Javier Cercas
«La identidad, como la religión, tiene que guardársela uno en casa»
Alejandro Luque
Después de novelar magistralmente las circunstancias que rodearon el golpe de Estado del 23-F en Anatomía de un instante, Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962) vuelve a ocuparse de los años de la Transición española en Las leyes de la frontera (Mondadori), pero esta vez desde una óptica muy diferente: el mundo de los quinquis, los delincuentes de poca monta que formaban parte del paisaje urbano de las capitales españolas de los 70.
Sentado en una cafetería frente al Guadalquivir, Cercas vuelve a revelarse como un autor que, más que ser entrevistado, prefiere entablar conversaciones con la prensa. Aunque su agenda sea muy apretada, el autor de éxitos como Soldados de Salamina o La velocidad de la luz se toma en serio cualquier cuestión que se ponga sobre la mesa, y medita con calma sus respuestas, como si él mismo quisiera descubrir algo de sus propias novelas en estas giras promocionales. De lo que no tiene ganas, a priori, es hablar de política, aunque al final resulta casi inevitable…
Después de mostrar el rostro del poder en Anatomía de un instante, da la sensación de que con Las leyes de la frontera quisiera irse al otro extremo, al de los desposeídos. ¿Era su intención?
No fue deliberado, pero a lo mejor quería irme al otro extremo de la sociedad y escribir sobre los que no tienen nada, sí… En todo caso, no suelo funcionar de una forma tan consciente. Escribo sobre lo que veo, lo que me interesa, lo que me intriga, lo que no entiendo.
Es curioso que el mundo de los quinquis inspirara mucho cine español, pero muy pocas novelas. ¿A qué cree que se debe?
El cine español se ocupó, en efecto, de ellos, pero fue un fenómeno muy efímero, de ocho o 9 años. En el fondo, estos chavales no fueron sino la variante de un mito universal, el del forajido, el bandido adolescente, Billy el Niño. El western nace de eso. Mientras que películas como Perros callejeros hicieron mucho dinero, tanto que creo que es la más taquillera de nuestra historia, es verdad que la literatura apenas les dedicó atención. En todo caso, como digo fueron muy pocos los años en los que se produjo toda una subcultura de música, libros, biografías o falsas memorias, películas… Y desde hace 30 años no ha habido nada.
¿Qué le hizo a usted asomarse a ese mundo?
Como en mis obras anteriores, mi propósito era ahondar en un mito de la sociedad española, como lo hice con la Guerra Civil o con el golpe de Tejero. Intento desmantelarlos no por nada, sino para ver qué hay dentro. Lo que hay es que desmitificar, no para quitarle importancia a nada, sino para tratar de ver qué pasó, qué había. En este caso, lo que hubo fue un montón de pobres chavales que, como cantaba Bob Dylan, no tenían nada que perder porque no tenían nada. Los mató su propio mito, el hecho de habérselo creído. Pero un mito es una suma de mentiras y verdades.
Ahora parece muy lejano, pero fueron un fenómeno muy real en los 70 y los 80…
La mentira de los mitos dice cosas de la sociedad que las crea. Estos chavales encarnaron los miedos y las frustraciones de una sociedad que cambiaba vertiginosamente, que estrenaba libertades y veía todo como lo veía entonces yo -un chaval de clase media, charnego como el protagonista de la novela-, con una mezcla de fascinación y de miedo.
¿Cree que en el fondo se les admiraba?
Sí, estaban por todas partes y llevaban una vida libre, hacían lo que les daba la gana, tenían dinero, coches, chicas… Lo que yo no recordaba bien, y me ha asombrado cuando me he puesto a investigar, es el grado de idealización al que se llegó. Para mucha gente eran como Robin Hood, como cantaban Los Chichos, aunque nada más lejos de la realidad.
Se sabe que los personajes, como en una tragedia clásica, van a acabar mal. Me pregunto si hay en su novela alguna intención de hacer un poco de justicia, porque los robagallinas siempre dan con sus huesos en la cárcel, mientras que los peores delincuentes, sospechamos, se van de rositas y siguen en sus despachos.
