Opinión

Triste y feliz

Uri Avnery
Uri Avnery
· 9 minutos

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«¿Será ese día el más feliz de su vida?” me preguntó un reportero local refiriéndose al próximo reconocimiento del Estado de Palestina por parte de Naciones Unidas.

Me cogió por sorpresa. “¿Por qué?”, pregunté.

“Bueno, durante 62 años usted ha defendido el establecimiento del Estado palestino junto a Israel, y ¡ahí lo tiene!”

“Si fuera palestino, seguramente estaría contento”, dije. “Pero como soy israelí, estoy bastante triste.”

Me explicaré.

Salí de la guerra de 1948 con cuatro sólidas convicciones:

  1. Existe un pueblo palestino, aunque el nombre Palestina haya sido borrado del mapa.
  2. Es con este pueblo palestino con el que debemos hacer la paz.
  3. La paz no será posible hasta que a los palestinos se les permita establecer su Estado junto a Israel.
  4. Sin la paz, Israel no será el Estado modelo con el que hemos estado soñando en las trincheras, sino algo muy diferente.

Tras la guerra del 48 nos reunimos con optimismo árabes y judíos para trazar nuestro rumbo

Mientras me recuperaba de las heridas, y todavía de uniforme, me reuní con algunos jóvenes, árabes y judíos, para trazar nuestro rumbo. Éramos muy optimistas. En aquel momento todo parecía posible.

Pensábamos en un gran acto de fraternización. Los judíos y los árabes habían luchado unos contra otros con valor; cada bando había luchado por lo que consideraba sus derechos nacionales. Ahora había llegado el momento de extender la mano para hacer la paz.

La idea de paz entre dos combatientes valerosos después de la batalla es tan vieja como la cultura semítica. En la epopeya escrita hace más de 3.000 años, Gilgamesh, rey de Uruk (en el Irak de ahora) lucha contra el salvaje Enkidu, su semejante en fuerza y valor, y tras la lucha épica se convierten en hermanos de sangre.

Habíamos luchado y habíamos vencido. Los palestinos lo habían perdido todo. La parte de Palestina que había sido asignada por Naciones Unidas a su Estado se la habían tragado Israel, Jordania y Egipto, dejándoles nada a ellos. La mitad del pueblo palestino se tuvo que ir de sus casas convirtiéndose en refugiados.

La idea de paz entre dos combatientes valerosos después de la batalla es ya muy vieja

Ése era el momento, pensamos, de que el vencedor impresionara al mundo con un acto de magnanimidad y sabiduría, ofreciendo su ayuda a los palestinos para establecer su Estado a cambio de la paz. Así podíamos forjar una amistad que duraría generaciones.

18 años después se me vino esta visión otra vez en similares circunstancias. Habíamos ganado una asombrosa victoria contra los ejércitos árabes en la guerra de los Seis Días; Oriente Medio estaba en estado de shock. La oferta israelí a los palestinos para que fundaran su Estado habría hecho temblar la región de entusiasmo.

Cuento esta historia (otra vez) para apuntar una cosa: cuando la “Solución Dos Estados” se concibió por primera vez tras 1948, era como una idea de reconciliación, fraternización y respeto mutuo.

Nosotros nos imaginábamos dos Estados muy cercanos, con fronteras abiertas al libre movimiento de personas y bienes. Jerusalén, la capital unida, simbolizaría el espíritu del cambio histórico. Palestina se convertiría en el puente entre el nuevo Israel y el mundo árabe, unidos por el bien común. Hablábamos de una “Unión Semítica” mucho antes de que la Unión Europea se hiciera realidad.

Cuando la Solución Dos Estados realizó su extraordinaria transformación desde la visión de un puñado de desconocidos (o locos) hacia un consenso mundial, fue este contexto en el que se vio: No como una conspiración contra Israel, sino como la única base viable para una paz real.

Esta visión fue rechazada por David Ben Gurion, entonces el líder indiscutible de Israel. Estaba ocupado repartiendo a los nuevos inmigrantes judíos por las vastas áreas expropiadas a los árabes, y no creía en la paz con los árabes de ninguna manera. Marcó el curso que los sucesivos gobiernos israelíes, incluido el actual, han seguido desde entonces.

Palestina se convertiría en el puente entre el nuevo Israel y el mundo árabe

Del lado árabe, siempre había un apoyo a esta visión. Ya en la conferencia de Lausana de 1949, una delegación palestina no oficial apareció y ofreció en secreto iniciar negociaciones directas, pero el delegado israelí, Eliyahu Sasson, las rechazó rápidamente, siguiendo órdenes directas de Ben Gurion (como más tarde le oí decir).

Yasser Arafat me dijo varias veces, desde 1982 hasta su muerte en 2004, que apoyaría la solución “Benelux” (sobre el modelo de la unión entre Bélgica, Holanda y Luxemburgo), que incluiría a Israel, Palestina y Jordania (“y quizás Líbano también, ¿por qué no?”).

La gente habla de todas las oportunidades de paz que ha desaprovechado Israel a lo largo de los años. No tiene sentido: puedes perder oportunidades por el camino hacia una meta que deseas, pero no por el camino hacia algo que aborreces.

