Opinión

Una coalición opositora

Uri Avnery
Uri Avnery
· 9 minutos

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Algo muy importante ha ocurrido esta semana, en el lugar donde menos se podía esperar que algo así ocurriese: la Knesset.

Había tres leyes en el orden del día, a cada cual peor.

Una de ellas trataba sobre la ‘‘gobernación’’. Su principal disposición es elevar el ‘‘umbral electoral’’ – es decir, el mínimo de votos que una lista electoral necesita para entrar a formar parte de la Knesset – del 2% al 3,25%. La intención obvia es expulsar a las tres listas que derivan sus votos del sector árabe, y que rondan estos porcentajes de votos.

La segunda trataba sobre ‘‘compartir la responsabilidad equitativamente’’. Esta tiene el objetivo confeso de obligar a miles de jóvenes ortodoxos a servir en el ejército, servicio del que actualmente están exentos. En la práctica, esta ley nueva los exime otros cuatro años. Los israelíes llaman a esto el ‘‘Israfarol’’.

La oposición se compone de partidos, que no suelen cooperar: sionistas de izquierda, religiosos, árabes

La tercera trata sobre la paz, o la ausencia de esta. Esta ley dice que cualquier acuerdo que implique el abandono de territorio actualmente controlado por Israel tendría que aprobarse con un referéndum. Hasta ahora, los referéndums se desconocen en Israel. Esta ley se aplicaría a todos los cambios territoriales, sin importar lo pequeños que sean.

¿Qué conexión existe entre estos tres proyectos de ley? Absolutamente ninguna, excepto que están impresos en papel. Sin embargo, cada uno de ellos los desaprueba, como mínimo, uno de los seis grupos, lo que podría hacer imposible su entrada en vigor.

Para que se aprueben todas, la coalición de gobierno ha impuesto una medida draconiana a sus miembros: tienen que votar las tres a la vez, una después de otra.

Esto no había ocurrido antes. Es un síntoma más de la astuta crueldad de la derecha, que es el sello de esta Knesset.

En defensa propia, los partidos de la oposición han hecho algo que tampoco tiene precedentes en Israel: han declarado un boicot al pleno de la Knesset. Ni un solo miembro de la oposición acudió al pleno en el que se debatieron y votaron estos proyectos de ley. Organizaron un ‘‘pleno alternativo’’, en el que mantuvieron un debate agitado.

La oposición se compone de elementos diversos, que por lo general no suelen cooperar:

Están los partidos sionistas de izquierdas: el Partido Laborista y el Meretz.

Están los dos grupos religiosos-ortodoxos: el grupo de los Judíos de la Tora (que consiste en dos partidos independientes), y el partido ortodoxo oriental, el Shas.

Y están los tres partidos ‘‘árabes’’: el partido nacionalista Balad, el partido islámico moderado, y el partido comunista, que tiene también un pequeño componente judío.

Todos estos diversos grupos políticos se han unido para expresar su indignación ante las medidas dictatoriales de la derecha. El boicot sin precedentes que le han hecho a la Knesset enfatiza la seriedad de la crisis parlamentaria, aunque no impidió que se aprobaran las leyes.

En 1977, los partidos religiosos se unieron a la nueva coalición de derechas en un giro histórico radical

Sin embargo, el entusiasmo de los medios por esta crisis ocultó un aspecto mucho más serio, que puede tener un impacto fundamental en el futuro de Israel.

Las tres cadenas de televisión israelíes solo dedicaron unos pocos minutos a lo que estaba sucediendo en el pleno de la Knesset, y se concentraron en acontecimientos mucho más interesantes que tenían lugar en el pleno de la oposición.

Por ejemplo, mostraron al líder del Shas, Ariyeh Deri, alineándose con un importante diputado laborista. Esto fue más que un gesto fraternal. Fue una declaración política.

Desde el primer día del nacimiento del Estado de Israel, durante 29 años consecutivos, el Partido Laborista gobernó el país, cooperando estrechamente con los partidos religiosos-judíos (antes de esto, esta misma coalición había ‘‘gobernado’’ la comunidad judía en Palestina desde 1933).

El histórico giro radical de 1977, que llevó al Likud al poder, ocurrió cuando los partidos religiosos dieron la espalda al Partido Laborista, y se unieron a la nueva coalición de derechas de Menachem Begin. Esto fue algo más que una maniobra política. Fue un movimiento tectónico que cambió el panorama de Israel.

Desde entonces, la coalición de la derecha y los partidos religiosos ha gobernado Israel (con la excepción de algunos intervalos cortos). Esto parecía inquebrantable, y condenó a Israel a un oscuro futuro de apartheid, ocupación y asentamientos.

También parecía natural. La religión judía afirma que Dios, en persona, prometió a los israelitas toda la tierra sagrada. Las escuelas religiosas enseñan una perspectiva totalmente judeocéntrica, que ignora los derechos de los demás. Los frutos de esa educación parecen ser los aliados naturales de la ideología (‘‘acaparar todo Eretz Israel’’) del Likud.

