Opinión

La Prusia de los colonos

Uri Avnery
Uri Avnery
· 11 minutos

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La democracia israelí se desliza hacia abajo. Se desliza despacio, cómodamente, pero sin lugar a dudas.

¿Hacia dónde se desliza? Lo sabe todo el mundo: hacia una sociedad ultranacionalista, racista, religiosa.

¿Quién dirige este viaje?

Pues el Gobierno ¿no? Ese grupo de donnadies ruidosos que llegaron al poder en las últimas elecciones, encabezados por Binyamin Netanyahu.

En realidad no es así. Puedes coger todos estos pequeños demagogos bocazas, los ministros de Tal o Cual (yo ya no recuerdo quién se supone que es ministro de qué cosa) y encerrarlos en alguna parte, y no cambiaría nada. Dentro de diez años, de todas formas, nadie recordará ya los nombres de ninguno de ellos.

Sólo hay un grupo lo suficientemente fuerte y cohesionado como para apoderarse del Estado: los colonos

Si el Gobierno no dirige ¿quién? ¿Quizás las masas derechistas? Esa gente que vemos en la tele, con la cara desfigurada de puro odio, gritando “¡Muerte a los árabes!” en los partidos de fútbol hasta quedarse roncos. O manifestándose tras cualquier incidente en los barrios mixtos judío-árabes: “¡Todos los árabes son terroristas! ¡Matadlos a todos!”

Estas masas pueden lanzar las mismas protestas mañana contra otra gente: contra los gays, los jueces, las feministas, quien sea. No es algo coherente. No pueden construir un sistema nuevo.

No, sólo hay un grupo en el país suficientemente fuerte, suficientemente cohesionado, con determinación suficiente como para apoderarse del Estado: los colonos.

A mediados del siglo pasado, un brillante historiador, Arnold Toynbee, escribió una obra monumental. Su tesis central era que las civilizaciones son como seres humanos: nacen, crecen, maduran, envejecen y se mueren. Esto no era algo realmente nuevo: el historiador alemán Oswald Spengler ya había dicho algo similar antes (El ocaso de Occidente). Pero Toynbee, como buen británico, era mucho menos metafísico que su predecesor alemán e intentó sacar conclusiones prácticas.

Entre las muchas cosas que comprendió Toynbee había una que nos debería interesar ahora. Se refiere al proceso por el que los distritos de la frontera alcanzan el poder y se apoderan del Estado.

Un ejemplo: la Historia de Alemania. La civilización alemana creció y maduró en el sur, cerca de Francia y Austria. Una clase alta rica y educada se expandió por el país. En las ciudades, la burguesía patricia patrocinaba a escritores y compositores. Los alemanes se consideraban un “pueblo de poetas y pensadores”.

“Otros Estados tienen ejércitos. En Prusia, el ejército tiene un Estado”, dijo Mirabeau

Pero a lo largo de los siglos, los jóvenes enérgicos de las zonas ricas, especialmente los segundos hijos, que no heredaban nada, ambicionaban hacerse con territorios propios. Iban a la frontera oriental, conquistaban nuevas tierras a los habitantes eslavos y establecieron nuevos Estados propios.

Esta tierra oriental se llamaba Mark Brandenburg. “Mark” significa “demarcación”, “tierra fronteriza”. Bajo un linaje de príncipes competentes, el Estado se fue agrandando hasta que Brandenburg se convirtió en una potencia principal. No se dieron por contentos y uno de los príncipes se casó con una mujer que trajo como dote un pequeño reino oriental llamado Prusia. Así, el príncipe se convirtió en rey, Brandenburgo se fusionó con Prusia y se fue expandiendo mediante guerras y diplomacia hasta que Prusia dominaba media Alemania.

El Estado de Prusia, ubicado en el centro de Europa, rodeado por vecinos fuertes, no tenía fronteras naturales: ni vastos mares, ni altas cordilleras, ni anchos ríos. No era más que una llanura. Así, los reyes de Prusia crearon una frontera artificial: un ejército potente. Es famosa la frase del estadista francés conde de Mirabeau: “Otros Estados tienen ejércitos. En Prusia, el ejército tiene un Estado”. Y los propios prusianos acuñaron la frase: “El soldado es el primer hombre del Estado”.

A diferencia de lo que pasaba en otros países, en Prusia, la palabra Estado alcanzó un valor casi sagrado. Theodor Herzl, el fundador de sionismo y gran admirador de Prusia, adoptó ese ideal y llamó a su creación futura “Der Judenstaat”: el Estado judío.