Ben Gurion veía un estado palestino independiente como un peligro mortal para Israel. Así que hizo un pacto secreto con el rey Abdulá I, y se repartieron el territorio asignado por la partición de Naciones Unidas al Estado árabe palestino. Todos los sucesores de Ben Gurion heredaron el mismo dogma: que un Estado palestino sería un gran peligro. Por tanto optaron por la llamada “opción jordana”, manteniendo lo que queda de Palestina bajo la bota del monarca jordano, que no es palestino (ni siquiera jordano, su familia venía de La Meca).

Ben Gurion veía un estado palestino independiente como un peligro mortal para Israel

Esta semana, el actual dirigente jordano, Abdulá II, montó en cólera cuando le dijeron que otro general israelí anterior, Uzi Dayan, había vuelto a proponer convertir a Jordania en Palestina, con Cisjordania y la Franja de Gaza como “provincias” del reino hachemí. Este Dayan es, a diferencia de su primo fallecido, Moshe, un tonto presumido, pero hasta el discurso de una persona así enfurece al rey, que está tremendamente preocupado por una oleada de palestinos que se dirijan de Cisjordania a Jordania.

Hace tres días, Binyamin Netanyahu le dijo a Cathy Ashton, la patética “secretaria de Asuntos Exteriores” de la Unión Europea, que aceptaría cualquier cosa, siempre que no fuera un Estado palestino. Puede sonar raro, en vista del “histórico” discurso que dio hace menos de un año, en el que expresaba su apoyo a la Solución Dos Estados. (Tal vez estaba pensando en el Estado de Israel y en el Estado de los Colonos.)

En las escasas semanas que faltan para el voto de la Unión Europea, nuestro gobierno peleará con uñas y dientes contra un Estado palestino, apoyado por toda la fuerza de Estados Unidos. Esta semana Hillary Clinton batió incluso su propio récord en retórica cuando anunció que Estados Unidos apoya la Solución Dos Estados y por lo tanto se opone a cualquier voto de Naciones Unidas reconociendo el Estado de Palestina.

Aparte de las horribles amenazas en cuanto a lo que pasará después del voto de Naciones Unidas por un Estado palestino, los líderes israelíes y americanos nos aseguraron que tal voto no marcaría diferencia ninguna.

Si eso es así, ¿por qué luchar?

La ocupación seguirá, pero será la ocupación de un Estado por otro

Claro que marcará una diferencia. La ocupación seguirá, pero será la ocupación de un Estado por otro. En la historia, los símbolos cuentan. El hecho de que la inmensa mayoría de las naciones del mundo habrán reconocido el Estado de Palestina será otro paso más hacia la libertad de Palestina.

¿Qué pasará el día después? Nuestro ejército ya ha anunciado que ha terminado los preparativos para la gran manifestación palestina que se lanzará a los asentamientos. Los colonos serán llamados a movilizar a sus “equipos de reacción rápida” a enfrentarse a los manifestantes, cumpliendo así las profecías de un “baño de sangre”. Después de eso el ejército se instalará allí, quitando a muchos batallones de tropas regulares de otras actividades y llamando a unidades de reserva.

Hace algunas semanas todo parecía indicar que los francotiradores estarían encargados de hacer que las manifestaciones pacíficas sean algo diferente, como pasó durante la segunda intifada. Esta semana esto se confirmó oficialmente: los francotiradores se encargarán de defender los asentamientos.

Todo esto asciende a un plan de guerra para los asentamientos. En otras palabras: una guerra para decidir si Cisjordania pertenece a los palestinos o a los colonos.

En un giro casi cómico para los acontecimientos, el ejército está también proporcionando a las fuerzas de seguridad palestinas entrenadas por los americanos medios para dispersar a las multitudes. Las autoridades de la ocupación esperan que estas fuerzas palestinas protejan los asentamientos contra sus compatriotas. Ya que estas son las fuerzas armadas del futuro Estado palestino, al que se opone Israel, todo suena un tanto desconcertante.

Según el ejército, los palestinos recibirán balas cubiertas de caucho y gas lacrimógeno, pero no la “mofeta”.

La mofeta es un mecanismo que produce un insoportable hedor que se pega a los manifestantes pacíficos y no se va en mucho tiempo. Me preocupa que cuando este episodio acabe, el hedor se pegue a nuestro lado, y que no nos podamos deshacer de él de nuevo en mucho tiempo.

Demos rienda suelta a nuestra imaginación por un momento.

Imagina que en el próximo debate de las Naciones Unidas ocurre algo increíble: el delegado israelí declara que tras las debidas reflexiones Israel ha decidido votar por el reconocimiento del Estado de Palestina.

La asamblea se quedaría con la boca abierta. Tras un momento de silencio, estallaría un ensordecedor aplauso. El mundo temblaría de excitación. Durante días, los medios de comunicación del mundo no hablarían de otra cosa.

El momento de imaginación ha pasado. Volvamos a la realidad. Volvamos a la mofeta.

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