Opinión

Justicia y Desarrollo

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 7 minutos

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Un nombre es programa. Cuando, en el umbral del siglo XXI, un puñado de políticos turcos lanzó unas nuevas siglas para intentar el salto al poder – lo lograron – se alejaron de los términos de sus anteriores partidos, ilegalizados por islamistas: Salvación Nacional, Virtud… Tocaba ser pragmático: Justicia y Desarrollo.

Ambas cosas hacían mucha falta en la Turquía de 2001. Era fácil convencer al pueblo de que por fin se iba a acabar el simulacro de justicia bajo tutela de los círculos militares, prestos a enviar para siempre a la cárcel a cualquiera al que la orquesta nacionalista-patriota le pillara con el pie cambiado. Era más fácil aún explicar que hacía falta un desarrollo de verdad, después de una década con una inflación que paralizaba toda idea de ahorro o plan de futuro.

Justicia y Desarrollo, dijeron. AKP en sus siglas turcas. AK Parti. El Partido Blanco. Inmaculado. Y la gente los votó. Quién no lo habría hecho.

Mülkiye  irá a la cárcel dos años por haber vendido libros legales en un centro cultural legal

El idilio duró una década. Los generales que dieron el golpe de Estado de 1980 e hicieron ahorcar a sus oponentes acabaron en el banquillo de los acusados. Se estaba haciendo justicia. O eso parecía. Porque para cientos de miles de kurdos, muy poco cambió. Se les permitía hablar su idioma, sí. Pero siguieron impartiéndose condenas por escribir Montes Qandil con Q. Este lunes tendrá que ingresar en la cárcel una joven, Mülkiye Demir Kilinç, por haber vendido libros legales en un centro cultural legal. El cliente los acabó llevando a la guerrilla, resultó. Dos años para la vendedora por colaboración con banda armada. Si no fuera porque es madre de dos bebés, el caso no habría llegado a escandalizar un país acostumbrado a décadas de este tipo de justicia. Una justicia que el AKP no ha llegado a cambiar. Y que ha aplaudido y sigue aplaudiendo cuando quienes van a la cárcel son periodistas críticos. Hay medio centenar entre rejas.

Cuando los que van a la cárcel son altos cargos u hombres de negocios acusados de corrupción, el AKP no aplaude. Destituye a fiscales, traslada a policías, da orden de no cumplir órdenes, se describe como víctima de una conjura de los jueces. Una sentencia del Tribunal Constitucional “debe cumplirse pero no tiene por qué respetarse”, concluyó el fundador del partido, Recep Tayyip Erdogan, cuando la máxima instancia jurídica juzgó inconstitucional el cierre de Twitter.

“Todo aquel que pise la plaza de Taksim, será considerado terrorista”. Esto es Justicia

Porque Twitter es el enemigo. Twitter es la red en la que en verano, durante los 15 días de Gezi, los jóvenes coordinaban sus protestas, sus risas, sus chistes, sus citas en las plazas públicas. Para acabar con ello, el entonces ministro de Asuntos Europeos, Egemen Bagis, tuvo su receta: “A partir de ahora, todo aquel que pise la plaza de Taksim, será considerado terrorista”.

Esto es Justicia.

Qué es Desarrollo, lo hemos visto esta semana. Han muerto más de 300 obreros – doy esta cifra probable, aunque el recuento oficial va aún por 283 – en una mina de carbón sin las mínimas condiciones de seguridad. Mineros que cobraban sueldos de 300 o 400 euros, poco por encima del salario mínimo. Mineros de usar y tirar: la tasa de víctimas mortales por cada millón de toneladas de carbón extraído es de 6,5 en Turquía. Esto es seis veces más que la actual tasa de China, treinta veces más que la de India o Sudáfrica, 200 veces más que la de Estados Unidos.

Pero es normal. “Estas cosas ocurren todo el rato, la minería es así”, dijo Recep Tayyip Erdogan en Soma, el pueblo minero, a la cara de quienes acaban de perder a 300 hijos, hermanos, padres, maridos, amantes. Y lo demostró con cifras: enumerando las desgracias – muy similares – de la Inglaterra de 1862, 1866, 1894, la China de 1942… Parecía una broma de mal gusto. No lo era. Era la visión de Desarrollo en la mente de Erdogan. Una mano de obra presta, disponible, fácil de quemar, fácil de reemplazar, ad maiorem gloriam del crecimiento económico.

Con una mano de obra abundante es fácil mantener salarios bajos, evitar huelgas, ahorrar en seguridad

No era algo sorprendente. Erdogan lleva años proclamando su programa: hacer crecer la población de Turquía. Describió el aborto como una masacre y tildó las césareas de “conjura para esterilizar a las mujeres”. El supremo deber de toda mujer es parir niños. Un mínimo de tres hijos, ha reiterado, incansablemente, Erdogan.

Esto no es una idea fija nacida en la orden bíblica: “Fructificad y multiplicaos, procread abundantemente en la tierra”, aunque parezca. Es un programa político-económico, explicaron las feministas hace ya dos años, en aquellas manifestaciones que le pararon los pies a Erdogan y su propuesta de ilegalizar el aborto. Cuanto más niños nazcan, menos será el nivel de educación que sus padres les puedan ofrecer, más alta será la tasa de jóvenes entrando en el mercado de trabajo apenas terminada la enseñanza obligatoria.

Con una mano de obra abundante, necesitada de trabajos de cualquier tipo, más fácil será mantener bajos los salarios, reducir el poder de los sindicatos, evitar las huelgas, ahorrar en medidas de seguridad, aumentar el beneficio de las empresas privadas. Aquellas empresas privadas que dan su apoyo incondicional al AKP a cambio de hacerse con todas las licitaciones, de recibir en bandeja las empresas públicas privatizadas. Aquellas que compran periódicos y cadenas de televisión, sin reparar en gastos, para difundir exactamente la información que Erdogan quiere escuchar. Prestos a despedir a cualquier periodista, si reciben una llamada desde Palacio.

En las minas privadas mueren 6 veces más obreros por cada tonelada de carbón que en las  públicas

Esto es crecimiento económico. Aunque las privatizaciones ya empezaron en 1985, se aceleraron en 2002 con la llegada del AKP: este partido vendió en una década cinco veces más empresas que los anteriores gobiernos en 15 años. Redujo a un tercio el número de empleados públicos. Las anquilosadas estructuras de las empresas públicas dieron lugar a compañías dirigidas por ejecutivos jóvenes, dinámicos, siempre devotos, con mujeres correctamente veladas, y capaces de maximizar los beneficios. Reduciendo gastos.

¿Las consecuencias? Las consecuencias son que en las minas privadas mueren seis veces más obreros por cada tonelada de carbón extraída que en las de gestión pública. Un millón de toneladas se cobra la vida de tres empleados estatales. O de 20 trabajadores de subcontrata, según quién gestiona, el Estado o los nuevos adalides del crecimiento privado.

“Extraer una tonelada de carbón costaba 130 dólares cuando esta mina era pública. Ahora lo hacemos por 23,80 dólares” se jactaba hace dos años el patrón de Soma Holding, dueña del pozo que el martes se convirtió en cementerio de 300 trabajadores.

Son sólo trescientos. Basta con cien madres devotas que tengan cada una tres hijos. Si alguno de ellos, en lugar de bajar a la mina, elige salir a la calle a gritar consignas ante el cordón de policía, será encarcelado bajo acusación de terrorismo.

Esto es Justicia y Desarrollo.

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© Ilya U. Topper | Especial para MSur

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