Artes

Lorenzo Silva

Siete ciudades en África (2013)

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 13 minutos

LORENZO SILVA 21-07]

Puentes de papel

Para el común de sus lectores, Lorenzo Silva (Madrid, 1966) es el autor de la saga de novelas policiacas protagonizada por los guardias civiles Bevilacqua y Chamorro, que comenzó en 1988 con El lejano país de los estanques y ha continuado con títulos como El alquimista impaciente, La niebla y la doncella o La marca del meridiano, que le valió el premio Planeta en su última edición. Sin embargo, los más fieles conocen también su dimensión como ensayista, muy vinculada a su condición de viajero apasionado y curioso de la Historia.

A estos últimos, que disfrutaron con un libro como Del Rif al Yebala. Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos (2001) no les extrañará que lo nuevo de Silva no sea una novela ni un libro de cuentos, sino una invitación a visitar Siete ciudades en África. Historia del Marruecos español, que acaba de ver la luz bajo los auspicios de la Fundación Lara, y de cuyo contenido ofrecemos un suculento adelanto.

Ceuta, Larache, Tetuán, Xauen, Melilla, Nador y Alhucemas son las protagonistas de esta mirada retrospectiva a los años en que se produjo la última reunión de las siete, entre la segunda y la tercera década del siglo pasado, con la conquista y pacificación del Protectorado. Sin extemporáneas nostalgias colonialistas, pero con la convicción de que los lazos que unen a España con el norte de África siguen siendo más fuertes de lo que solemos creer, Silva, guiado por un claro afán desmitificador, trata de desvelar el modo en que estos enclaves jugaron en el devenir histórico de España –hasta el punto de ser determinantes en la forja de los dos bandos que se enfrentarían en la Guerra Civil– y cómo han pasado, en cambio, prácticamente desapercibidos para nuestra literatura y nuestro cine.

Al mismo tiempo, el escritor trata de señalar las luces del Protectorado, que también las hubo, destacando sobre todo su influencia en el urbanismo de estas ciudades. Para él, las siete “son muestras de cómo el temperamento español y europeo es capaz de coexistir de forma provechosa con el lado africano de su identidad. El mundo será un lugar más justo y digno de ser habitado el día que se pueda alzar ese puente (o perforar ese túnel) que hoy por hoy sigue sin unir ambas orillas del Estrecho”. De momento, a falta de puentes, bien está tender libros.

[Alejandro Luque]

Siete ciudades en África

 

Recientemente se cumplió el centenario del tratado por el que se establecía el Protectorado hispano-francés sobre Marruecos, celebrado el 27 de noviembre de 1912. En su virtud, se adjudicaba a Francia la administración del grueso del territorio hasta entonces gobernado por el sultán alauí. España, merced a una componenda entre franceses y británicos orientada a mantener el statu quo en el estrecho de Gibraltar, asumía la autoridad sobre la franja norte del país, compuesta por el Yebala (la región montañosa al norte del río Lucus) y el Rif (los territorios, no menos escarpados, comprendidos entre el río Muluya al este, el Uerga al sur, y el Lau al oeste). En general, el lote atribuido a España estaba formado por tierras ásperas y pobres, pobladas por tribus belicosas y nada dispuestas a aceptar la protección de nadie. Alguien llegó a concluir que, como resultado del acuerdo, los franceses se habían llevado el «Marruecos útil» (le Maroc utile) mientras que España debía contentarse con «el hueso del Yebala y el espinazo del Rif».

Sea como fuere, durante los cuarenta y cuatro años siguientes, hasta el 7 de abril de 1956 en que España reconoció formalmente la independencia de Marruecos (Francia lo había hecho un mes antes, el 2 de marzo de 1956), en los territorios situados a ambas orillas del estrecho de Gibraltar se izó la misma bandera. Cuatro décadas y media que no estuvieron exentas de vaivenes y percances.

Los primeros quince años fueron de guerra, entre las tropas de la potencia protectora y los rebeldes que luchaban a la vez contra ésta y contra el sultán al que Francia y España decían sostener en su trono (en la zona española, a través de un delegado, el Jalifa, con sede en Tetuán; en realidad, un títere como lo era el propio soberano). A partir de 1931, la bandera que ondeaba a la vez en África y Europa cambió de color en su franja inferior, que se tiñó del morado de la República, y de 1936 a 1939 la guerra fue en España, con intervención destacada de las tropas marroquíes. Los moros, como los llamaban enemigos y compañeros de armas, contribuyeron generosamente al triunfo del bando nacional y también al tributo de vidas necesario para alcanzarlo. Los últimos tres lustros fueron de paz, o más bien de posguerra, y de preludio a la independencia. En resumen, un periodo corto y convulso, pero que no por ello dejó de imprimir huella en miles de españoles, los que allí vivieron, nacieron o se criaron, y también, aunque quizá algo más somera, en las gentes y el territorio del Marruecos español.

