El Estado Islámico contra las minorías
Daniel Iriarte
Erbil/Pesh Habur | Agosto 2014
El jardín de la iglesia de Mar Yusuf parece el escenario de una feria: la gente se arremolina alrededor de los puestos donde sirven comida y agua, o se tumba a la sombra de las palmeras o las tiendas improvisadas con mantas, y por todas partes corretean niños de todas las edades. Pero el ánimo general está lejos de ser alegre. La mayoría de estas personas son cristianos refugiados de última hora, cientos de ellos, huidos de las aldeas que el Estado Islámico ha tomado en las últimas semanas.
“Escapamos en cuanto entraron en el pueblo”, explica Loay Korkis, quien hace una semana escapó con su familia de la ciudad asiria de Bartela. Uno de sus parientes trabajaba con el servicio de seguridad kurdo, lo que les exponía con toda certeza a las represalias de los yihadistas. “Si llegamos a quedarnos media hora más, estaríamos muertos”, asegura.
Los Korkis –una cincuentena, ahora acampados en Mar Yusuf- ya habían huido de Bagdad en 2006, empezando prácticamente de cero. Ahora lo han perdido todo. “Lo quemaron todo, nuestras pertenencias, nuestras casas. Cogieron lo que quisieron y quemaron el resto”, indica Loay, señalando dos bolsos negros de plástico. “Esto es todo lo que nos queda”, se lamenta.
«Si llegamos a quedarnos media hora más, estaríamos muertos», asegura un refugiado cristiano
Durante las primeras semanas de este verano, los yihadistas extendieron el territorio bajo su control hasta las puertas no solo de Bagdad, sino también de Erbil, la capital del Kurdistán iraquí. Los territorios al oeste de esta ciudad, antaño un mosaico multicultural de una sorprendente riqueza, están ahora bajo el dominio de un Estado Islámico que, ante los miembros de aquellas minorías que no sean musulmanes suníes, hace gala de una intolerancia extrema y, sobre todo, letal. Localidades como Qaraqosh, la principal ciudad cristiana de Iraq, con más de cincuenta mil miembros de esta religión, o la vecina Bartela, están ahora bajo la bandera negra del EI. Como consecuencia, cientos de miles de refugiados han inundado Erbil en busca de protección. No solo cristianos y yezidíes, sino también de otros grupos como los yarsan, más conocidos como los Kakai.
Dejarlo todo atrás
En Bartela trabajaba también Hussam Qiriakos, que hace años ejerció de traductor en un checkpoint de las tropas estadounidenses y habla inglés con un fuerte acento norteamericano. Durante varios años ha estado esperando uno de los visados especiales para aquellos trabajadores que cooperaron con el Ejército de los EE.UU., sin éxito. Hasta que la desgracia les alcanzó.
Cuando el pasado 7 de agosto la ciudad cayó en manos del Estado Islámico, huyeron a toda prisa en un coche hasta Erbil. “No podíamos quedarnos allí”, dice. Todo el dinero ganado con las tropas estadounidenses –decenas de miles de dólares- se quedó en Bartela, igual que los ahorros de varios miembros de su familia.
Los yihadistas exigen a los cristianos un diezmo de 200 dólares a cambio de «protección»
Ellos, al menos, escaparon ilesos. Mujlis Yusef Yajub no puede decir lo mismo. Apenas tiene 35 años, pero aparenta muchos más. El día que los combatientes del Estado Islámico tomaron su pueblo (Hamdaniye, cerca de Qaraqosh), no tuvo tiempo de huir. “Nos habían dicho que no pasaba nada, que no había peligro, que no iban a llegar hasta aquí. Pero cuando atacaron, las autoridades huyeron, dejándonos allí”, explica.
Mujlis trabajaba como cuidador de la iglesia local. Nos cuenta cómo los yihadistas empezaron a golpearle duramente y a exigirle que se convirtiera al islam. Amenazaron con matar a su mujer y a sus hijas. “Cuando les dije que jamás lo haría, me dejaron ciego de un ojo con un cuchillo”, relata. Después le llevaron a una residencia oficial abandonada y le dejaron allí, ensangrentado, sobre el suelo.
Yajub cojea severamente de una pierna, fruto de las palizas sufridas durante su cautiverio. En un momento dado, uno de los comandantes del Estado Islámico ordenó que le dejasen en paz. Según su relato, los yihadistas le dieron 10.000 dinares para comida y un poco de agua, y le ordenaron marcharse de allí.
Su mujer y sus hijos se quedaron allá, ocultos por unos amigos. “He hablado con ellos y están bien”, dice, aunque no puede sacarles de allí. A otras familias de su pueblo, los radicales islamistas les han impuesto un diezmo de 200 dólares por cabeza a cambio de “protección”, un concepto llamado “dhimma” tomado del derecho islámico.
