Opinión

Las raíces de Marsella

Diana Mandia
Diana Mandia
· 10 minutos

percebe

Marsella

 

En Le Panier la intimidad es una entelequia. Se escucha todo y se ve mucho más de lo que se desea: al vecino del edificio de enfrente que hace la cama con la ventana abierta -a seis metros escasos de donde una acaba también de levantarse-, la televisión encendida hasta las cuatro de la mañana en el primero o la madre del tercero que lleva a su hija de dos años a la guardería advirtiéndole todos los días “Attention aux marches!” (¡Cuidado con las escaleras!).

La ropa se seca en exposición pública en el tendal que cada uno tiene en su ventana y frente a la del vecino: Le Panier es una mezcla de los colores ocres de las paredes de las casas y el sinfín de posibilidades cromáticas de la ropa interior de sus habitantes. Aquí es inútil llevar a la práctica el consejo materno de que si las camisas se cuelgan con mimo luego no hace falta la plancha.

El mistral, ese viento helado capaz de arruinar cualquier día soleado de agosto entre la desembocadura del Ebro y la ciudad de Génova, se ocupa de enredar las sabanas en el cordón hasta lo inimaginable. He perdido varias toallas en largas noches de mistral; otras han aparecido atadas por alguien de buena fe a los pasamanos con los que mi calle intenta aliviar el suplicio de escaleras que lo unen al Vieux Port de Marsella.

Le Panier es el barrio más antiguo de la ciudad más longeva de Francia. Algunos dicen que esta es la Marsella auténtica o, al menos, la primera, fundada hace 2.600 años por los marineros griegos de Focea, en Asia Menor, en la actual Turquía. Aunque si la búsqueda de las esencias tiene sentido en algún lugar, ese no será Marsella y menos Le Panier, ubicado en un montículo justo detrás de la orilla norte del puerto. Todo el mundo parece haber pasado por aquí desde que la ciudad existe. Sea en La Timone, donde se hacinan los estudiantes de Farmacia y Medicina, o en La Viste, la cité del norte de Marsella levantada por discípulos de Le Corbusier, del Panier se habla siempre con cierta ternura: sus vecinos conservan la herencia del maltrato en una ciudad marcada por la inmigración colonial.

Le Panier es el barrio más antiguo de la ciudad más longeva de Francia. Algunos dicen que esta es la Marsella auténtica

Yo llegué en septiembre de 2013, después de dormir una semana en un sofá de estudiantes de La Timone, la zona universitaria. Me recibió una puerta desvencijada en la rue des Moulins. El edificio tenía tres plantas y escaleras estrechas de terracota. El buen estado del piso parecía un milagro. El vecino del primero usaba posters de chicas desnudas como cortinas: solo así podía evitar que mi compañera y yo viésemos su salón por la ventana de la cocina. A mi coloc y a mí, -en aquel momento, un par de desconocidas que trataban de llegar a fin de mes bajo el mismo techo-, nos dio para muchas charlas aquella intimidad protegida por la desnudez de otros.

El hombre del primero resultó un señor muy cuidadoso con la seguridad, porque se ponía nervioso si dejábamos más de diez segundos abierta la puerta de la calle. Sería la vieja mala fama de Le Panier, un barrio de antiguas tascas de malvivir y vecinos pobres, pensamos. Parte de la vida de la familia del tercero también quedaba al descubierto: móviles infantiles, bolsas con ropa, marionetas que me dieron más de un susto en la oscuridad y un póster alusivo a Le temps des cerises, la canción-homenaje a la Comuna de París, bajaban por la escalera hasta nuestro rellano por falta de espacio en el piso de arriba.

Mi compañera era una estudiante parisina que, pese a haber viajado por el mundo entero, en aquellos días pisaba por primera vez la segunda ciudad de su país, cumpliendo así el tópico de que París y Marsella se ignoran. En realidad, la alta velocidad las ha acercado en los últimos años; tres horas de tren son ahora suficientes para viajar entre la estación Saint Charles y Marne La Vallée, uno de los lugares más extraños de la periferia parisina: sales del andén y estás en Disneyland París.

Marsella pretende ser hoy un paraíso del urbanita que se puede permitir inquietudes estéticas más o menos banales, y Le Panier parece un blanco perfecto para la invasión: popular, pobre, sin tráfico y con leyenda. Como declaración de intenciones, en algunas paredes del barrio hay graffitis hostiles que advierten al incauto de que los bobos (acrónimo de burgueses- bohemios) votan a la conservadora UMP.

