Opinión

Kerry y el descaro

Uri Avnery
Uri Avnery
· 10 minutos

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Si te cruzas por casualidad con John Kerry en el aeropuerto de Ben Gurión en Tel Aviv, te preguntarás si es que viene o se va. Es muy posible que él mismo también se lo pregunte.

Desde hace muchas semanas está dedicando la mayor parte de su valioso tiempo a reunirse con Binyamin Netanyahu y con Mahmud Abbas, intenta juntar a los dos.

La oficina del primer minisro en Jerusalén no dista más de media hora en coche de la Muqataa, la residencia del presidente palestino en Ramalá. Pero lo que separa a las dos es más que la distancia entre la Tierra y Marte.

Kerry se ha propuesto juntarlos.. quizás en alguna parte del espacio interestelar. En la
Luna, por ejemplo.

¿Juntarlos para qué?

Ahí está la cosa. Parece ser que la idea es reunirse simplemente por reunirse.

Hemos observado este procedimiento desde hace muchos años ya. Un presidente estadounidense tras otro ha intentado juntar a los dos bandos. Una creencia norteamericana, arraigada en la tradición anglosajona, dicta que si dos personas razonables y decentes se reúnen para aclarar sus diferencias, todo se arreglará. Es casi automático: reunión – charla – acuerdo.

Una creencia norteamericana dicta que si dos personas se reúnen para hablar, todo se arreglará

Desafortunadamente, esto no funciona exactamente así en los conflictos entre naciones, conflictos que puede tener profundas raíces históricas. En las reuniones de dirigentes de este tipo de naciones, a menudo ambos sólo quieren arrojarse viejas acusaciones, con la finalidad de mostrar al mundo que el otro bando es totalmente odioso y despreciable.

Cualquiera de los dos bandos, incluso los dos, puede estar interesado en prolongar las reuniones para siempre. El mundo ve cómo los dirigentes se reúnen, el mediador y los fotógrafos trabajan duro, todos hablan sin parar de paz, paz, paz.

Me acuerdo de un caballero escandinavo llamado Gunnar Jarring. ¿Lo recuerdan? ¿No? No se preocupen: merece todo el olvido. Eran un diplomático sueco (y experto en lenguas túrquicas) bienintencionado al que Naciones Unidas pidió a principios de los años setenta que juntara a egipcios e israelíes para alcanzar un acuerdo de paz entre ambos países.

Jarring se tomó su misión histórica muy en serio. Iba y venía sin descanso entre El Cairo y Jerusalén. Su figura se convirtió en motivo de chistes en Israel y probablemente también en Egipto.

Los protagonistas en esa época eran Anwar Sadat y Golda Meir. Como publicamos en nuestra revista entonces, Sadat le encargó a Jarring transmitir un mensaje crucial: estaba dispuesto a hacer la paz con Israel a cambio de recuperar toda la península del Sinaí, conquistada por Israel en 1967. Golda rechazó la propuesta de plano. Desde luego, no hubo reunión.

Golda le grita a Sadat: «Haz el amor y no la guerra». Sadat la mira y responde: «Prefiero la guerra»

(Un chiste popular que circulaba en esos días cuenta cómo Golda y Sadat se miran mutuamente desde las dos orillas del Canal de Suez. Golda grita: «¡Haz el amor y no la guerra!» Sadat la contempla a través de los prismáticos y responde: «Prefiero la guerra».)

Todo el mundo sabe cómo acabó ese capítulo. Después de que Golda rechazara todo, Sadat atacó, ganó una inicial victoria de sorpresa y todo el mundo político empezó a moverse. A Golda la echaron del Gobierno y tras cuatro años de legislatura de Yitzhak Rabin, Menachem Begin llegó al poder y firmó la paz con Egipto en los mismos términos que Sadat había ofrecido antes de la guerra. Los 3.000 soldados israelíes y aproximadamente 10.000 egipcios que murieron en la guerra no vivieron para verlo.

Jarring, por cierto, murió en 2002, sin gallo que le cantara.

Kerry no es Jarring. En primer lugar porque no representa una organización internacional impotente sino la única superpotencia del mundo. Tiene en sus manos todo el poder de los Estados Unidos de América.

¿Lo tiene de verdad?

Esta es en realidad la pregunta más relevante, o incluso la única relevante en estos momentos.

Kerry necesitará mucho para alcanzar lo que tanto desea: la reunión – no una simple reunión sino La Reunión – entre Netanyahu y Abbás.

Parece fácil a primera vista. Netanyahu declara, con su sinceridad habitual, que quiere reunirse con Abbas. Es más, está ansioso por reunirse. Con el encanto refinado de un veterano presentador de televisión, que conoce el poder visual de las imágenes, ofrece incluso montar una tienda a medio camino entre Jerusalén y Ramalá (¿será en el tristemente célebre punto de control de Qalandia?) y sentarse allí con Abbas y Kerry hasta que se alcance un acuerdo completo respecto a todos los aspectos de este conflicto.

¿Quién podría resistirse a una oferta tan generosa? ¿Por qué demonios no salta Abbas y agarra la oportunidad con ambas manos?

Por una razón muy sencilla.

Iniciar nuevas negociaciones sería un triunfo político para Netanyahu: es todo lo que quiere

El simple hecho de iniciar nuevas negociaciones sería un triunfo político para Netanyahu. De hecho, es todo lo que quiere en realidad: la ceremonia, la grandilocuencia, los líderes dándose la mano, las sonrisas, los discursos llenos de buena voluntad y palabras de paz.

