Opinión

Elogio de la libertad de Félix

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 6 minutos

 

Fue el único escritor al que, a mis 22 años, escribí una carta – y tras su amable respuesta, varias más – sin conocerlo, o sin haber intercambiado más que las preguntas obligadas de una entrevista y algunas frases integradas en ese ambiente de amistad general entre gente de letras que acogía las entrevistas culturales en la Andalucía de los años noventa.

Andalucía, dejó dicho Félix, era la tierra donde más amigos tenía (siempre me ha parecido una especie de errata histórica que él no fuera andaluz sino extremeño, criado en La Mancha) y que si viniesen todos a Madrid, tendría que alquilar el barrio entero para alojarlos. Creo que la frase es de Elogio de la Libertad, porque casi todo lo que sé de Félix, o todo lo que me dejó marcado, es de este volumen de bolsillo en las que reunió, en 1984, un puñado de columnas publicadas en la prensa española en la década anterior.

El compromiso con la libertad de Félix Grande no era algo común

Más tarde pensé que si la lectura de estas columnas me impresionó tanto, era porque casualmente fue el libro que cayó en mis manos cuando iba ávido de conocer España y conocer el periodismo, y que lo que más me fascinara fuera quizás la época que reflejaba: el tránsito de un país aún acostumbrado a la dictadura hacia una nueva era («Es mi Constitución y la quiero»), con toda la ilusión, todas las ganas de edificar una sociedad distinta, toda la voluntad de vivir, día a día, la libertad.

Luego me di cuenta de que el compromiso con la libertad de Félix Grande no era algo común. Aprendí a observar, con cierta decepción, la ceguera del ojo izquierdo de tantos compañeros y colegas, entregados a la defensa de la democracia, las elecciones libres, los derechos humanos, las libertades cívicas, la igualdad de mujeres y hombres, y opuestas a todas las dictaduras, excepto si alguna se colocaba el letrero de «comunista». He conocido a quienes incluso eran capaces de defender una dictadura islamista, con tal de que pudiera etiquetarse como «enemigo del imperialismo»: esto no eran ganas de vivir la libertad sino de adherirse a un bando, para no tener que dudar de quiénes son los buenos y quiénes los malos.

Félix no era así: para él, la libertad era algo universal, innegociable, y una dictadura era una dictadura. Por supuesto yo no dudaría un segundo en describir a Félix como un hombre de izquierdas, de profundas convicciones izquierdistas, porque con esa palabra describimos en la España del fin de milenio a quienes creen en las libertades, la igualdad social, el reparto de la riqueza. No lo duden: Félix era profundamente anticapitalista. Lo que no era es pro dictadura de ninguna clase, tampoco la obrera.

Me enseñó que sí hay convicciones, causas irrenunciables, cauces para luchar sin venderse a ningún bando

He dicho fin de milenio en lugar de principio: hoy hay quien dice que ya no hay derecha ni izquierda. Lo triste es que quienes dicen eso, habitualmente no tienen nada para reemplazar estos términos, sólo un maremágnum de incertidumbres resumidas en la certeza de que toda política es un asco y un engaño. Y aunque es fácil encajar en esta categoría a la mayoría de los políticos, la conclusión es que no hay causa que valga ni cauces para defenderla. El resultado es una sociedad moldeable, pasiva, que puede protestar esporádicamente, pero no prevé un futuro distinto. No tiene ilusión.

Si yo nunca he perdido la mía, es precisamente porque a los 22 años, Félix Grande me enseñó a través de sus columnas que sí hay convicciones, causas irrenunciables, cauces para luchar sin venderse a ningún bando. Que la libertad no es cualquier cosa, y que jamás debe menospreciarse: miente quien dice que hoy, España es una dictadura. Porque no lo es. Lo sé, porque me he criado en una dictadura (de las suavecitas). Y no saber qué es la libertad y qué no, es el primer paso para perderla.

Félix fue para mi un maestro, sí. Breve, tal vez, lo que dura la lectura de un libro que uno lleva en el bolsillo en el autobús, pero imborrable. (No me dejaron la misma impresión sus poemas, sus relatos: cada uno elige qué quiere aprender de un maestro). Pero a través de estas pocas semanas de compañía – dos o tres encuentros posteriores, casuales, no añadieron tanto, sólo le pusieron cara, voz y sonrisa – me sentí ligado a él, casi familiar suyo: Félix tenía el hábito de meter al lector en su vida, sin llamar la atención, hablar de su abuelo, su padre, de su compañera – Paca Aguirre – y de su hija como si todos fuéramos amigos.

Nada que ver con el exhibicionismo de la prensa rosa: lo suyo era simplemente mostrarse como parte de la vida de quienes lo rodeaban y con quienes compartía amor. Creo que nunca coincidí con Lupe, pero tengo la sensación de que si nos cruzáramos alguna vez, sólo podría saludarla como se saluda a una prima de toda la vida.

Félix Grande (Mérida, 1937) murió hoy, según me dicen de un cáncer breve. Estoy seguro de que antes de que den sus cenizas al viento, le cantarán flamenco, como se lo cantaron a Enrique Morente: Félix dejó la guitarra por la máquina de escribir, pero nunca ha dejado de vivir esta canción protesta, la llamaba así, de un pueblo surgido de eternas posguerras, siempre humilde, pero siempre buscando la libertad.
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© Ilya U. Topper | Especial para MSur

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