Acaban mal, sí, pero mentiría si dijera que es así. Ahora, que las cárceles están llenas de pobres desgraciados, y los grandes delincuentes están fuera, no es un espejismo ni una forma de populismo, es una cosa inapelable. Pero no ahora, siempre. La cárcel es para los pobres. No digo que no crea en la justicia, todo lo contrario, para mí las leyes son nuestra mejor garantía. Pero no me cabe duda de que cuanto más perfecta es una democracia, más sinvergüenzas de alto nivel hay en las cárceles, mientras que cuanto más imperfecta es, más pobres desgraciados llenan las celdas. En todo caso, creo que debería existir una asignatura obligatoria que permitiera a los estudiantes, a los jóvenes, visitar las cárceles, para que vean que quienes viven en ellas no son extraterrestres, sino gente como ellos. La primera vez quedé sobrecogido. Vi a una chica rumana de 18 años, llorando a lágrima viva porque entraba en prisión después de haber robado un bolso. Sin comentarios.
«Debería existir una asignatura obligatoria que permitiera a los estudiantes visitar las cárceles»
Y sobre esa idea, muy extendida, de que la heroína fue un modo de acabar con la lacra de la delincuencia, ¿qué opina?
Cuando vas a escribir sobre jóvenes en los años 70 en España, inevitablemente sabes que la droga va a ser uno de los protagonistas fundamentales. Es un tema subterráneo en la versión final del libro, pero todos los miembros de la basca de El Zarco acaban muertos por la violencia, la heroína o las consecuencias de heroína. No sólo le pasó a los chavales de arrabal, donde hubo una auténtica masacre, sino también en la clase media. Para mí, la heroína fue un auténtico agujero negro de la Transición. No sabemos, a día de hoy, cuánta gente murió a causa de eso. Los estudios más serios hablan de “genocidio”, de “holocausto involuntario”. Y claro, la reacción es buscar culpables y explicaciones razonables: el Estado quería eliminar a estos chavales, para pasar de una dictadura a la democracia se cargó a la juventud, que era (y es siempre) lo más peligroso que había. Los chavales son los que hacen las revoluciones, como se ha visto en la Primavera árabe, y en aquella época, tras el baby boom, había más chavales que nunca en España, jamás. Pero es una explicación falsa, too good to be true, como dicen los ingleses. Leopoldo María Panero, poeta loco, drogadicto y genial, dijo: “La heroína viene de algo mucho peor que el Estado, que es la mafia”. Yo añadiría que fue la imprevisión, el descuido, la ignorancia… Nadie sabía qué cojones era eso, ni la policía, ni las cárceles, ni nada. Pero que fuera una operación organizada por el Estado, es ridículo. Ahora, fue devastador. Y no se habló de eso. Una madre a la que se le han muerto tres chavales, desde luego, no tiene ganas de hablar de eso.
Unos años después, hay un retroceso de la heroína y cambia el escenario completamente. ¿Por eso la segunda parte de su libro está dedicada a los supervivientes?
No es un libro sobre la Transición, sino sobre cómo éramos, y en qué nos hemos convertido. Es un libro sobre los ganadores, los beneficiarios de la Transición. La España de la primera parte del libro es tercermundista, subdesarrollada, de un cutrerío espeluznante… Uno puede sentir nostalgia de su propia adolescencia, aunque yo no la siento; pero de lo que no puedes sentir nostalgia es de la España de los 70.
Sí, uno ve imágenes del Madrid de entonces, de las pasarelas sobre las vías y los barrios de la periferia, y parece Beirut después de un bombardeo…
Es que era sí. Un personaje dice que la ciudad se ha acabado convirtiendo en un sitio ridículamente satisfecho de sí mismo, autocomplaciente. Un país de nuevos ricos, como hemos sido hasta hace diez años, con toda la carga de estupidez y de tontería que ellos conlleva. Lo que no esperaba es que me saliera una historia de amor. Así son los libros: te llevas sorpresas mientras los escribes, y si no es así, malo. Una novela no puede ser un viaje en autobús de una parada a otra, sino una auténtica aventura.
Y desde su propia perspectiva de charnego, ¿cómo ha visto el cambio de la sociedad catalana? ¿Se sentía un elemento trasplantado?
En realidad es lo que cuenta el libro: al principio de la novela el chaval es distinto, un charnego privilegiado, como era yo, que comía y bebía e iba al colegio. Más allá de la frontera estaban los charnegos duros, radicales, sin privilegios. Y claro, yo era consciente de ser distinto.
¿Se refiere a una frontera física…?
