Reportaje

Los que pagan las balas

Nico Lupo
Nico Lupo
· 12 minutos
Niños en la entrada del barrio de Bab Tabbaneh, Trípoli, Líbano (2013) | © Laura Varo
Niños en la entrada del barrio de Bab Tabbaneh, Trípoli, Líbano (2013) | © Laura Varo

Trípoli | Marzo 2014

“La verdad es que no tengo expectativas de encontrar trabajo”. Mohamed, un joven que no llega a la veintena, cobra una pequeña cantidad cuando un vecino le pide ayuda para su tienda de teléfonos. Cuando no, Mohammed mata el tiempo con cafés, cigarrillos, paseos interminables y, cuando toca, unos disparos con el kalashnikov.

Mientras bebe su café a sorbos, fija su mirada del otro lado de la avenida Siria, que separa Bab Tebbaneh, su vecindario de Trípoli, de la colina donde se ubica el barrio de Mohsen. El lado enemigo. De repente, una veintena de hombres se reúnen en los alrededores de la tienda de teléfono. Se agitan nerviosos ante la presencia de dos personas que mueven bloques de cemento de un edificio derruido en la ladera de la colina.

En medio, un puñado de soldados del ejército libanés, destinado a separar a los dos bandos, vigila sin saber qué hacer. Al final piden a los vecinos de Mohsen que dejen los bloques y se vayan: en Tebbaneh temen que en lugar de simplemente trasladar escombros, lo que intentan es construir una barricada.

La tensión entre los barrios de Bab Tebbaneh y Mohsen es tan alta que cualquier movimiento fuera de lo común resulta sospechoso

La tensión permanente entre los dos barrios de Trípoli es tan alta que cualquier movimiento fuera de lo común resulta sospechoso. Desde hace tres años, en concreto desde el inicio del conflicto sirio, los barrios de Mohsen y Bab Tebbaneh se enfrentan de manera intermitente pero sin descanso. Ya cuentan la vigésima ronda de combates desde verano de 2011, la fecha en la que Siria estallaba en abierta guerra civil y la chispa saltó a Líbano.

En las calles de Mohsen no es extraño ver fotos de Bashar Asad en los muros. Los habitantes son de confesión alauí, al igual que los clanes que controlan el poder en Damasco. A los pies de la colina, en la explanada situada al otro lado de la avenida Siria, el barrio de Bab Tebbaneh alberga a la comunidad musulmana suní. De los balcones cuelgan banderas sirias con la franja inferior verde en lugar de roja, la enseña que identifica a la oposición siria, a los rebeldes que combaten contra Asad.

Contacto entre los barrios

No son compartimentes estancos: los lazos económicos y sociales entre los dos barrios siempre han sido importantes y hay muchas familias mixtas. Pero en los últimos tres años, cada vez más, los disparos han reemplazado las charlas entre vecinos.

Los enfrentamientos a veces sólo duran horas, otras se alargan durante días. En noviembre pasado, el gobierno dictó una orden especial, inédita desde el fin de la guerra libanesa en 1990, que otorga amplios poderes al Ejército para desplegarse en Trípoli durante seis meses y detener a los combatientes. Pero algunos de entre quienes aprobaron el decreto son precisamente quienes pagan las balas de los milicianos en ambos barrios. La comunión entre combatientes y líderes políticos se adivina en las calles de Tebbaneh: aquí cuelgan pancartas y pósteres con las imágenes de ‘mártires’, los jóvenes fallecidos en combate, justo al lado de las fotos de políticos locales con traje y corbata.

El gobierno ha dictado una orden especial, inédita desde la guerra civil, que otorga poderes al Ejército para desplegarse en Trípoli

Alguien paga, eso es obvio. Sólo así se entiende que los residentes de los barrios puedan portar modernos fusiles, costear las miles de balas que usan a diario y tener munición para los lanzadores de morteros en cada ronda de enfrentamientos. Los precios de los kalashnikov empiezan a partir de 1.400 dólares y los rifles de francotiradores cuestan alrededor de 9.000 dólares. 250 dólares es el coste inicial de las granadas más sencillas y los milicianos deben desembolsar al menos 2.000 dólares para conseguir un bazoka pero sin carga. En Tebbaneh, tres de cada cuatro familias sobreviven con menos de 500 dólares al mes.

