Reportaje

Milicianas

Laura J. Varo
Laura J. Varo
· 14 minutos
Miliciana kurda de las YPJ en el norte de Siria (2013) | © Laura J. Varo
Miliciana kurda de las YPJ en el norte de Siria (2013) | © Laura J. Varo

Beirut |  2014

“Cuando era joven siempre pensé que tener hijos es lo que la sociedad exigía a una mujer”. Lo dice la comandante Rojda, líder del destacamento de milicianas en Serekaniye (Ras al Ain en árabe), una ciudad kurda del norte de Siria. Forman parte de las YPJ, las milicias de autodefensa kurdo-sirias forrmadas por mujeres.

“Yo misma, antes de unirme a las YPJ, siempre había pensado de esa manera, que la mujer debe estar en casa haciendo trabajo doméstico”, continúa. “Pero no quería hacer algo así, quería construir algo nuevo, descubrir algo más, así que cuando apareció este grupo (las brigadas femeninas) supe que tenía que participar”.

Las 10.500 milicianas de las YPJ son las únicas mujeres combatientes organizadas en la guerra siria

A sus 40 años, Rojda rechaza cualquier cosa parecida al instinto maternal. Ella misma reconoce que en un país donde las aspiraciones de una mujer excluida de cualquier élite se limitan a casarse, tener hijos y ocuparse de la casa, decidirse por criar a un ejército de mujeres no está del todo bien considerado.

Rojda, antigua ama de casa (por decir algo) cuyo currículo no alcanza el graduado escolar, se unió a los rebeldes kurdos en los inicios del levantamiento contra Bashar Asad, a finales de 2011. La comandante ha combatido empotrada con hombres durante más de un año hasta que las siglas de las YPJ se hicieron oficiales dos años después y la milicia comenzó a funcionar como facción independiente, con batallones desplegados en todos los puntos calientes de Rojava, el Kurdistán sirio, desde Afrin y Alepo a Qamishli o Al Malikía, uno de los centros de producción y distribución de petróleo en Siria.

Ahora, Rojda manda su propio grupo desde el mismo cuartel donde los oficiales varones definen la estrategia en Serekaniye, uno de los sitios clave en la ofensiva contra el Estado Islámico (ISIL) y el Frente Nusra, el brazo de Al Qaeda en Siria. Sus muyahidín permanecen apostados a solo unos kilómetros en un frente aún fresco que se mueve casi con un soplo de aire. En este lado, más de un centenar de mujeres se reparten en varias guarniciones de entre seis y 20 combatientes.

“Me enrolé porque no puedo ser una espectadora y dejar que algún otro defienda mi casa por mí”

Las milicianas de las YPJ son las únicas combatientes organizadas en la guerra siria. Unas 10.500 mujeres forman parte de la guerrilla kurda, lo que supone en torno a la tercera parte del total de efectivos. El número ha ido creciendo desde su fundación como facción femenina de las YPG (Brigadas de Protección Popular) en marzo del 2013. La mayoría son reclutadas en suburbios de las principales ciudades o en los núcleos rurales de Rojava. Otras se unen por iniciativa propia o familiar, todas voluntariamente.

Para Serheldan, vigilante en un checkpoint en la villa kurda de Yabaa, combatir es una cuestión de orgullo. Con 17 años se sentía invisible como mujer y como kurda. Por eso decidió hacer ruido y anunciar al mundo que está ahí, que existe: fue a armarse con un AK y pegar tiros. Dejó el hogar familiar para irse a un campo de entrenamiento y machacarse, en mitad de la nada, hasta conseguir disparar con firmeza. Su fusil es su alma. Desde que lo empuñó, siente que tiene algo: una tierra, un objetivo y unos derechos. “Lucho para proteger mi hogar, para proteger mi tierra”, esgrime. “No puedo ser una espectadora y dejar que algún otro defienda mi casa por mí; por esa razón me enrolé”. Su identidad se la ha dado la guerra. Ahora tiene 19 años.

