Crítica

La escuela de la calle

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 4 minutos
Vilar-Bou

José Miguel Vilar-Bou
Diario de un músico callejero

La experiencia de este reseñista como músico ambulante se limita a dos lejanos días de agosto en una calle de Cracovia. Deambulaba al azar por dicha ciudad, cuando me detuve a oír a unos chavales polacos que maltrataban una partitura de Vicente Amigo. Al reconocerme como español me preguntaron si tocaba algún instrumento. Como no tenía nada mejor que hacer, accedí a ocupar el cajón flamenco. A pesar de ser un ‘amateur’, leí en sus rostros la felicidad que les hubiera dado fichar a Tino DiGeraldo o a Rubem Dantas.

Dos días después, al despedirnos, quisieron darme mi parte de la ganancia: no sólo la rehusé, sino que invité a todos a una ronda de cervezas. Era yo quien estaba agradecido por aprender cosas que, desde entonces, me impiden ver la figura del artista callejero bajo la misma óptica que antes. Había conocido el valor de la moneda que cae, el de la sonrisa fugaz, el de la escurridiza atención del público, y también, cómo no, la bofetada de la indiferencia.

Aquel recuerdo me ha llevado a las páginas de este Diario de un músico callejero, donde un periodista narra su peripecia como ‘artista di strada’ en Milán y otras ciudades italianas. Vilar-Bou, empleado de Amnistía Internacional en la carísima capital de la moda, tiene problemas para llegar a fin de mes y piensa que tal vez tocar su guitarra en la calle le reporte algunos ingresos extra. Pero, desde sus primeras tentativas, parece evidente que lo que el joven persigue es una ganancia de otra índole, una búsqueda de sensaciones genuinas e intensas.

Tocar en la calle, en efecto, tiene menos que ver con la mendicidad de lo que se piensa. Casi nos atreveríamos a decir que tampoco tiene tanto que ver con la música. Es otra cosa. Parece más bien un juego de encuentros y desencuentros, donde el objetivo es que la parte estática –el artista– y la parte dinámica –el transeúnte– alcancen un momento, que puede ser casi un relámpago, de comunión, simbólicamente materializado en una propina.

Vilar-Bou va explicando esas sensaciones, sazonando su relato con anécdotas simpáticas y dando de paso consejos a todos aquellos que quieran iniciarse en esta práctica, lo que convierte el diario en una suerte de guía práctica: ¿Es mejor usar como cepillo la funda de la guitarra, o pasar el sombrero? ¿Debemos poner billetes como cebo? ¿Qué lugares son los más propicios para instalarse? ¿Qué tipo de repertorio es el más efectivo? ¿Cómo reaccionar ante situaciones adversas, ya sea la visita de la policía o de espectadores indeseables? Y aunque el autor no lo señale expresamente, de la lectura de estas páginas se desprende otra conclusión clara: tocar en la calle no sirve para hacer turismo. No en el sentido general del término. En cualquier caso, se aprende mucho más de la condición humana que de las ciudades que se visitan.

Tampoco puede decirse que Diario de un músico callejero sea una obra redonda: a pesar del tono ligero dominante, se echa de menos un poco más de voluntad de estilo, y también de ambición periodística. El apéndice de esta edición, compuesto por entrevistas a cuatro músicos callejeros –dos estadounidenses y dos chilenos– se antoja el anticipo de una futura obra mayor. No obstante, al existir tan poca literatura sobre el tema en nuestro idioma las notas de Vilar-Bou tienen un valor añadido, y su mirada refleja bastante bien los avatares del oficio. Además, si la economía española sigue cayendo a este ritmo, va a haber muchos jóvenes, y no tan jóvenes, dispuestos a echarse la guitarra al hombro y lanzarse a los caminos: no estarán de más unos consejos para empezar.