¿Y luego? Luego nada. Las negociaciones continuarán sin fin, durante meses, años, décadas. Todo esto ya lo hemos visto antes. Yitzhak Shamir, uno de los predecesores de Netanyahu, se jactó incluso de que él habría seguido negociando para siempre.

La ganancia para Netanyahu sería obvia e inmediata. Se le vería como el Hombre de la Paz. El gobierno actual, el más derechista y nacionalista jamás visto en Israel, se rehabilitaría. La gente en todo el mundo que piden el boicot a Israel en todos los ámbitos se quedarían desarmados y avergonzados. Se daría un respiro a la a la creciente alarma en Jerusalén respecto a la «deslegitimización» y el «aislamiento» de Israel.

¿Qué ganaría el bando palestino? Nada. No se pondría fin a la extensión de los asentamientos. Ni siquiera se liberarían los viejos prisioneros que llevan encarcelados más de 20 años (como los que fueron entregados a Hamás a cambio de recuperar al soldado Gilad Shalit). Lo sentimos, pero nada de «condiciones previas».

Hay un elefante en el medio del salón que según Netanyahu no existe y al que Kerry intenta no ver

Abbas pide que antes de empezar se declare la finalidad de las negociaciones: establecer un Estado de Palestina con fronteras «basadas en» las anteriores a 1967. El que no se incluyera esta declaración en los Acuerdos de Oslo de 1993 llevó a que este tratado acabase evaporándose. ¿Para qué cometer dos veces el mismo error?

Además, Abbas quiere poner un límite de tiempo a las negociaciones. Un año o así.

Netanyahu, desde luego, rechaza todo esto. Y por el momento, el pobre Kerry está intentado componer algo que pueda satisfacer al lobo mientras mantenga al cordero con vida. Por ejemplo, darle a Abbas garantías estadounidenses, sin garantías israelíes.

En todo este rifirrafe, se omite un hecho básico.

Es de nuevo el elefante. El elefante en medio del salón, que según Netanyahu no existe y al que Kerry intenta no ver: La ocupación.

Una negociación, se supone normalmente, debe llevarse entre iguales. En las caricaturas políticas, a Netanyahu y Abbas los dibujan igual de grandes. La idea norteamericana de dos personas razonables que lleguen a un acuerdo una vez que se pongan a hablar da por supuesto que se trata de dos adversarios más o menos de igual nivel.

Pero toda esa imagen es esencialmente falsa. Las «negociaciones» propuestas se llevarían a cabo entre una potencia de ocupación todopoderosa y un pueblo ocupado prácticamente desprovisto de todo poder. Entre el lobo y el cordero.

(Otra vez el viejo chiste israelí: ¿Es posible juntar un lobo y un cordero? Claro que se puede, siempre y cuando pongas cada día un nuevo cordero).

El ejército israelí opera a sus anchas en toda Cisjordania, incluyendo Ramalá. Si Netanyahu lo decide, Abbas despertará mañana por la mañana en una prisión israelí, junto a los ancianos que Netanyahu se niega a poner en libertad.

Como medida algo menos drástica, el Gobierno israelí puede cortar en cualquier momento, cuando lo desee, las transferencias de las grandes sumas de dinero provenientes de impuestos y aduanas que recauda en nombre de la Autoridad Palestina. Ya lo ha hecho varias veces antes. Esto llevaría a la Autoridad Palestina de inmediato al borde de la bancarrota.

Hay cientos de maneras, una más elaborada que la otra, en las que las autoridades ocupantes y el ejército de ocupación pueden hacerles la vida imposible a los palestinos, individualmente y a la comunidad en su conjunto.

La única oportunidad es que Barack Obama se enfrente al lobby proisraelí e imponga un plan de paz

¿Qué pueden hacer los palestinos para presionar al Gobierno israelí? Muy poco. Está la amenaza de la Tercera Intifada. Esto le preocupa al ejército, pero no le da miedo. La respuesta militar será más represión y más sangre derramada. Luego podría haber otra resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas, que eleve Palestina al nivel de miembro de pleno derecho de la organización mundial. Netanyahu se enfadaría mucho, pero el daño efectivo sería muy limitado.

Cualquier presión para empezar una negociación que merezca ese nombre y llegue a un acuerdo de paz en, digamos, un año, debe partir del presidente de los Estados Unidos de América.

Esto es algo tan obvio que no habría ni que explicarlo. Es la quintaesencia de todo el asunto.

Kerry puede traer dinero, mucho dinero, para sobornar a los palestinos o susurrarles al oído oscuras amenazas para asustarlos y hacer que se reúnan con Netanyahu en su tienda imaginaria… Pero no significará prácticamente nada.

La única oportunidad para lanzar negociaciones verdaderas es que Barack Obama dé su pleno respaldo a este esfuerzo, se enfrente al Congreso estadounidense y al inmensamente poderoso lobby proisraelí y dicte a ambas partes el plan de paz americano. Todos sabemos cómo debería ser este plan: una combinación de los esbozos de Bill Clinton y la iniciativa panárabe por la paz.

Si John Kerry no es capaz de imponer esa presión, sería mejor que ni lo intentara. Es realmente una impertinencia venir aquí y ponerse a mover las cosas si uno no tiene la capacidad de imponer una solución. Eso es tener mucha cara.

O como decimos en hebreo: tener mucha jutzpá.