Reportaje

La revolución y las mezquitas

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 12 minutos
Un guerrillero libio herido en los combates contra Gadafi, en un hospital en Estambul (Abril 2011) | © Ilya U. Topper / M’Sur


Estambul 
 | Septiembre 2011 

Lo insospechado ha sido una constante en la “revolución dominó”. Que la sociedad yemení, tribal y armada hasta los dientes, fuera capaz de crear un movimiento ciudadano pacífico era inverosímil. Que un emirato del Golfo, bañado en petróleo, viera un levantamiento, también. Libia figuraba en último lugar en todas las quinielas… hasta que estalló. Bashar Asad sonaba convincente cuando aseguró que en Siria todo estaba bajo control.

Cualquier predicción sobre el futuro de la revolución árabe es una receta infalible para equivocarse. Desde el principio hubo numerosas teorías sobre “quién estaba detrás”: tan pronto era Irán en su afán de exportar la revolución islámica, tan pronto Estados Unidos en un intento de difundir la democracia de las multinacionales mediante redes financiados por George Soros. En realidad, todos parecen haberse subido a un tren en marcha, y sin locomotora.

Algunos analistas están convencidos de que el levantamiento de Libia fue planificado por Francia o Estados Unidos para hacerse con el petróleo del desierto. “Algo que no hacía ninguna falta”, apunta el periodista y documentalista Daniel Iriarte desde Bengasi, “dado que el dictador Muamar Gadafi ya garantizaba un suministro estable y barato”.

El fracaso militar de unos rebeldes que intentan enfrentarse con rancheras y ametralladoras a tanques y morteros hace aún más improbable tal tesis. “Tenemos armas viejas y escasas” se quejaba Adnan Abdelfattah, ingeniero libio herido en el frente de Ras Lanuk, convaleciente en un hospital de Estambul en abril.

Sobre las cabeceras de las camas ondeaba la bandera negra-roja-verde, utilizada por el Reino de Libia tras la independencia, pero todos descartan el retorno de un descendiente del rey Idris, destronado en 1969. “Nada de reyes. Queremos libertad, elecciones y libertad”, aseguraba Abderrahman Libi, estudiante y ex combatiente. Dios está presente en los discursos de todos, algo que no sorprende tras décadas de islamismo oficial, pero ¿significará esto que la nueva república será islamista?

Daniel Iriarte no lo excluye. En la ciudad libia de Derna, “tradicional feudo islamista”, se ha encontrado con “rebeldes que aseguran pasar seis meses al año en Afganistán”. Gadafi exagera cuando asegura que “todos los sublevados son de Al Qaeda”, pero Iriarte recuerda que “muchos libios en los grupos yihadistas internacionales han salido de Derna. El programa de los rebeldes es nacionalista, pero es fácil encontrar acomodo para un islamismo fuerte en ese nacionalismo, porque el país es socialmente muy conservador: apenas se ven mujeres por la calle, salvo en actos políticos en las que participan por separado”.

Con el régimen de Gadafi reducido a escombros, y el Consejo de Transición Nacional reconocido ya por Naciones Unidas, aún nadie sabe quién marcará el rumbo del nuevo Estado. ¿Los islamistas? ¿O los bereberes de las montañas occidentales, mucho menos proclives al fanatismo religioso? La firme alianza de Estados Unidos con el Consejo no augura precisamente un futuro laico: el mejor aliado de Washington en la región es Arabia Saudí, el país más fundamentalista del planeta.

Oytun Orhan, analista del centro turco ORSAM, señala que desde hace tiempo, los movimientos islamistas árabes adaptan su discurso público para poder recibir el respaldo de Washington. «Estados Unidos dice: hay un islamismo radical, por eso hay que apoyar al islamismo moderado», concluye. Herido en LibiaUn detalle que se escapa a muchos observadores es que lo que los analistas norteamericanos y europeos llaman «moderado» suele chocar como profundamente fundamentalista en las sociedades tradicionales sirias, palestinas o marroquíes, pero se ha convertido en elemento político ineludible por el respaldo internacional.

Islamistas en Tahrir

También en Egipto, el islamismo saldrá reforzado tras la revolución, al menos a corto plazo. Durante las manifestaciones en la plaza Tahrir, los discursos subrayaban la unidad del pueblo más allá de las confesiones, y los Hermanos Musulmanes, principal fuerza de la oposición y la única bien organizada, parecían haberse eclipsado o ir a remolque de los acontecimientos. En realidad estaban presentes en primera línea, asegura Eva Chaves, arabista residente en El Cairo. “Todos sabían quién era quién; ellos sabían como enfrentarse a la policía, primero, y a los ‘baltaguía’ ―matones, sicarios del régimen― después”.