El aprendizaje tarda dos semanas, según Rojda. “Antes de nada, las educamos, después, les enseñamos a coger un arma y luchar”, comenta. “Durante 15 días hacemos mucho ejercicio físico y les instruimos en el manejo de todo tipo de armas (desde fusiles de asalto y ametralladoras, hasta lanzagranadas)”, detalla la comandante.

Hay más: “Les enseñamos que hay una moral en la guerra, unas reglas. Hay cosas que puedes hacer y cosas que no: no se puede jugar con los cadáveres de los enemigos, no se puede golpear a los prisioneros”, explica Rojda. Sus comentarios son lo más parecido a la Convención de Ginebra aplicada a un hipotético manual del buen miliciano en un conflicto que ha dado espeluznantes titulares sobre hombres comecorazones y yihadistas que gustan de jugar al fútbol con las cabezas de los “infieles” ejecutados.

La diferencia entre estas milicianas kurdas y el resto de la oposición armada siria es muy visible. Ya en junio de 2013, para visitar Raqqa, entonces la única capital de provincia en manos de los rebeldes, una periodista extranjera tenía que seguir las extremas normas de recato de los milicianos entre los que aún se mezclaban, como grupos aliados, los del Frente Nusra, los del ISIL, entonces un grupo menor, y las diferentes brigadas en la órbita del Ejército Libre de Siria, pero con una palabra islámica en el nombre.

Nos dieron el alto un par de milicianas embutidas en vaqueros y con camisas de cuadros remangadas

Era inevitable, como mínimo, el hiyab, el pañuelo islamista, aun a 40 grados de calor. Sin embargo, a mitad del camino entre Raqqa a Alepo, nos dieron el alto un par de milicianas embutidas en vaqueros y con camisas a cuadros remangadas. Empuñaban los rifles con los brazos al descubierto, mientras a poca distancia empezó a fraguarse ya el negro niqab, importado de Arabia Saudí, como única prenda admitida para las mujeres.

Filosofía de comandante

Una sonrisa fácil que no hay forma de evitar, manos tendinosas escapando de un mono verde militar que le va grande a su fisonomía de latiguillo, Rojda explica su trayectoria. “Convertirte en comandante entre nosotros depende de tus conocimientos, de tu experiencia (en la batalla) y de cómo de bien te relaciones con tu comunidad. ¿Qué ocurre si conoces bien el terreno o te desenvuelves perfectamente y sin embargo no puedes tomar decisiones, no puedes dirigir la lucha, no eres capaz de dar órdenes? Para nosotros importa lo bueno que seas en la guerra”.

“Mi trabajo consiste en participar en las batallas”, dice, “y enseñarles”. Se refiere a sus chicas. “Hago cualquier cosa por ellas, las instruyo, las escucho, soluciono sus problemas… Tienes que liderarlas”. Porque detrás de la creación de las YPJ hay toda una filosofía diseñada para enganchar a las más oprimidas de entre los oprimidos.

“Parece que desde el inicio de los tiempos los hombres han dicho a las mujeres ‘tú no eres capaz de luchar’»

“Parece que desde el inicio de los tiempos los hombres han dicho a las mujeres ‘tú no eres capaz de luchar’. Cuando te unes a algo como las YPJ, tu confianza se multiplica por diez: crees en ti misma, crees que puedes hacerlo y vas a por ello”. Así lo apunta Farashii, miliciana de 22 años, en el otro extremo de la región contralada por los rebeldes, Al Yaroubiya, un paso fronterizo con Iraq. Aquí se apostaban los batallones del ISIL y el Frente Nusra hasta que los efectivos kurdos irrumpieron en la ciudad a finales de 2013.

Donde los escombros se apilan frente a los muros con pintadas ensalzando la mayor gloria de los yihadistas, ondean ahora banderas kurdas y las brigadas de YPG e YPJ aún limpian las calles de dispositivos explosivos y restos de munición. Farashii comparte barracón con el resto de su batallón, entre las que se cuentan dos especialistas: una francotiradora y una experta con el lanzagranadas. “Hicimos un valiente trabajo para liberar esta ciudad”, dice. Hasta ahora había pasado toda su vida en casa. No tiene hijos a los que cuidar, ni marido a quien echar de menos. La milicia tampoco lo permite. A diferencia de los hombres, las mujeres deben sacrificar cualquier cosa que se parezca a una familia para poder tomar las armas. De otra forma, paradójicamente, el hogar estaría totalmente desatendido.

