El sultán y el traidor
Ilya U. Topper
El plan estaba bien diseñado. Recep Tayyip Erdogan, primer ministro de Turquía, sabía que la única persona capaz de sacar el país de las llanuras en las que lleva vegetando un siglo y volver a convertirlo en la potencia internacional que fue bajo los otomanos, era él. Enarbolando la bandera del islam. Pero no podía hacerlo solo.
Erdogan, islamista visionario, sólo representa a un 50 por ciento exacto de Turquía. La otra mitad se divide entre laicos socialdemócratas, ultranacionalistas y la izquierda kurda. Hacía falta un aliado. Un gran pacto de Estado. Y sólo había un candidato: los kurdos.
La función del califa, la de reunir a todos los musulmanes bajo su égide, es una aspiración de Erdogan
Do ut des: yo te doy y tú me das. Erdogan tenía algo que ofrecer: la paz. Tras 30 años de guerra sangrienta, con decenas de miles de muertos, por fin los kurdos, población oprimida, pisoteada, masacrada, hasta hace poco sin permiso siquiera de hablar su propia lengua, podrían ser orgullosos ciudadanos al mismo nivel que el resto. Cuando une la fe, la lengua no importa. Sólo tenían que hacer una cosa a cambio: elevar a Erdogan al trono.
Trono es un decir. Lo de proclamarse califa de verdad, un cargo que no existe en la práctica desde que se murieron los nietos de Mahoma, y que sólo con ánimo folclórico, para impresionar a los europeos, rescataron los últimos sultanes otomanos, es una fantasía enteramente orientalista que en Turquía nadie podría defender so pena de ser enterrado bajo carcajadas.
Pero la función del califa, la de reunir a todos los musulmanes bajo su égide, sí es una aspiración de Erdogan. Turquía, casi cabeza económica del mundo musulmán, por detrás de Indonesia y en competición con Arabia Saudí, podría ser perro guía de una región con más de mil millones de musulmanes, la quinta parte del mundo.
Esto también es un decir. Turquía no es un país musulmán. El último líder visionario que tuvo Anatolia, Mustafa Kemal Atatürk, acabó con siglos de un imperio multirreligioso e impuso algo distinto: una república laica. Lo hizo sin miramientos: como dictador en el buen sentido (romano) de la palabra. Y sólo alguien igual de visionario e igual de dictador puede acabar con un siglo de laicismo y volver a erigir el islam en bandera, convertir a los turcos en primera cohorte de una ‘nación musulmana’ planetaria: Recep Tayyip Erdogan.
Sólo alguien igual de visionario e igual de dictador que Atatürk puede acabar con un siglo de laicismo
Para esto es necesaria una reforma constitucional, no hay otra vía, descartado el estamento militar que jamás apoyaría un ‘sultán’ islamista (ya costó dios y ayuda meterlo en cintura mediante macroprocesos falseados que le rompieron el espinazo). Una reforma que necesita dos tercios del Parlamento, cifra inalcanzable por ahora, o al menos tres quintos, para poder plantearla en referéndum. Estas aritméticas son posibles: el AKP, el partido islamista en el poder desde 2002, y los diputados kurdos juntos, alcanzan esta cifra.
En el referéndum se habrían unido dos medidas: borrar de la Carta Magna el artículo 66 denostada por los kurdos, que define como “turcos” a todos los ciudadanos de la República, y dar plenos poderes ejecutivos al presidente. Se habría aprobado.
Paz por papeletas. Trato hecho.
No sabemos si algún líder en el bando kurdo dijo sí a este trato. Es llamativa cómo subrayó el papel del islam Abdullah Öcalan, el fundador del PKK, la guerilla kurda, en su manifiesto de 2013 que proclamó el fin del conflicto armado. Quizás hubo figuras favorables a la idea en el polifacético partido HDP, formación de la izquierda prokurda. Quizás era una salida honrosa para los dirigentes del PKK, exiliados en Iraq, una opción de dar carpetazo al conflicto y negociar una amnistía.
Lo que es seguro es que Erdogan daba el trato por hecho. No sólo él: también gran parte de la izquierda turca. Esta izquierda que en las protestas de Gezi en 2013 se hermanó por primera vez con los movimientos kurdos, frente a un enemigo común: Erdogan. Pero que recelaba en las elecciones locales de 2014 del HDP porque al final, eso se decía en los mentideros del país, los políticos kurdos pactarían. Le darían al AKP los votos necesarios para convertir Turquía en una república presidencialista, tal y como estaba pidiendo Erdogan en todas las tribunas.
Sería una república en la que no existirían ya frenos parlamentarios a los poderes del presidente. No es que hasta ahora haya habido muchos, porque la mayoría absoluta del AKP estaba puesta al servicio de la palabra del presidente. Pero una mayoría absoluta se puede perder. Erdogan habría renovado su cargo de forma vitalicia. Habría sido el sultán.