Mouin Merhebi, diputado del partido Futuro, una formación respaldada por Estados Unidos, portavoz de la comunidad suní libanesa y alineada con los rebeldes sirios, no oculta su convicción de que es necesario invertir dinero en las milicias suníes para “proteger a la ciudad”. Y defiende que Najib Mikati, el exprimer ministro y hombre más rico del país, financie los combates. Según Merhebi, quien provoca los enfrentamientos es Hizbulá, el partido-milicia de base chií que ahora combate a favor de Asad en Siria y se ha convertido, así, en aliado del colectivo alauí.

En el Parlamento, Hizbulá y Futuro son los dos partidos antagonistas y encabezan los dos grandes bloques que agrupan a la mayoría de los partidos políticos: la Alianza 8 de Marzo, bajo el liderazgo de Hizbulá, se sitúa en la órbita de Siria e Irán, mientras que la Alianza 14 de Marzo, en torno a Futuro, está bajo la égide de Estados Unidos. No sólo están radicalmente opuestos respecto al conflicto sirio; tampoco se ponen de acuerdo ni para formar gobierno, ni para celebrar elecciones legislativas.

El voto cristiano está dividido: si bien el mayor partido en las circunscripciones cristianas es el Movimiento Patriótico del general Michel Aoun, laico y aliado ahora a Hizbulá, los partidos-milicia cristianos más importantes de la guerra civil, las Fuerzas Libanesas de Samir Geagea y las Falanges (Kataeb) de la familia Gemayel, hacen causa común con los suníes de Futuro.

Hizbulá es el único partido que tiene una milicia oficial, pero numerosas comunidades mantienen a grupos armados menores

De momento, Hizbulá es el único partido que mantiene una milicia oficial: todos los demás partidos se desarmaron en 1991 tras los acuerdos de paz de Taif. Pero en realidad, numerosas comunidades mantienen a grupos armados menores. En 2008 hubo incluso tiroteos en Beirut entre Hizbulá por un lado y milicias suníes y drusas por otro. Un año antes, el ejército libanés había aniquilado una misteriosa y muy bien armada guerrilla religiosa suní en el campamento palestino de Nahr el Bared, cerca de Trípoli. Aunque nunca se demostró, se rumoreó que políticos suníes y cristianos del ámbito de Futuro habían financiado el grupo para oponer un frente a Hizbulá.

“Para existir, los políticos tripolitanos necesitan tener influencia sobre un grupo de combatientes”, dice el periodista tripolitano Nahla Chahal, redactor del diario As-Safir, “ya que si no la tienen no pueden estar presentes en las reuniones para negociar cuando hay enfrentamientos y así poder imponer sus condiciones”. Curiosamente, los combates suelen recrudecerse precisamente cuando se discute una cuestión política de importancia, como puede ser la aprobación de alguna ley o la elección de cargos gubernamentales.

Un círculo vicioso

Otras veces, asegura Chahal, son las propias milicias las que desencadenan los choques para llamar la atención de los políticos y así recibir dinero. El sistema ya se ha convertido en un círculo vicioso. Pero el conflicto no solo ha empeorado la relación entre los dos barrios y alimentado a los grupos más fanáticos, sino que ha hundido un poco más la situación económica de los vecinos. Excepto de los que mueven las armas, claro.

“Un taxista puede ganar unos 15 dólares al día y hay que descontar los gastos como gasolina, ¡cómo quieres que alimente a su familia!” se queja Ahmad mientras bebe café en una improvisada terraza en Tebbaneh. Este joven creció en el barrio pero emigró ante la falta de expectativas. Ahora trabaja como maquillador en una empresa audiovisual en Dubai y, a pesar de las dificultades, también es crítico con sus antiguos vecinos. “Te voy a decir a qué se dedica la gente aquí: dispara, duerme, come, y vuelve a disparar”.

Los combates están hundiendo la economía de todo Trípoli, la segunda mayor ciudad de Líbano, de 250.000 habitantes

Los combates están hundiendo la economía de todo Trípoli, la segunda mayor ciudad de Líbano – 200.000 habitantes el núcleo urbano, medio millón en la zona metropolitana–, situada a 80 kilómetros al norte de Beirut. “Nunca he visto una situación peor que está” explica Tarek, propietario de una pastelería. “Incluso durante la guerra estábamos mejor. No hay ni un turista que venga a la ciudad y tampoco la gente de la capital viene a pasar el día como hacían antes”. Una ciudad que Chahal califica como una de las más catastróficas de la cuenca mediterránea.