Mientras sorbe un vaso de té en el edificio abandonado donde se han instalado dentro del pueblo, un corrillo de compañeras prepara sus armas para iniciar una nueva ronda de vigilancia. Una camioneta camuflada con barro y cargada ya de hombres les espera en la puerta. “No hay diferencias entre combatientes (hombres o mujeres), en la práctica somos la misma milicia, aunque el YPJ no depende de las órdenes del YPG. Nos coordinamos, pero somos grupos independientes, tenemos nuestras comandantes, nuestras líderes y nuestras propias reglas”. Tienen hasta sus propios ‘mártires’: dos de ellas cayeron en Al Yarubiya, cuenta la camarada Nezguim. “Quizá algunas veces nosotras vamos más allá, combatimos en nombre de las mujeres y cuando luchas por ti misma, sabes que tu nombre quedará escrito”.

“En la sociedad, la mujer no tiene libertad, es como si no tuviera papeles»

Disparar es solo la mitad del trabajo para estas combatientes. La otra mitad es desesclavizar a la mujer. “Las YPJ son un símbolo para la protección de los derechos de las mujeres en el Ejército”, reivindica Heelin, la mayor del grupo de vigilantes destacado en Yabaa, un pueblo fantasma a solo cuatro kilómetros de Serekaniye. “En la sociedad, la mujer no tiene libertad, es como si no tuviera papeles. El arma para nosotros es solo un instrumento para la lucha: cuando combates, nadie puede arrebatarte lo que has conseguido por la fuerza”.

Con 25 años, se ha quitado de encima el furor hormonal. Habla con menos ardor que sus compañeras y más resentimiento. “Antes de unirme a la batalla, estaba al final de lista en todo, siendo mujer, a veces ni siquiera cuentas como ser humano”, esgrime. “Cuando te demuestras a ti misma lo que eres capaz de hacer, consigues que la gente te admire y te respete porque te has ganado tu propio poder”. ¿No le importa morir? “Cuando entiendes por qué luchas, no temes la muerte. Cuando estás escribiendo la historia, ¿vas a tener miedo?”.

Nacido como heredero de la primera katiba (falange) completamente femenina establecida en Afrin, ciudad más occidental del Kurdistán sirio, las YPJ continuan la línea del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) establecidos en las montañas de la frontera entre Iraq y Turquía, donde las mujeres permanecen durante meses en campamentos itinerantes instalados en mitad del bosque, dirigen sus propios asaltos contra las tropas de Ankara y mantienen su propia estructura jerárquica.

Comparten la mezcla de comunismo, feminismo y resistencia armada de Öcalan, líder del PKK

También comparten ideología, esa peculiar mezcla de comunismo, feminismo y resistencia armada que llevó a Abdullah Öcalan, líder del PKK encarcelado en Turquía desde 1999 y condenado a cadena perpetua por terrorismo, a promulgar que el suyo era “un partido de mujeres”. Todas las instancias del movimiento son bicéfalas, con un hombre y una mujer al mando.

Los distintos organismos integrados bajo el paraguas del Partido Democrático del Kurdistán (PYD), ala política del ejército rebelde kurdo sirio y considerado a menudo como brazo del PKK en Siria, repiten la misma estructura, desde la policía, hasta los centros de cultura popular. El objetivo último es “liberar” a la población kurda; reivindicar su propia nación, al menos en términos culturales, como la mayor minoría del mundo sin Estado.

“¿Qué es la guerra?”