La frontera física es también social, y es también una frontera moral. Había una frontera que separaba la ciudad de lo que estaba más allá, en este caso un río, pero podría ser cualquier otra cosa… Era lo desconocido, pero al mismo tiempo estaban separados los privilegiados de los excluidos. Y la frontera moral separaba el bien del mal. Más allá, las leyes eran de una manera, y más acá de otra. El protagonista acaba integrándose por completo en la sociedad catalana, y cuando se encuentra con el policía dicen: éramos dos charnegos en un lugar donde ya no existían los charnegos…
¿Ha dejado de emplearse esa expresión?
La palabra prácticamente ha desaparecido, en todo caso no se usa como algo despectivo. Por eso, en la sociedad catalana –y no quiero hablar de política, ¿eh?, porque estoy agotado-, apelar a las identidades es ridículo. La gente de mi generación que son de Hospitalet, que hablan castellano, etc, pueden ser perfectamente independentistas. Hay que hablar de otras cosas, por ejemplo de la realidad, de dinero…
Me da curiosidad eso, conjugar el hecho de que alguien como usted, que pertenece y no pertenece a la vez, es absorbido por esa sociedad y pasa a ser uno de sus motores.
Es que la identidad, como la religión, tiene que guardársela uno en casa. Mi identidad es una cosa muy compleja, como la tuya. Soy catalán, soy de Gerona. Y extremeño, y también de Ibahernando, mi pueblo. ¿Y eso es ser español? Pues claro, la inmensa mayoría de los españoles somos así, gente que ha emigrado de un lado para otro. ¿Y es ser catalán? También, porque la inmensa mayoría de catalanes viene de mil sitios. Así que la identidad guárdesela usted. Convertirla en un asunto político, que es lo que hace el nacionalismo, es muy peligroso. Lo ha sido siempre. Quien reduce su identidad a una banderita, es un cretino. Detesto las banderas, que están llenas de mierda y de sangre, como decía Flaubert. Y no entremos en más detalles, o voy a tener que dormir en el cuartelillo esta noche [risas].
De acuerdo, pero cuénteme algo de su convivencia con la lengua catalana, y si alguna vez se ha planteado escribir en catalán.
Es que la lengua nada tiene que ver con estas cosas. La lengua es maravillosa, y es de todos, incluido de los andaluces, aunque no la hablen. Hablo en catalán con mi mujer, y con mucha gente, y es mi lengua. Escribo en castellano porque me sale de las tripas, pero las lenguas no son culpables de nada. El catalán es fantástico, tiene una tradición formidable, pero hacer un uso político de las lenguas es inadmisible, como si fueran mamporros, garrotes: ¡zas, te doy con mi lengua! A esos tíos las lenguas les importan un pito. Un dogma del independentismo catalán era que, si Cataluña no era independiente, el catalán desaparecería. En cuanto la independencia parecía posible, Lara dijo que se iría con Planeta y han corrido a responder que no, que Cataluña será bilingüe. ¿Ah, ahora sí? Lo que les importa, más que el poder, es hacer sus negocios. No se equivoquen, esto no va de ser español o catalán, va de cómo hacer mejor mis negocios, sin que me trinquen.
Y para eso, no se duda en valerse de la visceralidad y las bajas pasiones del personal.
Esto lo hemos leído ya en los libros de Historia, toda la vida. Sacas la banderita y todos detrás. Eso es lo que he vivido estos días aquí en Cataluña. Antes mi sentimiento predominante era la preocupación, ahora es la vergüenza. Es lo que siento. Cuando las cosas vienen mal dadas, los ricos con los ricos, y los pobres que se jodan. ¿Y sabes lo que pasa con eso? Que el pobre va a seguir siendo pobre, pero tú vas a dejar de ser rico, gilipollas.
¿Qué papel cree que se está jugando desde el extremo opuesto?
Existe también el nacionalismo español. Quien dice que no existe, o no quiere verlo, o… E históricamente, es más peligroso que el catalán. Hay que suprimirlos todos, ganaríamos todos.
Para terminar, si se traducen sus libros a un país que esté como la España de entonces, ¿qué le gustaría transmitir a esos lectores?
No hace falta vivir en ningún sitio en concreto, no hace falta ser ballenero para leer Moby Dick. No es un libro generacional, podría haber ocurrido en cualquier sitio. La literatura consiste en convertir lo particular en universal. Lo que le ocurre a un hombre, le sucede a todos.