Pero Tebbaneh y Mohsen, hermanos enemigos, son los dos barrios más pobres de la ciudad, con los niveles más bajos de educación y menor acceso a agua potable o sanidad, según se desprende de un estudio de Naciones Unidas publicado hace poco más de un año. Alrededor de tres cuartas partes de las familias de Tebbaneh y Mohsen son pobre y casi la mitad viven bajo el umbral de la pobreza extrema, ya que sobreviven con menos de 333 dólares al mes por cada hogar. Más del 80% de las familias no tiene seguro médico, dos de cada tres no pueden cubrir sus necesidades básicas y apenas un 4% de los hogares tiene acceso a agua potable.

Mohammad dice que no tiene mucho que hacer durante el día. No tiene estudios ya que dejó la escuela, y no es una excepción. Tebbaneh tiene una de las tasas de abandono escolar prematuro más altas del país -el 16%- y tanto este barrio como Mohsen tienen la tasa de analfabetismo más alta de Líbano: un 13% entre los mayores de 10 años, una cifra casi cinco puntos superior a la media nacional. Tan sólo el 1% de sus habitantes han pisado alguna vez la universidad.

El remedio lo ponen diversas ONGs con centros de estudios alternativos, pero también con asistencia sanitaria o ayudas de primera necesidad como alimentos y ropa. Mano a Mano es una de ellas. Tiene un centro escolar situado en plena avenida Siria. Como la mayoría de edificios a lo largo de la ‘línea de frente’, la fachada del centro presenta decenas de agujeros provocados por las balas. Durante los combates se colocan placas metálicas en las ventanas. Pero cada tarde acuden 300 niños y jóvenes entre 7 y 20 años que no quieren engrosar las nefastas estadísticas educativas.

La pobreza y el analfabetismo son motores que mantiene en marcha el ciclo de la violencia

“Asumimos que la mayoría de padres envían a sus hijos aquí para recibir la ayuda paralela que ofrecemos”, admite Amal Masri, jefa de estudios del centro Mano a Mano, mientras enseña el cuarto donde se acumula conjuntos de ropa que se distribuirán a los niños, “pero así podemos empujarles a que continúen sus estudios”. La ONG ofrece a los niños una ración diaria de comida y entrega una ayuda económica y alimentos a los padres.

La pobreza es precisamente uno de los motores que mantiene en marcha el ciclo de violencia. “La verdad es que sí” dice Mohammed, todavía delante de la tienda de teléfonos de su amigo, sorbiendo su undécimo café del día: “Si tuviese un trabajo y Tebbaneh estuviese en las condiciones apropiadas, creo que me opondría al conflicto”. Pero la falta de perspectivas hace que muchos jóvenes como él aceptan empuñar un fusil para al menos formar parte de algo.

Eso cree Chadi Nehabi, miembro de Utopía, una ONG local que el verano pasado organizaba la reconstrucción de una mezquita de Trípoli afectada por un atentado. “La realidad es que si no hubiese pobreza, sería mucho más difícil incitar a la gente a que combate”.

Un conflicto que afecta a todos

Ahora, los enfrentamientos han añadido una capa de temor a la simple pobreza. “Quizás lo más importante es que los chicos pueden respirar, gritar, cantar, reír sin preocuparse” continúa Masri, durante su ronda por las clases. “Hay casos de familias numerosas en las que el padre está ausente, no hay dinero, apenas tiene que comer o incluso sufren abusos”. Y a ello se suma convivir con la violencia. “No creo que haya un niño que no tenga un familiar o un conocido que participe en los enfrentamientos”.

Antes, la población de los dos barrios era mixta, pero ahora muchos vecinos suníes han abandonado Mohsen, y viceversa

A veces los tienen en ambos lados. Porque antes, los dos barrios no eran exclusivos de una u otra confesión. Pero ahora, muchos vecinos suníes han tenido que abandonar Mohsen y viceversa. Los vínculos personales se han resentido. Julud, directora de un centro escolar situado en la calle Siria, ya no puede visitar Mohsen con tranquilidad y tiene que encontrarse con sus amigas alauíes en zonas alejadas para evitar problemas.

Es muy fácil morir de un disparo en la avenida Siria, incluso si uno no forma parte del conflicto. Walid Barhoum, padre de familia con dos hijos, era un vecino suní que vivía en Mohsen. “Hijo de una alauí y un suní, casado con una alauí”, lo describieron los diarios libaneses. El 13 de marzo pasado caminaba por la calle cuando dos desconocidos en una motocicleta se le acercaron y le descerrajaron tres tiros en el pecho.

Barhoum falleció en el hospital. El anuncio de su muerte desencadenó cinco días de violentos combates entre milicianos de ambos barrios. Murieron otras quinces personas, entre ellas un niña de diez años y un soldado del ejército libanés. Hubo más de cien heridos. El ciclo continuaba.

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