Opinión

Sexo en la Semana Santa

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 6 minutos

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No, no fue un sueño, ni un vacile de El Mundo Today: el paso del Santísimo Coño Insumiso desfiló el jueves por las calles de Sevilla, la ciudad cofrade por excelencia. Una reproducción en plástico de una vulva de grandes dimensiones, moldeada y coloreada para ser confundida de lejos con una de las muchas vírgenes que desfilan estos días por la capital hispalense, era mecida por una cuadrilla de costaleras, afines a la CGT, en protesta contra la ley antiaborto de Gallardón.

Hace solo algunos años, una provocación de esta índole habría rasgado no pocas vestiduras. Esta vez, sin embargo, apenas ha escandalizado a algún que otro pacato comentarista. Los principales medios de comunicación, muy conscientes de la importancia de no soliviantar a los fieles, han ignorado limpiamente la noticia.

Las cofradías también parecen haberse aplicado el lema de que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio. Solo las redes sociales, ávidas de procacidades, se hicieron eco viral del beligerante paso. La anécdota, sin embargo, deja en el aire una incógnita: ¿hay lugar para el sexo en la Semana Santa?

La respuesta espontánea sería que no. La estación de penitencia, con sus silencios y oraciones, con su estremecimiento hacia el dolor reflejado en las cruces y sus pecados cubiertos bajo la túnica y el capirote, parece avenirse mal a cualquier remota idea de lubricidad. Sin embargo, basta conversar con cualquier devoto, en Sevilla o en el resto de Andalucía, para advertir una acusada sensibilidad hacia los elementos sensuales que acompañan estos ritos.

Sin ir más lejos, es muy frecuente que la defensa casi partidista de los diferentes cristos y vírgenes vengan acompañadas de juicios estéticos, de modo que una dolorosa puede imponerse no por ser más o menos milagrera, sino “guapa” o “fea”. Y análogo tratamiento pueda recibir un crucificado. Los imagineros barrocos creyeron, con Beethoven, que había que llegar a la belleza por el camino del dolor, y renegaron del canon griego para fundar un ideal todavía vigente.

Cargar imágenes: un alarde de fuerza y virilidad, antes que un acto de penitencia

A los profanos, que en la ligereza de sus nociones creen que todas las tallas simbolizan a la misma figura como todos los fuegos son el fuego, esta suerte de concurso de misses podría provocarles una notable perplejidad. Pero bastaría con invitarlos a pasear por la primavera sevillana, fragante de incienso y azahar, y a recrear la vista en los y las transeúntes que abarrotan las calles, para comprender que esta fiesta tiene mucho de agente estimulante. No hace falta salir de mantilla –encajes, tacones y faldas ceñidas– para acicalarse y perfumarse como si no hubiera mañana: aunque el pretexto es presentarse ante la divinidad con el mayor decoro, lo cierto es que la vía pública puede convertirse también en un escaparate de vanidades sin parangón.

El año pasado, sin ir más lejos, levantó una considerable polvareda el caso de cierto costalero sevillano que, excediendo los más elementales límites de la discreción, lució junto a su paso una trabajada musculatura. Los teléfonos y las cámaras que proliferan como nunca en la Semana Santa se encargaron de difundir la imagen, que no era sino un reflejo burdo de aquello en lo que ha derivado en muchos casos el oficio de cargar imágenes: un alarde de fuerza y virilidad, antes que un acto de penitencia.

Por otro lado, sorprende oír a muchos andaluces relacionar algunas de sus experiencias sexuales adolescentes, del modo más natural, con el paso de las procesiones. La presión de las multitudes, la inveterada costumbre de abrazarse a las parejas para establecer promesas ante las formidables tallas, hace que muchos fieles queden arrobados en una mezcla de éxtasis místico y epidérmico, del que no necesariamente se avergüenzan.

El poeta José María Álvarez llegó incluso a componer un poema, tan irreverente como morboso, basado en una vivencia de este tipo –si bien llevada al extremo– en el puente de Triana, con la recogida de una virgen a las claras del día:

Aqui, sí. Es aquí. Viendo cómo Ella pasa.
Mientras lo más grande del mundo
pasa coronada por la Luna.
Ven aquí. Hay tanta gente
que nadie se da cuenta.

Abre tus nalgas y deja que mis dedos
se hundan en ese calor húmedo espeso
entre tus muslos, déjame
restregarme, mientras huelo tu pelo
y mis manos estrechan tu cintura.
Quiero correrme en el momento
cuando Ella pasa, bajo esta música triunfal.
Y sintiéndote a ti adorarla a Ella.

Hasta el escritor Leonardo Sciascia, acostumbrado a la austera Semana Santa siciliana y tan aparentemente indiferente a estos asuntos, llegó a escribir de las desaforadas saetas sevillanas: “Da la impresión de un rapto: de un arrebato amoroso, sensual y sexual. De un desfallecimiento extático y –sentimos la tentación de añadir– estético”. Y concluía definiendo con esta exactitud a las mujeres en procesión: “Sumamente elegantes con el negro de los vestidos y las mantillas, algunas con escote vistoso pero velado, todas con la alta peineta de la que desciende la mantilla. Resultan bellas hasta las feas. Y bellísimas las bellas”.

La Semana de Pasión parece concebida para aunar de modo armónico una máxima excitación de los sentidos y la suprema introspección

Del mismo modo que se dice que Oriente inventó la seda para que las mujeres pudieran ir vestidas y desnudas a la vez, la Semana de Pasión parece concebida para aunar de un modo armónico los dos extremos, una máxima excitación de los sentidos y la suprema introspección, la caricia de la primavera y el tormento de la carne. “Los severos partidarios del existencialismo erradicarían a la Macarena de la Semana Santa sevillana”, escribía ese gozoso místico que es Mauricio Wiesenthal. “Los utópicos secuaces del hedonismo eliminarían al Cristo sufriente. Solo Andalucía sigue fiel a esa vía de reconciliación…”

La propia palabra “pasión” encierra en nuestro idioma ambas acepciones, la acción de padecer y el apetito vehemente. No en vano, la explosiva floración de estas fechas, como la luna roja y preñada que cuelga estos días del cielo andaluz, riman a la perfección con el símbolo último de esta fiesta, el retorno a la vida. Y con su consigna preeminente, que no es otra que el amor.