Opinión

Ultras como nosotros

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 5 minutos

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Mi vecino es un señor muy normal, que paga sus impuestos y consulta la quiniela los domingos, y que, como usted y como yo, está seriamente preocupado por el ascenso de la extrema derecha en Europa. Le han salido tres canas después de ver cómo hacían manitas Jean Marie LePen y el holandés Geert Wilders, y se eriza solo con pensar en esos armarios empotrados tatuados con esvásticas que encabezan las manifestaciones de Amanecer Dorado. También se preocupa, como usted y como yo, cada vez que los neonazis conquistan una columna del periódico local porque han reventado algún acto público, o la policía les ha requisado bates de béisbol y puños americanos.

Todo esto lo sé porque las paredes de nuestro bloque son muy delgadas, y mi vecino tiene la costumbre de manifestar sus opiniones a voz en cuello, muy a la española, a veces incluso increpando al telediario. Por ejemplo, apenas salta alguna noticia sobre inmigración, se lamenta de que Europa no puede acoger ya a más subsaharianos, ni a más rumanos, ni a más indios de la América Morena, y que si hay un puesto de trabajo vacante en nuestro país, debería ser sin discusión para un nacional.

«¡Ya no hay sitio para más gente!», exclamó ante el regreso de las cuchillas a la frontera de Melilla

No le he oído indignarse aún, al bueno de mi vecino, sobre el hecho de que la Comunidad Europea haya pospuesto su debate sobre esta materia hasta verano de 2014, mientras naufragaban pateras frente a la costa de Lampedusa. O que Francia, espejo de libertades del continente, haya dado un numerito como el de Leonarda, la chica deportada durante una excursión escolar, con un izquierdista en la presidencia para más inri.

Tampoco le oí estremecerse cuando, después de leer una información sobre los sirios que protestaban en una plaza de Ceuta para ser enviados a la península, atendió indiferente a la veintena de comentarios de pacíficos lectores que daban rienda suelta a su xenofobia reprimida. “¡Ya no hay sitio para más gente!”, es el único comentario que atravesó nuestras paredes de papel de fumar cuando contaron en televisión que volvían las cuchillas a la frontera de Melilla.

Nuestra indiscreta convivencia ha ido facilitándome la opinión de mi vecino acerca de la sentencia del Estrasburgo sobre la doctrina Parot, que acompañó con exabruptos antieuropeístas y confusos alegatos a favor de la cadena perpetua, pues la pena de muerte le parece como demodé. Amante del orden, como usted y como yo, califica de “comprensible” el endurecimiento de las medidas gubernamentales para evitar que las manifestaciones se salgan de madre, y aunque no se considera muy patriota, cree que las ofensas a España son sencillamente “intolerables”.

Lamenta que la sanidad y la educación estén amenazadas, pero «¿acaso hay para todo el mundo?»

Mi vecino, en fin, cree que ya va siendo hora de que venga alguien a poner firme el gallinero político que tenemos, pues todos sin excepción, desde los ministros a los sindicalistas, son unos sinvergüenzas que merecen, como poco, la cárcel. En materia de género, se muestra partidario de la igualdad entre hombres y mujeres, “siempre que éstas estén en su sitio”, y su actitud ante la violencia doméstica se reduce a aseverar que “estoy en contra, si bien hay muchas denuncias falsas”.  Lamenta que la educación y la sanidad públicas estén amenazadas, pero, “¿acaso hay para todo el mundo?”. Y así todo…

Este vivir pared con pared, con tan escaso aislamiento sonoro, ha acabado convenciéndome de que mi vecino pertenece a ese tipo de gente incapaz de relacionar a la extrema derecha francesa o a los skinheads de Amanecer Dorado con posiciones y actitudes que están a la orden del día en nuestra vida cotidiana. Un perfil de ciudadano de nuevo cuño: el ultra que no sabe que lo es, producto de –entre otras cosas– tres décadas de una pésima pedagogía democrática. La vida está llena de oportunidades para demostrar que uno no cojea de determinados pies: mi vecino las desaprovecha todas.

Anoche, leyendo un poco antes de irme a dormir, me topé con esta idea de Manuel Chaves Nogales recogida en su libro La agonía de Francia, sobre la llegada del nacionalsocialismo al país vecino: “Francia estaba intelectualmente gobernada por los nazis mucho antes de que las divisiones blindadas de Hitler ocupasen físicamente el territorio francés: democracia… libertad… parlamentarismo… Vanas palabras que descalificaban a quien osaba invocarlas».

Desde el otro lado del muro llegaba, como cada noche, el habitual concierto de ronquidos, porque a mi vecino no hay nada ni nadie que le quite el sueño.