“Durante cientos de años hemos permanecido sin hogar, sin lengua, sin bandera”, clama Faiza Ibrahim, directora del Centro de la Mujer en Qamishli, que aparenta por encima de los 52 años que confiesa. En la capital virtual del Kurdistán sirio, como en otras ciudades de la región, muchedumbres han salido a la calle para festejar. “El pueblo kurdo (al menos 30 millones de personas repartidas en cuatro países, Turquía, Siria, Irán e Iraq)”, dice, “debe conseguir para sí mismo poder para luchar y protegerse”.

Las analogías entre los rebeldes kurdos sirios y los milicianos del PKK (considerado una organización terrorista por Turquía, EEUU y la Unión Europea) les han traído no pocos dolores de cabeza. Serheldan, sin embargo, no entiende de política. La rivalidad con sus vecinos iraquíes, matizada por la amenaza conjunta del Califato yihadista, le hace poner cara de póker. Frunce los labios, agarra el fusil que descansa sobre su regazo. “Queremos que nos apoyen”, recrimina, “estamos en una revolución, como sabes, y tienen que apoyarnos, pero lo que tienes aquí es que incluso desde algunas partes del Kurdistán vienen a combatirnos. Te noquea ver algo así. Tenemos que avanzar mano a mano como kurdos para liberar todo el Kurdistán. Un puño, una voz”. Se detiene, respira decepcionada. “No sé qué decir”.

“Había muchos de ellos que se lanzaron a por nosotras. Éramos menos, pero más fuertes. Duró tres días”

El orgullo es lo único que le queda. La joven miliciana era una de esas niñas sin pasaporte, sin nacionalidad y sin derecho a hablar en su propio idioma, los ‘maktumin’, un colectivo que abarcaba entre 75.000 y 200.000 kurdos sirios a los que Damasco retiró la nacionalidad en los años sesenta con el pretexto que se trataba de “inmigrantes” de Turquía. Ahora llevan generaciones siendo ‘sinpapeles’. Serheldan no tenía siquiera presente. Sin estudios y sin posibilidad de trabajar, jamás consideró labrarse un porvenir. “En el futuro”, dice con aplomo, “liberaremos las cuatro partes del Kurdistán. Lucharemos hasta la última gota de nuestra sangre”.

Serheldan lleva ahora su kalashnikov como si fuera un bolso mientras pasea por entre los edificios terrosos que se confunden con la arena del paisaje en las calles desiertas de Yabaa. Lo menea de un hombro a otro para caminar cómoda y, como haría cualquier joven con complementos de marca nuevos, luce sus insignias: una pegatina con la estrella roja del PKK en el embellecedor de la empuñadura y una chapa con la efigie de Apo, el apelativo cariñoso de Öcalan, que significa tío en kurdo.

En Yabaa, las combatientes mantienen un puesto estratégico después de haber tomado la villa durante la batalla de Serekaniye. Solo ellas rondan las casas destripadas de las que caen viejas cintas de vídeo, cedés de música y jirones de ropa de cama que van a desparramarse por el suelo a su paso.

Movilizada antes de cumplir los 18, la joven vino a parar aquí tras la batalla de Tel Tamir, la primera en la que participó. Una “buena”, califica, mientras se mordisquea las uñas. ¿Y qué es una buena batalla? Su respuesta es directa, sin emoción: “Había muchos de ellos que se lanzaron a por nosotras. Nosotros también estuvimos bien: éramos menos, pero más fuertes. Duró tres días”. Lo cuenta con rutina.

“¿Qué es la guerra? ¿No es disparar?”, espeta Zeelan, compañera de 20 años en el puesto de control de Yabaa. Su cara de niña buena hace aún más desconcertante la risa con la que acompaña su pregunta retórica. ¿Ha matado a alguien? “Por supuesto, he participado en tres batallas. Fue una lucha dura, así que no sé a cuántos, ¿cómo podría saberlo? Incluso en mitad de la contienda, no cuentas de esa manera”. ¿No siente miedo? “Si te dijera que no hay miedo, te estaría mintiendo, pero cuando disparas la primera bala, el temor se ha ido.”

“En la guerra”, dice la comandante Rojda: “Hemos elegido este bando y hemos peleado”.