Ahora recogen los frutos: apoyaron y ganaron con amplia mayoría el ‘sí’ en el referéndum del 19 de marzo. Probablemente, las elecciones les beneficiarán a ellos y a los restos del régimen de Mubarak y castigarán a los más liberales, que no tendrán tiempo de organizar una campaña. Los movimientos ciudadanos “critican que la reforma de la constitución propuesta se quede ‘a la mitad de la revolución’ y mantenga la charía, la ley coránica, como base de la legislación”, explica Chaves.

Hay quien teme que ahí se quedará todo. El ejército, adorado cuando se negó a disparar sobre los manifestantes y contribuyó a la caída de Mubarak, ahora ha reemplazado a la policía del régimen, adoptando sus peores reflejos. Las torturas con porras eléctricas en plena calle son habituales, confirma Iriarte.

Nadie sabe hasta dónde llega la alianza entre militares e islamistas. “Hay quien piensa que ahora se apoyan por el ‘sí’ a las reformas pero si en el futuro los ‘hermanos’ ganasen las elecciones, los generales darían un golpe de estado”, apunta Chaves.

También Jordania, que se lanzó a la calle poco después de Túnez, se hallo meses después “en plena contrarrevolución”, asegura Iriarte: “Varios líderes de las protestas con los que estuve en contacto han sido encarcelados y torturados. Ahora sólo quedan los Hermanos Musulmanes y la ultraizquierda. El rey Abdulá ha sabido dividir la oposición destituyendo a algunos altos cargos corruptos y reinstaurando las subvenciones a los productos básicos; mucha gente que protestaba por motivos económicos ha vuelto a casa”.

¿Siria sin mujeres?

Todo lo contrario ocurre en la vecina Siria. Es, junto a Túnez, el país árabe con menos corrientes islamistas, desde que Hafez Asad, padre del actual presidente, aplastó a la sublevación de los ‘hermanos’ en 1982. Ahora, el régimen sigue achacando a “terroristas” y “salafistas” las revueltas, cuando todos los testimonios sugieren que se trata únicamente de civiles. Entre los refugiados oriundos de la ciudad de Yisr Shugur, agrupados en campamentos a ambos lados de la frontera turco-siria, no se observaba un especial fervor islámico ni un discurso religioso.

Pero algunos vídeos, grabados anónimamente en las protestas, suscitan diversas preguntas: ¿por qué únicamente se ven hombres en las manifestaciones? Una mujer protesta en Yisr Shugur, SiriaSi en la plaza Tahrir, jóvenes de ambos sexos marchaban hombro con hombro ―y por primera vez desapareció el tan habitual acoso sexual, por primera vez ellas pudieron sentirse ciudadanas con pleno derecho a ocupar el espacio público― ¿por qué no ocurre lo mismo en Siria, con una sociedad mucho más laica, más igualitaria, donde las mujeres están mucho mejor integradas en la vida pública que en Egipto?

Hefiz Abdulrahman, opositor sirio exiliado en Turquía, señala que “en Tahrir no hubo tantos disparos. Aquí, el que sale a la calle a protestar se arriesga a morir. A las mujeres se les protege, por eso no participan”. Otro factor es que casi todas las protestas arrancan en la puerta de las mezquitas, no tanto por un fervor religioso sino porque, tras prohibirse las reuniones, es el único espacio al que los ciudadanos pueden acudir sin levantar sospechas. Y el rezo público es una tradición masculina, en el que pocas mujeres participan.

Aún así quedan detalles oscuros. Un vídeo grabado aparentemente en Yisr Shugur a inicios de junio muestra un grupo de mujeres, todas vestidas de negro, en una protesta; una de ellas toma el micrófono. Viste un ‘niqab’, el traje saudí que oculta todo el cuerpo menos los ojos, y que en el resto del mundo islámico sólo adoptan las corrientes más fundamentalistas.

Imágenes como ésta alimentan el temor de otros sectores de la sociedad ―cristianos, alawíes y drusos― a alinearse con las protestas y derribar el régimen de Asad, que hasta ahora ha garantizado los derechos de los ciudadanos no musulmanes. Incluso si la revolución no trae consigo una islamización del código civil ¿quién impedirá que la sociedad caiga en la misma onda religiosa que desde hace dos décadas yugula la liberación de las mujeres y el desarrollo de una cultura libre en Argelia o Egipto?

Independencias varias

También en Yemen se cita el factor religioso, aunque la sociedad yemení “es sobre todo tribal”, asegura Eva Chaves, buena conocedora del país. “Las facciones más diversas se han unido para derrocar al presidente Ali Abdulá Saleh ―en el poder desde 1978― en otro gran ejemplo de revolución pacífica, sorprendente en una población armada hasta los dientes”. Pero teme que “luego cada uno reivindicará sus intereses particulares. En el sur pedirán de nuevo la independencia. En la región de Saada en el norte, desde hace años sublevada, tal vez también”.