Toynbee, poco dado al misticismo, encontró la razón terrenal de este fenómeno de Estados civilizados que caen bajo el dominio de gente de la frontera, menos civilizados y más endurecidos.

Los prusianos tenían que combatir. Conquistar la tierra y aniquilar a parte de sus habitantes, crear pueblos y ciudades, resistir a los contraataques de los vecinos envidiosos, como suecos, polacos o rusos. Simplemente tenían que ser tipos duros.

Al mismo tiempo, la gente en el centro llevaba una vida mucho más cómoda. Los burgueses de Francfort, Colonia, Múnich y Nuremberg se podían relajar, ganar dinero, leer a sus grandes poetas, escuchar a sus grandes compositores. Podian tratar con desprecio a los primitivos prusianos. Hasta 1871, cuando se despertaron en un nuevo Reich alemán dominado por Prusia, con un emperador prusiano.

Este tipo de proceso ha ocurrido en muchos países a lo largo de la Historia. La periferia se convierte en el centro.

El imperio mediterráneo no lo estableció una ciudad civilizada griega sino una periférica llamada Roma

En los tiempos antiguos, el Imperio griego no lo fundaron los ciudadanos civilizados de una urbe griega como Atenas sino un dirigente de la tierra fronteriza de Macedonia, Alejandro Magno. Luego, el imperio mediterráneo no lo estableció una ciudad civilizada griega sino un asentamiento periférico llamada Roma.

Un pequeño territorio alemán periférico del sureste se convirtió en un inmenso imperio multinacional llamado Austria (de Österreich: ‘Imperio oriental’ en alemán) hasta que los nazi lo ocuparon y le cambiaron el nombre a Ostmark: tierra fronteriza oriental.

Abundan los ejemplos.

La Historia judía, tanto la real como la imaginaria, tiene sus propios ejemplos.

Cuando un chaval con tirachinas de la periferia del sur, que se llamaba David, se convirtió en rey de Israel, traslado su capital de la antigua ciudad de Hebrón a un sitio nuevo, que acababa de conquistar: Jerusalén. Allí estaba lejos de todas esas ciudades en las que se había establecida una aristocracia nueva y próspera.

Mucho más tarde, en épocas romanas, los duros luchadores de la frontera de Galilea se bajaron a Jerusalén, ahora ya una civizilada ciudad patricia, e impusieron a sus pacíficos habitantes una loca guerra contra los romanos, infinitamente superiores. El rey judío Agripa, descendiente de Herodes el Grande, intentó en vano ponerles freno mediante un discurso impresionante conservado en la obra de Flavio Josefo. La gente de la frontera se impusieron, Judea se rebeló, el (“segundo”) templo fue destruido y las consecuencias se pudieron ver esta semana en el Monte del Templo (Haram al sharif, el Sagrado Santuario en árabe) donde los chavales árabes, imitadores de David, tiraban piedras a los imitadores judíos de Goliat.

En la Israel de hoy hay una distinción clara, incluso un antagonismo, entre los habitantes de las granes ciudades, como Tel Aviv, y la “periferia”, mucho más pobre, cuyos habitantes son en su mayor parte descendientes de inmigrantes de países orientales pobres y atrasados.

Hasta 1967, a los sionistas religiosos se les despreciaba bastante. Eran una minoría reducida

Esto no siempre era así. Antes de que se fundara el Estado de Israel, la comunidad judía en Palestina, llamada el “Yishuv” la dirigía el Partido Laborista que estaba dominado por los kibutz, las aldeas comunales, que en gran parte estaban situadas a lo largo de las fronteras. Se podría decir incluso que los kibutz constituían, de hecho, la frontera del “Yishuv”. Allí nació una nueva generación de luchadores endurecidos, que despreciaba a los acomodados vecinos de la ciudad.

En el nuevo Estado, los kibutz se convirtieron en una mera sombra de lo que fueron y las ciudades centrales pasaron a ser eje de la civilización, envidiados e incluso odiados por la periferia. Esta era la situación hasta hace poco. Ahora está cambiando rápidamente.

Nada más terminar la Guerra de los Seis Días de 1967 apareció un nuevo fenómeno israelí: los asentamientos en los territorios palestinos recién ocupados. Los fundadores era jóvenes del sector “nacional-religioso”.