Los sucesos de esta semana demuestran que no tiene por qué ser necesariamente así. Los ortodoxos antisionistas pueden estrechar la mano con los sionistas laicos y – increíblemente – también con los árabes.

Estos sucesos sacaron a relucir el distanciamiento fundamental que hay entre los ortodoxos, cuyo judaísmo es la antigua religión de los shtetl, y los sionistas ‘‘nacionalistas-religiosos’’, cuyo judaísmo es una mezcla tribal de sangre y tierra. Para los ortodoxos, el judaísmo no es el enemigo de la paz. Al contrario, el shalom y el buen trato a los extranjeros son mandamientos de Dios.

Si este idilio triangular de árabes, ortodoxos y laicos resiste, puede que se convierta en el predecesor de un nuevo giro radical, el final de la era que empezó en 1977.

Para entender lo que está sucediendo, se tiene que comprender la importancia del Entendimiento: ser capaces de entender a los demás.

Los ultraortodoxos necesitan tener bajo absoluto control a sus hijos e hijas desde que nacen hasta la muerte

La comunidad ortodoxa es un sector independiente de Israel, al igual que el sector árabe, y quizás más independiente todavía. Son muy diferentes de los israelíes convencionales en casi todo: la perspectiva cultural, la orientación histórica, el idioma (muchos hablan yídish), la vestimenta e incluso el lenguaje corporal. Son bastante parecidos a los amish de Estados Unidos, solo que los ortodoxos constituyen alrededor de un 15% de la población.

Su aversión por el ejército o por toda la ideología sionista no son las causas de la crisis actual. Va mucho más allá. Su objetivo principal es la supervivencia en un mundo cada vez más hostil. Necesitan tener bajo absoluto control a sus hijos e hijas desde su nacimiento hasta la muerte, y no les dejan entrar en contacto con los no-ortodoxos en ninguna etapa de sus vidas. Por eso no les permiten ir a colegios corrientes, unirse al ejército, trabajar en puestos de trabajo corrientes o vivir en barrios laicos. No pueden comer en compañía de no-ortodoxos, ni (¡¡¡Dios no lo quiera!!!) relacionarse con miembros laicos del sexo opuesto. Su receta para la supervivencia es el aislamiento total.

Los israelíes de derechas, con su perspectiva egocéntrica e inamovible, son bastante incapaces de entender esto, tan incapaces como son de entender la opinión de los ciudadanos árabes. ¡Qué diablos! ¿Por qué una madre judía-israelí tiene que pasar noches en vela preocupada por su hijo soldado, mientras estos flojos disfrutan de la vida?

Para un chico ortodoxo, evidentemente, es impensable dejar de estudiar el talmud, tanto como lo es para un chico árabe disparar a sus hermanos palestinos.

Los jefes del ejército, por cierto, tampoco los quieren. Tiemblan ante la idea de entrenar y armar a jóvenes árabes, con la excepción de unos pocos mercenarios drusos y beduinos. Tiemblan ante la idea de incorporar a miles de ortodoxos que necesitarían campamentos independientes para no entrar en contacto, incluido el visual, con chicas. Por no hablar de la necesidad de sinagogas, baños rituales, comida especial (kosher), y sus propios rabinos, que podrían revocar cualquier orden que diera un oficial corriente.

¿Puede darse un cambio fundamental, renovarse la antigua alianza entre la izquierda y los ortodoxos?

Sin embargo, ningún oficial del ejército dirá esto abiertamente. La antigua filosofía sionista lo prohíbe. Nuestro ejército es un ejército de ciudadanos, todo el mundo sirve en él sin discriminación; la igualdad en la defensa de la patria es sagrada.

A causa de esto, durante décadas se han llevado a cabo complicados trucos legales de autoengaño. Ahora el país tiene que afrontarlos.

En mi opinión, deberíamos afrontar la realidad: los ortodoxos (y los ciudadanos árabes) son minorías especiales, que necesitan un estatus especial. Se debería legalizar la situación actual, sin trucos ni ardides. Se debería eximir oficialmente a los ortodoxos (y a los árabes). Quizás nuestro ejército debería seguir ejemplos de Occidente y volverse un ejército totalmente voluntario y profesional.

Pero este es un punto al margen. La cuestión principal es esta:

¿Puede renovarse la antigua alianza entre la izquierda y los ortodoxos?

¿Puede producirse un cambio fundamental en la distribución de las fuerzas políticas?

¿Pueden la coalición de la derecha y la campaña mesiánica, ‘‘nacionalista-religiosa’’, convertirse otra vez en minorías políticas?

¿Puede una coalición opositora de la izquierda y los ortodoxos (sí, ciudadanos árabes incluidos) llegar al poder?

No es imposible, aunque se tiene que ser un optimista para creer en ello.

Sin embargo, hay que ser optimista para creer en algo bueno.