Crítica

El Mediterráneo no es un mar

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 6 minutos
belmonte-peregrinos

María Belmonte
Peregrinos de la belleza

Género: Ensayo
Editorial: Acantilado
Páginas: 320
ISBN: 978-84-1601-151-3
Precio: 20 €
Año: 2015
Idioma: español

“La mediterraneidad –afirma el mediterranólogo Predrag Matvejevic– no se hereda, sino que se consigue. Es una decisión. Y no un don”. Son palabras citadas muy a propósito por María Belmonte en el prólogo de este libro hermoso y singular, Peregrinos de la belleza, que se presenta como una antología de viajeros por Italia y Grecia. Escritores casi todos, para más señas. Qué les llevó a abrazar esa mediterraneidad, qué lleva todavía a tantos culos inquietos a conformar la suya propia, es lo que estas páginas se proponen desvelar, aunque es evidente que el motor principal de estas aventuras es la búsqueda de un mundo que acaso ya no existe, una última conexión con el pasado que reconocemos (acertadamente o sugestionados por los lugares comunes) como germen de la civilización, la democracia, el culto a la belleza y la sabiduría.

Uno de los mediterranófilos más acreditados y perseverantes es D. H. Lawrence, quien abrazó Italia

Comienza la nómina con Johann Winckelmann, considerado el pionero de los historiadores de Arte modernos, enamorado de la escultura griega y andando el tiempo anticuario oficial del Vaticano, que encontraría la muerte en turbias circunstancias en Trieste, la menos mediterránea de las capitales italianas. Le sigue otro alemán, el controvertido Wilhelm von Gloeden, el fotógrafo que recaló en una Taormina (Sicilia) habitada por campesinos analfabetos y decidió convertirlos en sensuales efebos, coronas de laurel y racimos de uvas mediante, para morbo y solaz de media Europa victoriana.

Sueco fue en cambio Alex Munthe, médico “medio ciego, insomne y misántropo” que se convirtió en best-seller a la vejez con La historia de San Michele, su personal tributo a la isla de Capri que lo acogió muchos años antes y poco menos que lo elevó a sus altares como un santo. En su libro, por cierto, Munthe registra la veterana tentación suicida de uno de sus ilustres amigos, Stefan Zweig.

Llegamos así a uno de los mediterranófilos más acreditados y perseverantes, D. H. Lawrence, quien abrazó Italia en varios libros espléndidos –incluyendo el curiosísimo Cerdeña y el mar, donde el autor relata pormenorizadamente sus desencuentros con la isla y sus habitantes–, antes de seguir su apasionante deriva por Ceilán, Australia, México y Estados Unidos. También viajó lo suyo Norman Lewis, uno de esos autores que, dejando a un lado obras como su estremecedor Nápoles 1944, nos obligan siempre a leerlos con una sonrisa de escepticismo, porque en cualquier momento nos la pueden colar…

Norman Lewis escribió sobre la mafia siciliana después de contraer matrimonio con la hija de un supuesto capo

Lewis, por ejemplo, escribió un impagable (aunque no siempre riguroso) libro sobre la mafia siciliana después de contraer matrimonio con la hija de un supuesto capo. No obstante, llegó a saber bastantes cosas de la isla y del sur de Italia, para seguir ruta hacia confines harto exóticos como India, Camboya o Arabia.

El apartado helénico arranca con varios pesos pesados de la mediterraneidad militante: Henry Miller, autor de los famosos Trópicos como de El coloso de Marusi, esa quintaesencia del alma griega que resulta inevitable recordar con tristeza en estos pésimos tiempos para la cuna de Europa; Patrick Leigh Fermor, quizás quien más profundamente conoció Grecia, quien decidió quedarse a vivir y a morir allí, y quien la contó en títulos muy eruditos como Mani y Roumeli, aunque también fue retratado en el formidable relato bélico Mal encuentro a la luz de la luna.

Tampoco fue ajeno a los secretos del país Kevin Andrews, autor de The flight of Icaros, relato sombrío de una Grecia sumida en contradicciones, y gran desmontador de tópicos. Ni Lawrence Durrell, inmejorable colofón, cronista de Rodas y Corfú, si bien –en contra de lo que afirma Belmonte al escribir que “su islomanía solo se aplica a las islas griegas”– también tuvo a Sicilia entre sus querencias: la bibliografía aportada por la autora echa de menos Carrusel Siciliano, el por momentos esperpéntico relato de viajes por la Trinacria del padre del Cuarteto de Alejandría. En cambio, aunque podría despistar el título de una de sus novelas, El laberinto oscuro (Cefalú), la narración nada tiene que ver con la villa siciliana de Cefalú…

El libro invitará a otros a ensayar ese antiquísimo empadronamiento del corazón que es el Mediterráneo

Ese detalle no empaña, ni mucho menos, el trabajo de Belmonte, que logra plasmar las respectivas peripecias de los citados personajes con una bien medida combinación de documentación y amenidad. No solo los ha leído a todos con atención –a veces luchando por no dejarse llevar por la pasión–, sino que además ha querido enriquecer el conjunto contando, discretamente pero sin esconderse, su propia experiencia visitando los escenarios que el libro recorre. La prosa de la autora, es cierto, no tiene el vuelo de un Wiesenthal, por citar a un autor que también gusta de seguir las huellas de los maestros por su propio pie, pero tiene sal, encanto y verdad, y eso ya parece más que suficiente.

Bilbaína de nacimiento, vasca de crianza, Belmonte es un caso más de mediterraneidad consciente y voluntaria, a lo Matvejevic, como antes hicieron muchos otros desde Mallorca hasta el Bósforo. Su libro invitará a otros muchos a ensayar ese antiquísimo empadronamiento del corazón, acaso más necesario que nunca en este tiempo de crisis de las Humanidades, colonización económica del Sur de Europa y turismo masivo y miope. Quienes resistan esa tentación pueden leer las diferentes estampas como lo que son en el fondo: historias de amor entre personas y lugares. Pero qué personas, y qué lugares.

¿Te ha gustado esta reseña?

Puedes colaborar con nuestros autores. Elige tu aportación