Las iglesias siriaca y greco-ortodoxa están cooperando en la asistencia a los refugiados, pero los templos de Erbil están desbordadas por la llegada súbita de tantas personas, y muchas de ellas duermen en los bancos de las iglesias o en los rincones, como en Mar Yusuf. El día anterior a nuestra llegada, estos desplazados se manifestaron en Erbil frente al consulado estadounidense para pedir una angustiada respuesta sobre su futuro: exigen saber si se les permitirá emigrar, o, en caso contrario, si alguien les protegerá si la situación empeora. Otros piden una solución contra los radicales.
“Teníamos tierras, teníamos trabajo, teníamos casas. Ahora no tenemos nada. Por eso, la mayoría de nosotros queremos volver a nuestros hogares. Si nos marchamos a otro país, estos tipos del Estado Islámico se quedarán con todo”, afirma el estudiante Maher Salem.
Pero para Loay, la única solución es que algún país, “tal vez España”, les acepte como refugiados. “Aquí todo el mundo quiere marcharse. Tenemos miedo de que, incluso si podemos regresar a nuestras casas, vuelva a suceder lo mismo dentro de unos meses”, asegura. “Queremos una vida para nuestros hijos, y aquí no tenemos futuro”.
«Aquí todo el mundo quiere marcharse. En Iraq no tenemos futuro», dice un cristiano
En esta ocasión, sin embargo, las grandes víctimas de la agresión yihadista son sobre todo los miembros de la minoría yezidí, un culto milenario que cuenta con alrededor de 200.000 miembros en Iraq. Sus creencias les llevan a venerar al Ángel del Pavo Real, Taus-i-Melek, al que los practicantes de las religiones monoteístas de la región identifican con el “Ángel Rebelde” o Satanás. De ahí que los radicales suníes les califiquen de “adoradores del diablo”, y les hayan tomado como objetivo predilecto de su ira.
“Nuestros antepasados sufrieron numerosos ataques, pero para mí, esta es la primera vez”. Entre todos los hombres que se arremolinan en el patio de la escuela Ishtar de Erbil, donde un millar de desplazados yasidíes han encontrado refugio en los últimos días, la figura de Aido Ali Jabar emana autoridad. “Nos persiguen, quieren que nos convirtamos o que muramos. Los cristianos tienen la opción de pagar un diezmo, pero nosotros no”, dice.
A principios de agosto, las matanzas de yezidíes ocurridas en la región de Sinyar llevaron a cientos de miles de ellos a tratar de buscar refugio en la montaña del mismo nombre, donde, a pesar de la operación internacional lanzada para enviarles suministros y provisiones, muchos murieron. A los pocos días, una ofensiva llevada a cabo por combatientes kurdos permitió abrir un corredor para evacuar a decenas de miles de ellos.
Cientos de miles de yezidíes huyeron al monte Sinyar, donde permanecieron atrapados sin alimentos durante días
“Oímos lo que sucedía en Sinyar, que se estaban llevando a las mujeres, y huimos. Temíamos que nos quitaran nuestro honor”, relata la joven Ghada Salim Haji, madre de un bebé de pocos meses, que pudo escapar de Bashiqa antes de que la tomaran los yihadistas. Ahora sobrevive en esta escuela habilitada como campo de refugiados, donde comparte una de las aulas con una docena de miembros de su familia. Las condiciones de las instalaciones no son malas: los refugiados disponen de agua potable y fresca, colchones y mantas, y alimentos suministrados por la cooperación alemana. Las autoridades del Kurdistán iraquí, además, han comenzado a organizar un registro central con los datos de los refugiados que les permitirá tener acceso a documentos.
“Escuchamos que los del Estado Islámico masacran a los hombres y violan a las mujeres. No nos quedamos a esperar su llegada”, dice otra muchacha, Ahzan Hassan Hussein, compañera de infortunio de Ghada y madre de una abundante prole que corretea alrededor. “No sabemos cuándo podremos volver, no sabemos si podremos volver algún día. Pero incluso si lo hacemos, ya nunca podremos vivir en esa zona sin miedo”, asegura Ahzan.
En Hanke, la ciudad de tela blanca que forman las tiendas del ACNUR, alineadas sobre una gran explanada, destaca sobre los campos de hierba seca. Un equipo de construcción se prepara para edificar otros seis campos gemelos a pocos cientos de metros de allí. Es en esta localidad de la provincia de Dohuk donde están siendo alojados la mayoría de los yezidíes huidos de las atrocidades del Estado Islámico.
