Reportaje

Las niñas quieren dejar la calle

Imane Rachidi
Imane Rachidi
· 11 minutos
Ciudad de los Muertos en El Cairo, área de tumbas también habitada por clases pobres (2003) |  © Eva Chaves
Ciudad de los Muertos en El Cairo, área de tumbas también habitada por clases pobres (2003) | © Eva Chaves

El Cairo | Abril 2015

“De mayor quiero ser entrenadora de kung fu. Ahora tengo cinturón verde”. Lo dice Heba Mohamed, una chica de 14 años que viene de la calle. Una más de las miles que deambulan por las calles de El Cairo. Ahora tiene algo que se asemeja a un hogar: la asociación Banati. “En la asociación hago dibujo, ganchillo, jugamos al kung fu e intento participar en todas las actividades que se organizan”, relata la joven.

Heba es una de las miles de niñas que viven en las calles de Egipto. Cuántos son, nadie lo sabe con exactitud. “El último dato oficial que se dio es que hay 16.021 menores en esta situación, pero yo no creo que sea una cifra correcta, sino que hay más”, dice Adelsami Munib, director de la asociación Banati. “Además, hay dificultades en contabilizar a los niños de la calle porque hay mucho desplazamiento. El niño que hoy está en El Cairo, mañana está en Alejandría, o en Asuan o cualquier parte del país”, agrega.

Algunas de las niñas cargan con años de maltrato, otras con un bebé fruto de una violación

Banati (“Mis niñas” en árabe) no es un orfanato sino una asociación que ofrece sobre todo educación y consejos a las y los adolescentes de las calles de la capital egipcia. Fue fundada en 2008 para ayudar a las niñas violadas y maltratadas, pero pronto comprobó que las jóvenes llegaban a la asociación acompañadas de sus hermanos, sus hijos o algún familiar de corta edad; por eso ahora en las instalaciones hay tanto chicos como chicas.

No hay ningún tipo de asistencia o ayuda oficial para las niñas de la calle de El Cairo, pero pueden encontrar un rato de paz en los centros de Banati. Algunas cargan con años de maltrato y marginación, otras con un bebé fruto de una violación; todas tienen algún historial de violencia familiar.

“Fue mi madre quien me ha traído aquí, porque tenía miedo a que me pasase algo en la calle. Viene a veces a verme, me lleva”, cuenta Heba. “Mi padre está con ella, me pegaba. Cuando yo vivía en casa, no iba al colegio y me dedicaba a cuidar a mis hermanos”, relata.

“Me gustaría volver con mi madre, y que no me vuelva a abandonar, la necesito mucho»

Aquí está mejor: “Nos tratan bien aquí y nos traen todo lo que necesitamos. Mi madre no me quiso mandar a un colegio, pero me ha traido aquí para que aprenda y pueda ir a un colegio luego”. Pero acto seguido añade: “Me gustaría volver con mi madre, y que no me vuelva a abandonar, la necesito mucho y quiero volver a casa. Aunque también me lo paso bien en la organización”.

Quien ha roto los vínculos familiares siempre ha pasado antes por una experiencia traumática, describe Abdelsami el proceso que caracteriza a estos jóvenes. “Antes de salir a las calles, los niños han sufrido problemas de divorcio de sus padres, maltrato, violaciones… Luego, en las calles, tienen más libertad, pero sufren más problemas físicos, monetarios, psicológicos, educativos…” El problema de raíz, analiza, “no es únicamente la pobreza y la falta de educación”. “Si el Estado, las familias y las asociaciones trabajasemos juntas para reconocer el problema e intentar acotarlo, sería más fácil solucionarlo”, cree.

De momento, Banati hace lo que puede. “Un equipo formado por un chico y una chica, especialistas y con conocimientos sobre cómo tratar con estos casos, bajan a las calles del país, a reconocer el terreno y localizar a las niñas en esta situación, pero también a niños que normalmente las acompañan”, describe Abdelsami el métido de trabajo de la organización.

No siempre las chicas tienen que venir a Banati: “A veces se intenta solucionar el problema en la propia calle; se habla con ellas y se trata de convencerlas de la mejor manera de resolver su problema. En otras ocasiones se les dirige a la asociación específica para tratar en su caso”, resume el director.

En Banati hay una especie de club, al que se trasladan los niños para que puedan estar allí a lo largo de todo el día, pero donde no se quedan a dormir. “Se trata de que se relacionen con otros niños, bajo un sistema ordenado, jueguen y aprendan. Les damos todos los servicios, excepto alojamiento nocturno: comida, sanidad, educación, ropa, etcétera”, explica Abdelsami.

Entre los acogidos allí en primer lugar se pueden dar dos opciones: Por un lado están los que se pueden reencauzar su vida tras tratar con los especialistas de Banati para acabar regresando con sus familias. En este caso, Banati también hace un trabajo con las familias, sobre todo cuando se ha dado maltrato. “Intentamos educarlas e intentar que puedan hacer una vida normal”, dice Abdelsami.

Por otro lado existen casos que necesitan residir ya en el centro “para que los expertos puedan trabajar con ellos las 24 horas porque son personas conflictivas y han pasado por situaciones difíciles”, detalla el director. “Se trata de mantenerlos en un espacio donde no tengan toda la libertad de moverse como hacían en las calles, y donde tampoco sufran ese sentimiento de opresión y marginación”, añade.