Podría parecer, desde una perspectiva contemporánea, que esta situación que supuso el Protectorado español sobre el norte de Marruecos no pasó de representar un fenómeno fugaz, antinatural y en cierta medida anómalo. Pero lo cierto es que, si miramos con la perspectiva histórica que nos ofrecen los dos mil años de nuestra era, en el curso de esos dos milenios ha sido más el tiempo en que las tierras del sur europeo y el norte africano estuvieron reunidas bajo un mismo poder que el que pasaron separadas por los escasos quince kilómetros que median entre ambas. Si sumamos los cuatro siglos de Roma, con la prolongación de Bizancio, los dos de los visigodos, los varios que suman los periodos de hegemonía trasmediterránea de Omeyas, almorávides, almohades y benimerines, y el medio siglo del Protectorado, la unión duró más que la desunión. Y más allá de reinos e imperios, la cercanía de ambas orillas impone una permeabilidad continua, que marcan como hitos simbólicos las dos torres almohades de la Giralda sevillana y la Kotubia de Marrakech. La afinidad podría tener incluso raíces antropológicas más profundas, como sostenía el geógrafo Gonzalo de Reparaz, para quien el norte de África y la península Ibérica no eran sino los dos extremos de una sola cosa, la Berbería, preexistente a la romanización y subsistente tras ella, aunque los avatares históricos posteriores impusieran la división entre reinos musulmanes y cristianos. Entre los Pirineos y el Atlas, no sólo es posible apreciar una simetría de paisajes y numerosas coincidencias toponímicas, sino que, según afirman Reparaz y otros autores, habría existido siempre una identidad sustancial entre sus habitantes, lo que explicaría, entre otras cosas, la escasa resistencia ofrecida en el 711 a la invasión árabe (en realidad, mayoritariamente bereber). En todo caso, y ya se admitan o no estas teorías, el trasvase de gentes y culturas en ambas direcciones ha sido continuo y ha dejado sus huellas en unos y en otros.

Las fronteras se mueven, las ciudades, en cambio, permanecen. Los reyes, los emperadores y las repúblicas dibujan líneas en los mapas que los vientos de la Historia a menudo empujan en una dirección o en la contraria. Pero nada pueden contra las ciudades, que se quedan donde están, acumulando en sus calles y sus edificios el legado de todos los que pasaron por ellas y ayudaron a construirlas. Este libro está concebido a partir de siete ciudades porque en ellas queda el testimonio de la historia común: tanto de las luchas como de los esfuerzos, los afanes y los sueños compartidos. Son siete ciudades en África sobre las que en la actualidad recaen distintas soberanías: dos de ellas son hoy españolas y las otras cinco marroquíes. Dos de ellas se alzan en el interior y las otras cinco se asoman a la costa y miran al mar. Pero hay algo que todas tienen en común, y es que en su nacimiento o su desarrollo, cuando no en ambos, intervino de forma determinante el empeño de españoles que por una u otra razón, y en épocas diversas, cruzaron a África. Y ese impulso de los peninsulares, más el sustrato de los bereberes originarios, les ha impreso a las siete, hasta el momento presente, buena parte de su carácter, que es a la vez africano y europeo, magrebí y español, del sur y del norte, cristiano y musulmán.

No son las únicas. Aunque no formen parte de esta historia, porque el capricho de las potencias coloniales que en 1912 se repartieron el maltrecho Imperio Jerifiano las situó al otro lado de la raya que separaba la zona española de la francesa, no es ocioso anotar que las dos capitales de Marruecos (la histórica, Fez, y la presente, Rabat) se formaron con un aporte significativo de emigrantes forzados de la península Ibérica. Rabat no habría sido lo que fue, históricamente, sin el empuje crucial de los llamados hornacheros, los moriscos españoles, procedentes de Hornachos (Badajoz) que tras ser expulsados por Felipe III allí encontraron un refugio inexpugnable y la base ideal para dedicarse a la piratería. Bien organizados, y con la ayuda de pilotos holandeses, supieron hacerle pagar al rey católico, abordando los barcos que llevaban su pabellón, la afrenta que les hiciera al desalojarlos de la tierra en la que llevaban tantas generaciones asentados.