Durante los días del ‘Yishuv’, a los sionistas religiosos se les despreciaba bastante. Eran una minoría reducida. Por una parte carecían del afán revolucionario de los kibutznik laicos y socialistas. Por otra parte, los judíos realmente ortodoxos no eran sionistas en absoluto y condenaban toda la empresa sionista como un pecado contra Dios. (¿No había sido Dios quien condenó a los judíos a vivir en el exilio, dispersándolos entre las naciones a causa de sus pecados?)

Pero después de las conquistas de 1967, el grupo “nacional-religioso” se convirtió de repente en una fuerza impulsora. La conquista del Monte del Templo en Jerusalén Este y de todos los demás lugares bíblicos los llenaba de fervor religioso. De ser una minoría marginal pasaron a ser una poderosa fuerza que marcaba rumbo.

Crearon el movimiento de los colonos y establecieron muchas docenas de nuevas ciudades y aldeas por toda la Cisjordania ocupada y en Jerusalén Este. Crecieron y prosperaron con la ayuda enérgica de todos los gobiernos israelíes sucesivos, tanto de la derecha como de la izquierda. Extendieron sus alas a la vez que el ‘campo de la paz’ izquierdista degeneraba y se marchitaba.

Todos usan ahora el lenguaje colono. Ya no hablan de Cisjordania: dicen “Judea y Samaría”

Este partido “nacional-religioso”, antaño una de las fuerzas más moderadas en la política israelí, se convirtió en el partido ultranacionalista, casi fascista, llamado “Hogar Judío”. Los colonos también se convirtieron en la fuerza dominante en el partido Likud. Ahora controlan el Gobierno. Avigdor Lieberman, un colono, encabeza un partido todavía más derechista, teóricamente en la oposición. La estrella del “centro”, Yair Lapid, fundó su partido en el asentamiento de Ariel y ahora habla comoo un derechista extremo. Yitzhak Herzog, el dirigente del Partido Laborista, hace débiles intentos de emularlos.

Todos usan ahora el lenguaje colono. Ya no hablan de Cisjordania, sino lo dicen en colono: “Judea y Samaría”.

Siguiendo a Toynbee, yo explicaría este fenómeno por los desafíos que significa una vida en la frontera.

Incluso cuando la situación es menos tensa de lo que es ahora, los colonos se enfrentan a peligros. Están rodeados por ciudades y aldeas árabes (o, mejor dicho, ellos se plantaron en medio de estas aldeas). Están expuestos a piedras y ataques esporádicos en las carreteras y viven bajo la constante protección del Ejército, mientras que la gente en las ciudades israelíes vive una vida confortable.

Desde luego, no todos los colonos son fanáticos. Muchos se fueron a los asentamientos porque el Gobierno les entregaba, casi gratis, un chalé con jardín que no habrían podido ni soñar comprar en Israel propiamente dicha. Muchos son funcionarios con buenos salarios. A muchos simplemente les encantan las vistas: todos esos minaretes musulmanes tan pintorescos.

El nuevo jefe de la Policía es un antiguo colono, al igual que el jefe de los servicios secretos

Muchas fábricas se han ido de Israel propiamente dicha, han vendido sus terrenos por sumas exorbitantes y han cobrado enormes subsidios del Gobierno para establecerse en Cisjordania. Emplean, por supuesto, a obreros palestinos baratos de las aldeas cercanas, sin necesidad de sueldos mínimos o leyes laborales. Los palestinos se dejan explotar porque otro tipo de trabajo por ahí no hay.

Pero incluso estos colonos “acomodados” se convierten en extrremistas para sobrevivir y defender sus hogares, mientras que la gente en Tel Aviv disfruta de sus cafés y sus teatros. Muchos de estos ciudadanos “anticuados” ya tienen un segundo pasaporte, por si las moscas. No sorprende que los colonos se estén apoderando del Estado.

El proceso ya está muy avanzado. El nuevo jefe de la Policía es un antiguo colono que lleva kipa. Al igual que el jefe de los servicios secretos. Cada vez más oficiales del Ejército y la Policía son colonos. En el Gobierno y en la Knesset, los colonos ya tienen una influencia tremenda.

Hace unos 18 años, cuando mis amigos y yo declaramos el primer boicot israelí contra los productos de los asentamientos, ya veíamos lo que se nos venía encima.

Esta es ahora la verdadera batalla para Israel.

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