El lema de Banati: Nosotros somos mejor que la calle, y la familia es mejor que nosotros

Las instalaciones de Banati en El Cairo disponen de diferentes habitaciones comunes, guarderías y escuelas. Los niños corretean por un gran jardín en medio del complejo y donde el tobogán y los columpios de un parque les ayudan a olvidar la calle.

“Nuestra máxima es: ‘Nosotros somos mejor que la calle, y la familia es mejor que nosotros’. El objetivo es poder fomentar la convivencia del niñoo la niña con su familia, pero si no se puede, residir en la asociación es la opción más útil”, concluye. “También tenemos dos autobuses, uno médico (con especialistas y psicólogos) y otro social (con alimentos, juguetes y profesores), para llegar a los niños que no pueden llegar a nuestras instalaciones de ninguna manera”.

El trabajo no es fácil. “;Muchos tienen desconfianza, están acostumbrados a mentir para conseguir algo y es dificil que confíen en nosotros. Otros han experimentado violencia, sufren heridas, roturas… Hay niños y niñas entre 2 y 15 años que han llegado tras sufrir violaciones o agresiones sexuales. Finalmente está el problema de los documentos de los niños: no sabemos ni siquiera cuándo han nacido”, enumera Abdelsami.

Muchas madres que están en la calle traen a sus bebés a las guarderías de Banati

Para los más pequeños está Ahlam Ramzi, la profesora de guardería de la asociación. Aunque en Banati hay una guardería de bebes hasta los 2-3 años, Ramzi trabaja con niños de entre  4 y 5 años, y hay otra profesora para los que tienen de 6 a 7 años. “Son niños de calle o hijos de familias que no pueden mantener a sus hijos ni darles oportunidades, y los traen aquí. Muchas de las madres están en la calle también. En otros casos tenemos relación con ellas y vienen de vez en cuando a hacer visitas y hacer un seguimiento. Hay mujeres divorciadas que no pueden hacerse cargo de los hijos”, detalla la profesora. “Tenemos un equipo de psicólogos que nos enseña a cómo tratar con los niños, porque es muy complicado: son niños con muchos problemas”, lamenta.

Teresa Wafiq lo sabe. Ella da clase en una sección de la guardería, donde todos los niños pasan tres horas al día. Clase es un decir. “Nada de letras ni de números. Los tratamos con un sistema especial que son todo manualidades: hacemos ejercicios para que aprendan a utilizar los brazos y el cuerpo para su día a día. Cómo usar el agua para lavarse, cómo diferenciar entre las medidas: alto-bajo; caliente-frío; gordo-flaco… Al principio no les corregimos, les dejamos hacer las cosas, dejamos que entienda cómo aprender”, relata.

“Después se les enseña a leer a través de los sonidos; les contamos historias y geografía a través de los dibujos”, describe Teresa el sistema de enseñanza pensado especialmente para niños como éstos: “Tienen muchos problemas como la falta de concentración, la tristeza, el miedo y la falta de confianza por las situaciones que han visto en su casa de pequeños, o en la calle. Cada niño tiene una historia y un expediente especial que recoge todos sus problemas”, apunta.

La asociación lleva abierta ya siete años y por ahora atiende a unos 25 niños cada día. “Unos 190 niños residen con nosotros y podríamos alojar hasta 250”, asegura Abdelsami Munib. En el primer trimestre de 2015, recuenta, unos 1.550 han pasado por Banati y unos 580 se han alojado en alguno de los varios centros que posee la asociación en Egipto.

“Trabajar con niñas es más difícil que con niños porque ellas sufren más violencia, violaciones etc»

“Banati empezó siendo una asociación para tratar solo a niñas con problemas, pero ellas venían acompañados de niños, que son sus hermanos, incluso sus hijos o algún familiar. Tenemos incluso a algunas chicas de 19 años”, recuerda el director. “Trabajar con niñas es más difícil que con niños. Son casos duros porque ellas sufren más violencia, violaciones en las calles, embarazos, enfermedades sexuales, etc. y hay que afrontar eso. La rehabilitación en un chico es más fácil”, concluye.

A Abdelsami le gustaría atacar el problema de raíz. “Nosotros sólo reaccionamos a una situación dada. Se deben encontrar las razones por las que hay tantos niños en la calle; hasta que eso no ocurra, poco podremos solucionar”, insiste. “Somos una asociación que trabaja con la sociedad civil y el Estado. Toda la ayuda que tenemos es interior, pero también recibimos respaldo de organizaciones extranjeras, como Unicef, que nos ofrecen ayuda médica, educativa, psicológica…” añade.

No es raro que las chicas que se educaron en Banati acaben de voluntarios en la asociación. Heba Ahmed Musalam, de 20 años, está estudiando en el centro. “Llevo desde los ocho años en Banati”, relata la joven. “Tengo dos hermanos y al principio viví con ellos en una familia adoptiva, pero cuando crecimos un poco, a mí me dieron a la asociación porque no querían hacerse cargo de mi. Eso sí, dee vez en cuando pagan a la asociación”, añade. De su familia biológica no sabe nada: “Me abandonaron. A los seis años fue cuando me dejaron  en un horfanato en Imbaba (un distrito del área metropolitano de El Cairo). Nuestros padres murieron y mis hermanos no se podían hacer cargo de mi”, señala.

Heba Ahmed tiene claro su futuro. “Quiero ser trabajadora social para seguir en este campo que es donde me he criado. Sentiré más lo que sienten, sus problemas y los entenderé mejor, podré ayudarles mejor”, asegura. “Quiero trabajar en un sitio como este. Pero ahora no me dejan trabajar, solo estudio. Quiero ir a la universidad. Sólo me falta un año”.

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