Crítica

Tocar hueso

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 5 minutos
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Boualem Sansal
El juramento de los bárbaros

Género: Novela.
Editorial: Alianza.
Páginas: 424.
ISBN: 978-84-206-5378-5.
Precio: 20 euros.
Año: 1999 (2011).
Idioma original: Francés.
Traductor: Wenceslao Carlos Lozano.
Título original: Le serment des barbares.

Desde Camus a Genet, la imagen de Argelia que muchos hemos tenido durante años procedía invariablemente de una mirada extranjera, importada, más allá de sus mejores o peores intenciones. Hacía falta que alguien nos contara el sufrido país magrebí desde sus entrañas, y esa perspectiva vino de la mano de la novela negrocriminal, ésa que tiene fama de explicar lo que sucede mejor que los periódicos.

El primero en abrirse paso en el mercado europeo fue Yasmina Khadra, cuyo comisario Brahim Llob es ya un clásico del género y de la literatura mediterránea. Ahora toca dar la bienvenida a ese club, con todos los honores, a Boualem Sansal.

Este autor ha desembarcado recientemente en España con su novela El juramento de los bárbaros, primera de una ya larga bibliografía, y con el aval de varios premios de postín. La historia comienza con Larbi, un policía entrado en años que casi ha olvidado la última vez que entró en acción, en el cementerio de Rouiba. Allí están siendo enterrados simultáneamente Si Moh, próspero hombre de negocios relacionado con sospechosos tejemanejes, supuestamente asesinado por los islamistas; y Abdallah Bakour, un pobre diablo solitario. El investigador tiene encomendado sólo el segundo caso, pero la coincidencia en el camposanto le hará relacionar ambas muertes tirando de un hilo que le llevará a las más sórdidas cloacas del sistema.

Hecha esta sinopsis, toca aviso a navegantes: en El juramento de los bárbaros cuesta entrar. No porque la trama empiece pronto a complicarse, sino porque Sansal empieza su relato empleando un lenguaje tan endiabladamente alambicado, atiborrado de expresiones coloquiales, guiños, claves,  metáforas y sobreentendidos, que no podemos evitar imaginarnos al traductor Wenceslao Carlos Lozano sudando tinta para adaptarlo al castellano de manera fluida. Expresiones como “las fuerzas del mal se habían conchabado con las mujeres a expensas de sus pitusos” o “hay hijos e hijos, y nosotros hemos nacido de un accidente sobrevenido a una cabra que confundimos con un cuervo”, pueden disuadir al público que no sea amante de las vanguardias.

Si a eso le añadimos que el lector común desconoce docenas de términos como aduar, wilaya, hurí o harka —y no se le facilitan notas al pie, quizás por estorbar la lectura, ni glosario al final—, podemos entender que muchos queden a mitad de camino. Sin embargo, en esta dificultad inicial reside uno de los grandes atractivos del libro: la certeza de que estamos no ante un texto precocinado para el consumo llamado occidental, sino de algo escrito por un argelino para los argelinos, mirándoles de frente y sin callarse una sola verdad. Sólo por ese valor genuino, ya merecería proseguir.

Quienes superen ese reparo inicial empezarán muy pronto a disfrutar de una prosa trepidante, en la que la peripecia de Larbi se entrevera de reflexiones para denunciar un paisaje de absoluta miseria moral. En la Argelia de El juramento de los bárbaros la corrupción es una metástasis imparable que devora personas e instituciones, a los pasivos parroquianos que vegetan en los cafetines de Argel como a los torvos mandos del ejército, a los fundamentalistas “hijos de la bomba y la parabólica” como a los hombres de empresa. Tras la larga noche del colonialismo, una guerra civil y un islamismo rampante, parece decirnos el autor, lo raro es que quede en la ciudad de los laureles piedra sobre piedra.

Los que, metidos ya en faena, alcancen la página 300, disfrutarán de un bonus adicional. Un capítulo dedicado a describir la Alcazaba cuyas 30 páginas escasas forman parte de lo mejor que he leído en mucho tiempo. La escritura de Sansal se aclara para recrear magistralmente la atmósfera de este auténtico territorio comanche, con párrafos que envidiaría un Saviano y pasajes de emocionante belleza, como el que dedica a especular sobre la influencia de Argel en Cervantes.

Se trata, en fin, de una novela rica y compleja, de vocación totalizadora, valiente hasta el heroísmo —el autor vive amenazado desde hace años, pero ha renunciado a emigrar— y pesimista hasta tocar hueso. Su escuela no es la de Hammet ni Chandler, sino la de Sciascia, de aquel Sciascia de El contexto que reflexionaba sobre “la sustancia, la modalidad y la arrogancia del poder, la degradación de la convivencia civil, la imposibilidad de la justicia. En una palabra: la crisis de civilización que hoy estamos viviendo”. Ahora que Europa se ha quedado sin grandes escritores políticos, ¿deberemos cruzar el Mediterráneo para buscarlos en la orilla vecina?