Al penetrar en un edificio en construcción, al que todavía le falta mucho para tener tejado, los ecos de cientos de voces nos llegan de golpe, como en un anfiteatro de cemento. Los palcos los ocupan familias sentadas en mantas, adornados con túnicas de colores que en muchos casos es lo único que les queda. En el centro, un grupo de hombres descarga de una furgoneta los sacos blancos que contienen la ayuda humanitaria que esta gente necesita con desesperación.
Dirige la operación el señor Ashti Ismail, oficial de seguridad sobre el terreno de la Cruz Roja Internacional. “En Hanke hay unas 15.000 familias de desplazados internos. No saben cuánto tiempo van a estar aquí. En todo caso, nos estamos preparando para una larga temporada”, comenta el cooperante. “En este momento, la situación humanitaria es relativamente buena. Varias agencias internacionales están proporcionando asistencia, cuidados de salud y suministros, así que la cosa no es tan mala”, dice, aunque no es ni mucho menos el caso en otros puntos de Iraq.
En Hanke se han instalado cerca de 15.000 familias de desplazados, según el representante local de la Cruz Roja
En una de las esquinas del edificio reposa Murat Shamu Bakr, un granjero de 64 años que logró escapar con su familia del cerco de Sinyar. “Jamás nos habríamos esperado que sucediera algo así. Nunca jamás tuvimos problemas con ninguno de los vecinos no yezidíes”, afirma. Tras huir al monte, los Bakr estuvieron tres días aislados sin comida ni agua, antes de ser transferidos a Hanke, de nuevo en territorio kurdo iraquí.
Durante el trayecto hacia la frontera siria, donde se ha establecido el corredor de evacuación, la estampa es la misma en todas las localidades medianamente importantes: grandes congregaciones de desplazados instalados bajo los puentes, en naves industriales y prácticamente bajo cualquier lugar que pueda ofrecer alguna protección del terrible sol, que hoy tuesta el suelo a más de 45 grados.
Puente a la libertad
En el paso fronterizo de Pesh Jabur, un puente supone para los refugiados la salida hacia la seguridad momentánea del Kurdistán iraquí. Camionetas y coches abarrotados de personas con expresión agotada lo cruzan constantemente. Por eso hoy la zona está cerrada a la prensa, para evitar que la carretera se colapse con la presencia de periodistas. De modo que nos quedamos en la zona de recepción, donde muchos vehículos se detienen a descargar a sus pasajeros.
Se abre la compuerta de una furgoneta, y varios bebés rompen a llorar mientras sus madres tratan de calmarles. “Este calor es demasiado para las criaturas”, dice una de las mujeres. De otra camioneta descienden una decena de personas con gesto exhausto, que se desploman a la sombra de los árboles, sobre los residuos de los envases de la ayuda humanitaria utilizada por evacuados anteriores.
«El monte Sinyar está sembrado de cadáveres», cuenta Badu Halaf Hasan, recién huido de allí
El cabeza de familia, Badu Halaf Hasan, acepta hablar con M’Sur. “Cuando el Estado Islámico nos atacó, estuvimos luchando contra ellos hasta que nos quedamos sin munición”, dice, por lo que se retiraron a las montañas, donde estuvieron aislados, sin apenas comida ni agua, durante diez días. “Sus armas eran mucho mejores que las nuestras”, afirma, a modo de explicación.
“Fue horrible. Las familias se separaron, los maridos perdieron a sus mujeres. Encontrábamos a niños abandonados que habían perdido a sus padres, y no podíamos hacer nada por ellos porque teníamos que cuidar de los nuestros”, relata. Durante el asedio, vagaron por los montes hasta que se encontraron con un grupo de combatientes del PKK, la guerrilla kurda que opera mayormente en territorio turco, y que recientemente prometió unirse a la lucha contra el Estado Islámico. “Definitivamente no eran sirios”, asegura Hasan. Fueron los milicianos del PKK los que avistaron a los errantes, y les gritaron prometiéndoles ayuda. Les facilitaron alimentos y agua, y les escoltaron hasta el corredor de evacuación, que permitió sacar a la mayoría de los yezidíes bajo asedio. No sin un precio. “El monte está sembrado de cadáveres”, dice Hasan
A pesar de todo, aquellos que pudieron alcanzar la montaña fueron afortunados. En otros casos no pudieron huir, como los habitantes de la aldea de Kocho. El pasado 15 de agosto, un grupo de combatientes del Estado Islámico penetró en esta localidad para cumplir con una siniestra misión: hacer cumplir el ultimátum impuesto a sus habitantes, pertenecientes a la minoría religiosa yezidí. “Abu Hamza, el emir del Estado Islámico en esta región, les había puesto ese día como fecha límite para elegir entre convertirse al islam o morir”, explica Aido Ali Jabar, que tenía parientes en la aldea. Sobre las dos de la tarde, los pusieron contra un muro y les ametrallaron. “Como rechazaron convertirse, los mataron”, relata a M’Sur. “Yo habría hecho lo mismo. Jamás cambiaría mi religión”, dice rotundamente.
