sus hijos.

Durante las vacaciones, sus niños estaban deseando volver a clase.

Ella tenía un propósito: inculcar valores humanos

Me gusta pensar casi todos los niños de Rachel son mejores seres humanos.

Ahí estaba la historia de Abraham y la sepultura de Sara. Efrón el heteo no acepta el dinero. Abraham insiste en pagar. Después de un largo y bonito diálogo, Ephron termina diciendo: ‘la tierra vale cuatrocientos siclos de plata; ¿qué es esto entre tú y yo? (Génesis 23). Rachel les contó a sus niños que ésta sigue siendo la manera beduina de hacer negocios, acercándose al acuerdo de manera civilizada.

Después de la clase, Rachel preguntaba a la profesora de la clase paralela cómo había explicado este episodio a sus alumnos. ‘Les dije que ¡esto es la típica hipocresía árabe! ¡Son todos unos mentirosos! Si él quería dinero, ¿por qué no lo pidió directamente?’

Me gusta pensar que todos los niños de Rachel —o casi todos ellos— se han vuelto mejores seres humanos.

Yo seguía de cerca sus experimentos en educación, y ella mis hazañas periodísticos y políticos. Básicamente intentábamos lo mismo: ella educar individuos, yo el público en general.

Después de 28 años, Rachel sintió que había perdido su arrojo. Creía que un profesor no debería continuar si ya no tenía entusiasmo.

El empujón final llegó cuando crucé las líneas enemigas en Beirut en 1982 y me encontré con Yasir Arafat. Fue una sensación mundial. Conmigo venían dos mujeres jóvenes que pertenecían a mi equipo en la editorial: una corresponsal y una fotógrafa. Rachel se sintió apartada de uno de los acontecimientos más emocionantes de mi vida, y decidió cambiar de rumbo.

Sin decírmelo hizo un curso de fotografía. Semanas más tarde, me llegaron las fotos de un evento. Elegí la mejor, y resultó que la había hecho ella. El secreto se desveló. Ella era una fotógrafa entusiasta, con un destacado talento creativo: siempre centrada en la gente.

Era una fotógrafa entusiasta, con un destacado talento creativo centrado en la gente

A principios de 1993, cuando Yitzhak Rabin deportó a 215 activistas islámicos a través de la frontera libanesa, montábamos tiendas frente a su oficina. Acampamos durante 45 días y noches de invierno. Rachel, la única mujer que estuvo allí todo el tiempo, comenzó una bonita amistad con el jeque islámico más extremo, Ra’ed Salah. Él la respetaba de verdad. Bromeaban juntos.

En esas tiendas fundamos el movimiento Gush Shalom. Para ella, la injusticia que se infligía a los palestinos era intolerable.

Ella era la fotógrafa de todos nuestros eventos. Tomaba fotografías de cientos de manifestaciones, correteando de acá para allá, tomando instantáneas de frente y por detrás, a veces en nubes de gas lacrimógeno, a pesar de las advertencias de su médico. Dos veces se desmayó al sol, cruzando terrenos difíciles para protestar contra el Muro.

Cuando Gush necesitaba un agente financiero, ella se ofreció. Aunque iba completamente en contra de su naturaleza, se convirtió en una meticulosa administradora, con un prusiano sentido del deber, trabajando en la mesa de la cocina hasta tarde por la noche. Ella prefería la labor no oficial: mantener contacto con los activistas, escuchar sus problemas. Era el alma del movimiento.

Ella podía ser muy brusca también. Lejos de ser una idealista hacedora de buenas obras, ella odiaba a los mentirosos, los hipócritas y la gente que hace mal las cosas.

Nunca le gustó Ariel Sharon, ni siquiera en los años en los que nos visitábamos mutuamente para hablar de la guerra de 1973.

Lili Sharon la amaba, a Arik también le gustaba. Hay una foto de él dándole de comer una cuchara de su plato favorito (la comida no era importante para ella). Rachel no me dejaba enseñar a nadie la foto. Después de la invasión de Líbano en 1982, interrumpimos los contactos.

Prefería escuchar los problemas de los activistas; era el alma del movimiento Gush Shalom

Una vez, el confidente de Sharon, Dov Weisglas, al que ella no pudo perdonar sus odiosos comentarios respecto a los palestinos, me descubrió en un restaurante, se acercó y me dio la mano. Pero Rachel le dejó con la suya extendida en el aire. Un momento incómodo.

Cuando quería a alguien lo mostraba. Le caía bien Yasir Arafat y era algo mutuo. Fuimos muchas veces a verle a Túnez y más tarde a Palestina y él la trataba con la máxima atención. Le permitía hacerle fotos en cualquier momento y la colmaba de regalos. Una vez le dio un collar e insistió en ponérselo él mismo. Como no veía bien pasó un rato largo haciéndolo a tientas. Era una imagen maravillosa pero su fotógrafo oficial no reaccionó. Rachel se enfadó.

Cuando hacíamos de escudos humanos para el presidente palestino bajo asedio, Arafat la besó en la frente y la llevó de la mano a la entrada.

Pocos sabían que ella portaba una enfermedad incurable: Hepatitis C. La acechaba como una pantera dormida en el umbral de la puerta. Sabía que en cualquier momento podía despertarse y devorarla.

Descubrimos la infección, que nunca se explicó, hace más de 20 años. Cualquier visita al médico podía significar una sentencia de muerte. Se derrumbó hace cinco meses. Hubo muchas señales de que esto se acercaba; yo las ignoraba pero ella las veía con claridad.

Pasé con ella todos los minutos de estos cinco meses. Cada día nuevo era para mi un regalo precioso, aunque ella se hundía inexorablemente. Los dos sabíamos pero fingíamos que todo se iba a arreglar.

No tenía dolores, pero le costaba cada vez más comer, recordar y, hacia el final, hablar. Destrozaba el corazón ver cómo luchaba por las palabras. Durante dos días estaba en coma y luego se deslizó inconsciente y sin dolor.

En un momento de debilidad se quejó de que yo nunca le había dicho “te quiero”

Había insistido en que no se hiciera nada para alargar su vida artificialmente. Fue un momento terrible cuando pedí a los médicos que abandonasen sus esfuerzos y la dejaran morir.

Acorde a sus deseos, su cuerpo fue cremado, contrariamente a la tradición judía. Sus cenizas las esparcimos en la costa de Tel Aviv, frente a la ventana desde la que había pasado tanto tiempo mirando. Así que no encajan del todo las palabras de William Wordsworth, un poeta al que amaba y citaba a menudo:

Pero ella está enterrada y sí,
¡mi vida es tan distinta!

Una vez, en un momento de debilidad aprovechado por un cineasta, se quejó de que yo nunca le había dicho “te quiero”. Es cierto: estas dos palabras me parecen irremediablemente banales, devaluadas por el kitsch de Hollywood. Desde luego no son las adecuadas para expresar lo que siento por ella: ella se había convertido en parte de mí.

Cuando se apagó, yo susurré “te quiero”. No sé si lo escuchó.

Cuando se había muerto, yo me quedé sentado durante una hora con la mirada fija en su cara. Estaba guapa.

Un amigo alemán me mandó un dicho que me consuela extrañamente. Traducido dice:

No estés triste porque se haya ido.
Alégrate de que estuvo tantos años contigo.