La costumbre de expulsar a las minorías, empero, no era exclusiva de los monarcas cristianos. También recurrieron al expediente, cuando les convino, los soberanos musulmanes de Córdoba, y de hecho fue uno de ellos, Al-Hakim I, el que en el siglo IX resolvió expulsar a los 60.000 herejes que seguían al piadoso alfaquí Yahía ben-Yahía. Algunos de ellos iniciaron una odisea mediterránea que los llevaría hasta Creta y Alejandría. Los demás cruzaron el estrecho y acabaron recalando en una ciudad que entonces nacía con el aporte de otros desterrados procedentes de Kairuán, en Túnez. Con el tiempo, esa ciudad sería Fez, la capital espiritual de Marruecos y sede tradicional del sultán. Todavía hay en Fez el-Bali (la antigua medina) un barrio llamado de los Andaluces, en recuerdo de esos españoles (que lo eran, además de musulmanes) que vinieron del norte para construirla.

Volviendo sin embargo a lo que nos incumbe, el Rif y el Yebala, en la empresa que dio comienzo en 1912 se pusieron en juego diversas concepciones de lo que debía ser para España la acción africana. Algunos la veían como una ocasión para el reverdecimiento de los sueños coloniales, y de los laureles de toda índole que a ellos se asociaban, abruptamente agostados en 1898 con la traumática pérdida de Cuba y Filipinas. Pero otros, en la estela del regeneracionismo de Joaquín Costa, veían en el proyecto del Protectorado la ocasión de saldar una deuda de gratitud, la que España tenía con la cultura islámica, y de responder a un compromiso de fraternidad, el que a su juicio los españoles debían sentir hacia los marroquíes, descendientes muchos ellos de españoles expulsados (tanto musulmanes como hebreos) y habitantes de un espacio geográfico al que la interposición de esa estrecha «calle de agua» no podía sustraerle su honda y esencial unidad.

De la conjunción y el conflicto entre esas dos mentalidades, y la firme reacción de los rifeños y yebalíes que vieron llegar a aquellos protectores a los que no habían llamado a ocuparse de sus asuntos, se nutre la historia que cuentan estas páginas y se nutrieron, también, las ciudades que hemos elegido para simbolizarla. Cierto es que podría imputarse a esta elección una cierta arbitrariedad: como señala Víctor Morales Lazcano, en la conformación de Marruecos siempre pesó más, ancestralmente, la fracción rural, el territorio o Bled en el que se asentaban las diversas kabilas o tribus. Las ciudades vendrían a ser creaciones en cierto modo postizas y poco representativas de la realidad marroquí. De hecho, buena parte de la historia del Imperio Jerifiano, y en particular casi todos sus altibajos, se explican a través de la dicotomía entre los llamados Bled el-Majzén (o territorio sometido a la autoridad del sultán y de su entramado palaciego, el Majzén o gobierno) y Bled es-Siba (o territorio insumiso, el ocupado por las tribus que rechazaban la autoridad del sultán y se negaban a satisfacerle sus tributos). Con los sultanes poderosos, el Bled es-Siba quedaba reducido a la mínima expresión. Con los débiles, como los que propiciaron la institución del Protectorado europeo, tendía por el contrario a expandirse.

Sin embargo, las ciudades, una vez fundadas, acaban convirtiéndose siempre en punto de referencia, en centro de irradiación cultural y económica y en objeto de deseo o disputa. Por eso, y porque cada una de las siete que articulan este libro puede tomarse como el eje de los acontecimientos que ocurrieron en su zona de influencia, tiene todo el sentido, además de las razones antes expuestas, otorgarles el protagonismo que las convierte en el hilo conductor del relato: Ceuta, Larache, Tetuán, Xauen, Melilla, Nador, Alhucemas. Cada una de ellas, aparte de su personalidad, tejió una historia particular a su alrededor. Recorrer las siete es recorrer, en buena medida, la aventura de España en Marruecos, con sus luces y sombras, sus glorias y miserias.

Ellas son el lugar. El tiempo, acaso el más duro y dramático: el primer tercio del siglo XX. Cuando sobre el Rif y el Yebala, marroquíes y españoles, esos dos pueblos forjados casi en el mismo yunque, volvieron a cruzar, violenta y apasionadamente, sus ligados destinos.

© Lorenzo Silva ·   Cedido a M’Sur por la Fundación José Manuel Lara