Precedido por el edificio del Ayuntamiento –de los pocos que los nazis salvaron de la demolición del viejo “quartier reservé” de la prostitución- y por el Hôtel Dieu –hoy, y a pesar de la oposición ciudadana, un hotel de cinco estrellas vendido por la administración-, en las tripas de Le Panier están a la vez la aversión a la corona francesa, – que obligó a Louis XIV a construir los fuertes de Saint Jean y Saint Nicolas– la predestinación marinera de corsos y napolitanos, el éxodo de los pieds- noirs, o las raíces del feudo clientelista que desde los años 50 construyeron mano a mano el alcalde socialista Gaston Defferre – regidor durante más de tres décadas- y los hermanos Jean Noël y Alexandre Guérini, uno político y el  otro empresario.

El tópico dice que los corsos, reyes de Le Panier durante siglos, hicieron que el barrio funcionara como un pueblecito dentro de la ciudad. El vecino en la isla mediterránea lo era también en Marsella. La gente se hablaba de tú, era dueña del territorio. Algo de razón deben de tener porque, burlando la sospecha de los que recuerdan la Marsella de la French Connection – las primeras escena de la película de William Friedkin fueron grabadas en el barrio-, las voces de los niños retumban todavía hoy en Le Panier como en una aldea al caer la noche. Solos, los chavales juegan en las plazas, corren como prófugos por las escaleras, apuran el día sin vigilancia paterna. De vez en cuando, las madres riñen desde las ventanas a pleno pulmón. Solo el graznido de las gaviotas recuerda que estamos cerca del mar.

Aquí la ciudad se siente lejos: el barrio enmudece después de las doce de la noche incluso en sábado

Durante las noches de campaña electoral de las municipales de 2014, Le Panier olía a pastís, el popular anís local. La cercanía de los comicios unía a políticos y bebedores bajo una pequeña carpa en la Place des Moulins, que en noches más prosaicas también huele a los porros que fuman grupos de adolescentes sentados en los bancos de la plaza. Aquí la ciudad se siente lejos: el barrio enmudece después de las doce de la noche incluso en sábado, y las contraventanas de madera, coloreadas como las fachadas, parecen las de una pequeña aldea provenzal más que las de un barrio de la segunda urbe de Francia. A las once menos cuarto, algunos bares empiezan a dar con la puerta en las narices a los clientes que no se han apurado a cenar.

En la rue du Panier, que aspira a una oferta de ocio de pequeñas galerías de arte y restaurantes, se escucha morir la fiesta, que continúa en el puerto o en La Plaine. El barrio ha cambiado desde los años noventa: el proyecto de renovación urbana de La Joliette, el antiguo barrio obrero de los dockers, los estibadores, alcanza también a Le Panier. Algunos edificios reformados no tienen quien los habite, los precios de los alquileres han subido y algunos vecinos se han marchado, asfixiados. Quedan pocos comercios de barrio: en la rue du Panier sobrevive un tendero argelino y poco más. Las galerías y los restaurantes minúsculos llenan la calle durante el día. Pero hay ancianos en chilaba que no parecen muy interesados en el Montmartre marsellés, que en todo caso es pequeño y cutre. En el bajo del edificio vecino al mío, un pintor abría cada mañana su taller a los turistas, la mayor parte, mirones con buenas cámaras de fotos.

Si Le Panier es un barrio de inmigración, eso quiere decir que por lo menos alguna vez fue también un lugar de cierta esperanza

Si Le Panier es un barrio de inmigración, eso quiere decir que por lo menos alguna vez fue también un lugar de cierta esperanza. Al menos de cierto cobijo. “Esta es una ciudad de desempleados”, me decían algunos vecinos para explicar por qué la enorme Marsella no tiene la fiesta de su vecina, el acomodado paraíso estudiantil de Aix-en-Provence. El novelista Jean Claude Izzo explicaba el carácter del barrio recordando que en todas las épocas la gente había aterrizado en Le Panier sin un duro en el bolsillo. Aquí se rodó “Comme un aimant” [Como un imán] una película que cuenta la vida de un grupo de amigos del barrio, pequeños traficantes expertos en meterse en líos, siempre con el agua al cuello por dinero. Se oye español a menudo; algunos son turistas, otros albañiles que trabajan en las obras de la Montée du Saint-Esprit. En la Place des Moulins, el anuncio de tres chavales españoles que buscaban piso en el barrio apareció garabateado con un consejo que no sé bien cómo interpretar. “Volved a vuestro país, ya hay suficiente paro aquí”. ¿Orientación laboral? ¿Francia para los franceses?

—-

En mi edificio la existencia de tres buzones, uno por piso, podría favorecer el respeto a la inviolabilidad de la correspondencia, pero de las tres cajitas que cuelgan de nuestra puerta solo se usa una. No siempre es la misma y no he llegado a comprender el criterio, pero me he acostumbrado a rebuscar mis cartas entre las de otros. Me escribía el banco cada mes y Pôle Emploi –el servicio de empleo francés- en pulcros sobres blancos sin logotipo ni remitente. Una precaución desproporcionada en el vecindario de la vieja ágora griega.

¿Te ha interesado esta columna?

Puedes ayudarnos a seguir trabajando

Donación únicaQuiero ser socia



manos