Crítica

El bunga-bunga salvaje

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 4 minutos
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Niccolò Ammaniti
Que empiece la fiesta

Estamos en condiciones de afirmarlo: Rabelais está de moda. La desmesura y lo grotesco, la sátira salida de madre, todo eso que se ha dado en llamar literariamente la fiesta salvaje, no sólo ha cundido en España, donde escritores tan principales como Rafael Reig, Manuel Vilas o Antonio Orejudo han hecho de ella su bandera. A juzgar por lo último de Niccolò Ammaniti, también en Italia se lleva escribir en esa zona que podríamos definir como el beso de tornillo entre Valle-Inclán y Quentin Tarantino.

Quienes relacionamos a Ammaniti con su más célebre novela hasta la fecha,Yo no tengo miedo, una fábula sobre el descubrimiento del mal llevada al cine por Gabriele Salvatores, estamos por sorprendernos ante este giro rabelaisiano, de no ser porque el escritor romano ha demostrado ser de los que prefieren no pasar dos veces por el mismo sitio.

Tampoco era fácil presagiar que las dos líneas argumentales paralelas con las que arranca Que empiece la fiesta fueran a converger, hacia el ecuador de la novela, en el despiporre que resumiremos más adelante. De entrada tenemos Mantos, líder de una secta satánica de provincias muy venida a menos, que se debate entre consumirse o dar un golpe de efecto que inyecte algo de autoestima a sus acólitos. Y, por otro lado, a Fabrizio Ciba, escritor superventas, ni tan joven como para ser promesa ni tan viejo como para darse por consagrado, con gancho para las mujeres y una extraordinaria habilidad para seducir al público, pero con una coraza que, vista de cerca, deja entrever algunas fisuras.

Con ambos personajes, el lector cree estar adentrándose en una suerte de parábola acerca de las equívocas nociones de éxito y fracaso, así como del modo en que el individuo lucha por encontrar su espacio e incubar sus deseos en una sociedad asimilable al mercado, que desecha a toda prisa cuanto no cumple con las exigencias de productividad. Pero he aquí que irrumpe en la narración Sasà Chiatti, magnate del ladrillo que se dispone a pasar a la historia como anfitrión de la fiesta más extraordinaria que se recuerde en Roma desde tiempos del Imperio.

Para ello, ha organizado en su fastuosa villa Ada un programa lúdico que incluye un safari como los de Kenia, una cena pantagruélica y un concierto de la cantante de moda Larita. No obstante, la celebración devendrá en una especie de apocalipsis donde se mezclarán el amor con la muerte, la corrupción con el terrorismo, y de paso saldrá a la luz una estirpe descendiente de atletas rusos que aprovecharon su participación en las Olimpiadas de Roma para huir del comunismo, y desde entonces permanecían ocultos en sus catacumbas…

Promocionado como mordaz parábola de la Italia actual, existe el riesgo de identificar de un modo más bien facilón a Chiatti y su fiestón de Villa Ada con el famoso bunga-bunga de Berlusconi en Villa Certosa. Tanta ha sido la trascendencia de las bacanales del Cavaliere, que en el país de Bocaccio y de Ariosto la palabra ‘festa’ ya va unida indisolublemente a su muy operada figura. Pero este reseñista propone otra lectura de la novela, derivada del hecho de que todos los personajes que sobreviven al pandemonio se redimen de algún modo y se encuentran a sí mismos. Como si Ammaniti dijera: amigos, hemos vivido durante las últimas décadas en una gran fiesta, todo se ha venido abajo estrepitosamente, pero tratemos de ser mejores después del desplome.

Una vez afirmé, acaso injustamente, que Fabulosas narraciones por historias de Antonio Orejudo me parecía una de esas fiestas de las que uno quiere irse mientras le siguen llenando el vaso una y otra vez. La segunda mitad de la novela de Ammaniti es como si trasladáramos esa irrenunciable borrachera a una montaña rusa.