Crítica

Una revolución con mucha cara

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 5 minutos
sanchezteson-almamundo

Miguel Ángel Sánchez / Nuria Tesón
El alma del mundo

No deja de ser una paradoja que Caravaggio, maestro de la luz, haya pasado a la posteridad como pintor de las sombras. El milanés fue probablemente el primero, y sin duda el mejor, en ese intento de extraer la claridad de los rostros y de los cuerpos en un tiempo ahogado en tinieblas. Algo parecido pensamos ante los retratos del joven fotógrafo Miguel Ángel Sánchez, donde la claridad parece emanar siempre de las miradas, cuando no directamente del interior de sus modelos, de ese misterioso reducto que llamamos el alma.

Afincado en El Cairo desde hace un par de años junto a su compañera, la periodista Nuria Tesón, Sánchez se propuso abrir un estudio en la capital egipcia, por el que habrían de desfilar gentes de toda índole y extracción social, de intelectuales a artesanos, y de celebridades a anónimos buscavidas. El método a seguir era ganarse primero la confianza de unos y otros y, sólo entonces, exponerlos ante la cámara, sin los inconvenientes reparos que suelen suscitar las lentes y los ‘flashes’. En el curso de este proyecto estalló la Revolución Árabe, la plaza Tahrir fue el centro de las miradas de todo el mundo, y el archivo del artista madrileño cobró un nuevo sentido: los individuos retratados pasaban a ser, a golpe de actualidad, personajes en escena, actores del gran teatro de la Historia.

El volumen que finalmente ha visto la luz con el cuidado habitual de la casa Lunwerg reúne 80 piezas que muestran, de un modo a la vez panorámico y atento a los detalles, los contrastes de la sociedad egipcia actual. Y aunque el concepto tiene cierta vocación de inventario, la ambición en la prosa de Tesón, dotados de una carga lírica que sortea muy bien ternurismos y melindres, eleva el resultado final a la categoría de espléndida obra literaria y visual. La reportera, que bien podría haber sacado un reportaje de cada uno de los modelos, acierta al brindarnos textos subjetivos, fuertemente ligados a la experiencia personal y bien meditados, insertos en esa tradición de crónica naturalista de tanta raigambre en Egipto, que alcanzó su cima con el Nobel Mahfuz.

Repararán en que he eludido hablar de prosa “que acompaña a” las imágenes, porque pocas veces un libro de estas características guarda un equilibrio tan medido: las palabras acompañan a las fotografías en la misma medida en que éstas acompañan a aquéllas, de tal suerte que la mirada oscila de un lado a otro, sin que se advierta en ningún caso material de relleno. Podría haber sido un simple libro de retratos o una recopilación de textos, pero unos y otros salen ganando con la feliz reunión en este único volumen.

Somos muchos los que hemos viajado alguna vez a Egipto y hemos regresado con la frustrante sensación de haber visto desfilar ante nuestros ojos un montón de postales más o menos pintorescas. De la lectura de El alma del mundo, sin embargo, es imposible salir sin la certeza de habernos acercado a una parte de la verdad de ese país asombroso y terrible. Cada cual escogerá sus favoritos; personalmente, me quedo con la plasticidad de Kirolos Nagy, el activista, y el artista Ganzeer, que parecen fugados de un lienzo de Ribera o Zurbarán; con la mirada de la madre de Khaled Said (joven que se convirtió en un símbolo de resistencia tras ser asesinado por la policía en 2010), la conseguidora Marina y la de Merbat, la flor del desierto, por las que Rembrandt habría dado un meñique; con la sonrisa de dorada de Mamduh y los rostros contusos de los activistas y del periodista que fue víctima de una turba enfurecida.

Porque, a diferencia del conocido lema de los internautas Wu Ming –Esta revolución no tiene rostro-, la revolución egipcia ha tenido y tiene muchas caras: tantas como personas clamaron por derrocar una dictadura feroz, tantas como voces exigen ahora algo más que apaños cosméticos y satrapías encubiertas. Nos hemos habituado a ver en las noticias muchedumbres vociferantes, tiendas de campaña y masas en movimiento, pero casi nunca nos es permitida la contemplación pausada de esos rostros. El trabajo de Sánchez y Tesón nos permite hacerlo y comprobar, en fin, que el rostro de la revolución egipcia es sereno, hermoso e implacable.