Estar solo no es estar desolado
Alejandro Luque
En el momento de hacer las maletas, Mandelstam lleva cinco años sin escribir poesía. Ha sido víctima de una feroz campaña de difamación, vetado en todos los medios y obligado a sobrevivir a duras penas con faenas de traductor. Es entonces cuando Armenia le acoge con los brazos abiertos, y la inspiración regresa como por arte de magia.
Las notas introductorias, a cargo de Helena Vidal, dedican no poco esfuerzo en responder a esta cuestión: ¿Qué encontró el poeta en aquella tierra extraña y remota? Puede que fuera su condición de encrucijada entre Oriente y Occidente, el límite del mundo judeo-cristiano; tal vez se dejara conquistar pronto por la nobleza y sencillez de ese pueblo «que vive a puro esfuerzo,/ que computa cada año como un siglo», según consigna en un poema; o por la sonoridad de aquella lengua «inasequible al desgaste», donde columbraba las genuinas raíces indoeuropeas. Armenia, su historia y su cultura, ejercerán sin duda sobre el autor un potente magnetismo, espolearán su curiosidad y dispararán su fantasía.
Yo me atrevería a barajar, no obstante, otra hipótesis: la posibilidad de que Mandelstam alcanzara a sentirse allí, bajo “el cielo miope” de Armenia, bien, simple y llanamente bien. Y dicho bienestar viene asociado de forma inseparable a la idea de libertad. Como bien apuntaba Muñoz Sanjuán en la introducción a Sobre la naturaleza de la palabra y otros ensayos (Árdora, 2005), «según van transcurriendo los días, Mandelstam estará más solo y a su vez más libre: nadie quiere lo que escribe, y así, él puede escribir lo que realmente desea».
Lejos de las intrigas moscovitas, fuera del alcance del aparato represivo soviético, el bardo se reencuentra con la Naturaleza y consigo mismo. Armenia será el viaje a la semilla que le reconcilie con su vocación de cantor, incluso aunque no volvieran a publicarle jamás.
Abanderado del acmeísmo, aquella corriente opuesta al simbolismo y defensora de un lenguaje limpio y claro, el sutil poeta que es Mandelstam se revela también en prosa, como cuando se refiere a la anchura «casi gubernamental» de los troncos, o habla de la separación como «la hermana pequeña de la muerte». Pero sobre todo lo es en verso, donde se alternan con frecuencia la pincelada esteticista y el escalofrío, siempre sobre una honda base moral: «Moscú son cerezos en flor y teléfonos/ y días marcados por las ejecuciones…».
Allí, en la capital, le esperaba el poder afilando sus cuchillos, reclutando a sus chivatos, haciendo inventario de sus infamias. Allí estaban aquellos tipos que se tomaban la poesía tan en serio, que no dudaban en pasar a sus artífices por las armas. Pero para Ósip ya no habría vuelta atrás. Es el problema de haber sido verdaderamente libre alguna vez: que resulta muy difícil regresar al rebaño por el propio pie.