El número total de víctimas no está claro: en un primer momento se habló de 84, pero posteriormente las autoridades kurdas aseguraron tener noticias de al menos otros 312 cadáveres. A las mujeres –más de trescientas- se las llevaron como esclavas. “Penetramos en una parte de Kocho, donde los residentes estaban bajo asedio, pero llegamos tarde”, cuenta Mohsen Tawwal, un yezidí que forma parte de las milicias kurdas ‘peshmerga’, encargadas de la defensa del territorio del Kurdistán iraquí. “Había cadáveres por todas partes. Solo logramos sacar a dos personas con vida. El resto habían sido asesinados”, declaró Tawwal a la agencia AFP.
En 2007, los yezidíes sufrieron el atentado más sangriento de la historia tras el 11-S, con más de 800 muertos
La actual oleada de violencia está lejos de ser la primera que sufren los miembros de esta minoría. Muchos de ellos aseguran haber sido víctimas de “73 matanzas” anteriores. El último gran repunte de violencia ocurrió en 2007, cuando miembros de la comunidad yezidí lapidaron a una joven a la que se acusaba de mantener una relación con un varón suní y de haberse convertido al islam. La atrocidad fue grabada con varios teléfonos móviles y difundida, lo que provocó que el liderazgo del Estado Islámico de Iraq alentase a sus seguidores a matar a todo yezidí con el que se encontrasen.
Poco después, en agosto, hace siete años, la comunidad fue víctima de varios coches bomba que estallaron de forma coordinada en la región de Sinyar. El atentado, el segundo más sangriento de la historia tras el 11-S, se cobró la vida de más de ochocientas personas. Durante los años siguientes, los asesinatos indiscriminados de yezidíes a manos de pistoleros se generalizaron en la región.
Por ello, cuando las matanzas volvieron a comenzar a principios de este mes, la mayoría, como Aido y su esposa, no perdieron ni un minuto a la hora de escapar. “Cuando escuchamos lo que estaban haciendo en Sinyar, huimos hasta las posiciones de los milicianos kurdos ‘peshmerga’”, cuenta “y desde allí pudimos ver por los prismáticos cómo tomaban la aldea”, Bashiqa. “Vimos cómo volaban nuestras casas, nuestros lugares sagrados, incluso nuestros cementerios”, dice. “Nosotros creemos en un dios, para nosotros es pecado matar incluso a una mosca. Pero esta gente no tiene religión”, asegura.
«De repente, todos los musulmanes de nuestra zona se volvieron del Estado Islámico», afirma una anciana yezidí
Feyyan Dahil, la única diputada yezidí en el parlamento iraquí, ha tratado de llamar la atención sobre los sufrimientos de su comunidad. “No pueden volver a Sinyar. Están demasiado asustados para volver. No se sienten seguros allí porque en el futuro podría haber otro intento de genocidio”, declaró recientemente. “La gente que les rodeaba son quienes les traicionaron durante el asalto del Estado Islámico. No pueden volver a confiar en ellos”, afirma Dahil. “La mayoría quiere emigrar a otros países”, indica.
Los relatos de Aido y otros refugiados en Erbil parecen darle la razón. “Hemos vivido pacíficamente con nuestros vecinos durante miles de años. Por ejemplo, les proporcionábamos materiales para sus mezquitas. Así es como nos lo pagan”, se lamenta Aido. Nos explica que sus hijos, ya mayores, llevan siete años en Alemania, donde existe una importante comunidad yezidí. “No hay una sola familia de yezidíes que no tenga parientes allá”, dice. Ahora él, también, quiere emigrar para reunirse con ellos. “En Iraq, incluso si las cosas se calman, ya nunca estaremos seguros”.
“Los árabes decidieron darnos la espalda. De repente, todos los musulmanes en nuestra zona se volvieron del Estado Islámico”, asegura Khaje Sadiq, una mujer derrotada por el cansancio. “Teníamos una tienda en Bashiqa, y los árabes solían comprar allí. Hacíamos negocios con normalidad. Todo era normal hasta que el Estado Islámico comenzó a alimentar todo este odio”, dice, y sus palabras muestran hasta qué punto las acciones de los yihadistas han quebrado la convivencia en este país: “Jamás podremos volver a confiar en los árabes”, sentencia. “Son traidores”.
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