Opinión

El triunfal regreso del líder islamista tunecino Rachid Ghannouchi, exiliado durante décadas en Lóndres, suscita la duda: ¿será cierto que sólo las dictaduras protegían las sociedades árabes contra el islamismo? ¿O permitirá la revolución derrocar los esquemas rígidos del islam y abrir un debate sobre el papel de la religión?

En realidad, el papel dominante del islam es fruto de la decisión de los regímenes dictadoriales de fomentar la oposición religiosa para debilitar la marxista, fuerte hasta los años setenta. A eso se añade el flujo de dinero saudí hacia predicadores, escuelas, seminarios y cadenas satélite que llevan una década instilando una versión del islam radical nunca vista en las sociedades tradicionales, tanto árabes como inmigrantes en Europa. La disposición de políticos y pensadores europeos de aceptar esta secta wahabí moderna como representante del “islam” y discutir sus exigencias contribuye a fortalecerlo.

El renovado vigor de los Hermanos Musulmanes en Egipto es una herencia de la dictadura, que aplastaba todos los demás movimientos de la oposición, pero toleraba que los ‘hermanos’ se presentasen como candidatos independientes en las elecciones. La desaparición del régimen permitirá rebrotar en primer lugar a quienes durante décadas se perfilaron como oposición: los religiosos.

Pero a medio plazo, una libertad de expresión generalizada ―si llega― hará superflua la mezquita como aglutinadora de la oposición y permitirá discutir su papel, que en las últimas décadas ha ido ocupando un lugar cada vez mayor en la vida pública. Sólo una sociedad que no necesita la paz del templo para refugiarse de la opresión del césar, y que sea consciente de que el espacio público le pertenece al pueblo, no a los sicarios del régimen, podrá exigir la libertad de utilizar este espacio como Dios le da a entender… y no como interpreten los guardianes de la ortodoxia.

Tal vez sea cierto que Saleh quiera dejar el poder, tal y como promete, “pero no sabe a quién dejárselo: no hay líderes visibles”, añade la arabista, auque “todos los dictadores repiten que tras ellos vendría una guerra civil, es una manera de amedrentar y ahora toman Libia como ejemplo”.

Lo obvio es que “los islamistas han aprovechado este momento idóneo para subirse a la ola de la revolución y trabajan para hacerse después con el poder… aunque en Yemen puede costar distinguir al islamista del que no lo es”. Aquí, los códigos fundamentalistas importados del gran vecino del norte han reemplazado desde hace una década a la expresión más libre en el antiguo Yemen del Sur y el ‘niqab’ se ha vuelto casi universal.

Lo contrario ocurre en Marruecos, donde la punta de lanza del “movimiento 20 de febrero” son jóvenes como Zineb El Rhazoui, cofundadora del Movimiento Alternativo de Libertades Individuales (MALI), tajantemente laica. Aunque los islamistas se han alineado con la oposición, no parecen dominar el heterogéneo movimiento, en el que participan grupos de cultura bereber, feministas, intelectuales rebeldes, cineastas… En Marruecos, con un grado de libertad mucho mayor que el resto del mundo árabe, se descarta una revolución y nadie pide derrocar al rey Mohamed VI. Eso sí: 170 personalidades han firmado un manifiesto para pedir que el monarca “reine pero no gobierne” y convierta el país en una democracia al estilo de la española.

Mucho más difícil parece que la revolución haga pie en Argelia, donde la sangrienta guerra civil ha dejado profundas heridas y una desconfianza que impide a izquierdistas e islamistas a unirse contra un régimen que muchos argelinos aún ven como el salvador de la sociedad contra la teocracia, pese a que la religión se está imponiendo cada vez más en la vida pública.

Casi no hay país árabe que no tenga ya su revuelta: desde Mauritania hasta Sudán y Yibuti, desde Arabia Saudí y Omán ―donde el sultán emprendió reformas― hasta el Kurdistán iraquí han ardido barricadas y se han levantado campamentos protesta. Con todo, Túnez parece ser, de momento, el único país donde la revolución ya ha ensanchado realmente las libertades, algo que no se puede decir de Egipto. Pero también allí, “algo muy importante ha cambiado: la conciencia política. Hubo un ruptura de la barrera del miedo. Los resultados tardarán años en verse”, asegura Chaves. “La revolución continúa, a pesar de todo”.
·

¿Te ha interesado este reportaje?

Puedes colaborar con nuestros autores. Elige tu aportación