Erdogán vetó un acuerdo para el desarme del PKK y una democratización de Turquía como patria común
Un sultán por obra y gracia de los políticos kurdos. Porque la paz y los derechos de su pueblo, se decía, les importarían más que los derechos humanos de toda Turquía. Por eso, en las elecciones tras Gezi, los candidatos independientes afiliados al HDP y a su marca kurda, el BDP, sacaron apenas un 6,1 por ciento en las locales, lejos del 10 por ciento requerido para entrar como partido al Parlamento.
Por eso era arriesgada la apuesta de Selahattin Demirtas, dirigente del HDP, cuando renunció a la fórmula de los candidatos independientes (35 escaños asegurados) y jugó va banque en las elecciones nacionales de junio pasado. Puso al tablero las siglas del partido. O todo o nada.
En febrero, Erdogan vetó el acuerdo de Dolmabahçe que estaban firmando, tras meses de arduas negociaciones, el Gobierno del AKP, la cúpula del PKK y Öcalan desde su celda, con los diputados del HDP como mensajeros y garantes. El acuerdo preveía el desarme del PKK y una democratización de Turquía como patria común de turcos y kurdos. Erdogan dijo no.
Semanas más tarde, el 17 de marzo, Selahattin Demirtas subió al estrado en el Parlamento. Faltaban dos meses y medio para las elecciones. Anunció que iba a dar el discurso más breve de la historia parlamentaria. Dijo:
– Señor Recep Tayyip Erdogan: Mientras exista el HDP, no te haremos presidente. No te haremos presidente. No te haremos presidente.
Ese día, Selahattin Demirtas ganó su apuesta. El HDP obtuvo un 13,1 por ciento el 7 de junio, saltando la barrera con una holgura insospechada. Y con ese mismo golpe apeó al AKP de su mayoría absoluta, renovada desde 2002. Puso fin a una época de hegemonía islamista.
El deber del HDP era respaldar al AKP en las elecciones. No cumplió el trato: Demirtas era un traidor
También este día, Demirtas rompió el proceso de paz entre Ankara y el PKK, dijo cuatro meses más tarde, el 28 de julio, un cercano consejero de Erdogan, el viceprimer ministro Yalçin Akdogan. “El HDP traicionó el proceso” resumió sus palabras el diario progubernamental Sabah. Porque no hubo “reciprocidad” por parte del HDP, dijo ese mismo día el propio Erdogan: “En las elecciones generales (del 7 de junio) sufrimos pérdidas. Así no se pudo continuar el proceso”.
En otras palabras: para que Gobierno y guerrilla firmasen la paz, el HDP no debería haber actuado como un partido de la oposición. Su deber era respaldar al AKP en las elecciones. Paz por papeletas. No cumplió el trato. Selahattin Demirtas era un traidor.
La respuesta llegó pronto: el 20 de julio, un yihadista masacró a 33 personas de la izquierda prokurda en Suruç, cuando iban camino de Kobani. El PKK asesinó a dos policías mientras dormían en lo que reivindicó como “represalia”. El Ejército empezó a bombardar posiciones de la guerrilla. Los milicianos lanzaron ataques contra comisarías, convoyes militares y hasta policías de aduana o de tráfico en medio país. En semanas, la guerra, esta guerra que parecía tan profundamente enterrada en 2013, estaba en pleno auge. En cuatro meses murieron más soldados y policías – sin contar civiles ni guerrilleros – que en todo 2012, que ya fue el año más sangriento de la década.
La víctima de la guerra fue el HDP: su discurso integrador y pacifista que tanto aplauso y tantos votos ha recibido desde grandes partes de la izquierda urbana, progresista turca, quedaba ahogado en sangre. Cada sargento acribillado por el PKK en una emboscada era una urna con votos quemada. Es casi un milagro, o quizás sea un certificado de la madurez política de la sociedad turca, que el HDP continúa manteniendo un 12-13 por ciento en las encuestas para el 1 de noviembre. La guerra no ha podido cumplir su propósito.
La pregunta que se hacen muchos es por qué el PKK entró al juego. ¿Por qué la cúpula reivindicó en julio, mediante comunicado oficial, un asesinato de dos policías tan horrendo, tan reprobable (y tan contrario a las clásicas tácticas guerrilleras del PKK) como para legitimar una respuesta bélica contundente del Gobierno? ¿Por qué admitió semanas después que ese asesinato lo cometió una célula “por su cuenta”, pero no lo condenó? ¿Por qué se lanzó a pleno gas a la guerra, no sólo con los tiroteos de monte que es fácil de presentar como “heróicos” a quienes aún creen en la limpieza de las armas, sino también con emboscadas en las autovías, acribillando a oficiales camino a casa, a veces con sus familiares? Por qué hizo lo posible para desacreditar ante el público cualquier opción de paz?
Un pacto entre caballeros: entre una cúpula guerrillera sin escrutinio y un aspirante a sultán
El HDP – cuyos votos dependen en parte de aquellos sectores kurdos que siguen considerando al PKK como abanderado de una heróica “resistencia” – nunca lo dirá, pero en aquella izquierda que le vota precisamente porque es la alternativa a la guerrilla, se busca la respuesta: porque el PKK, se concluye, sí firmó aquel trato.
Un pacto entre caballeros: entre una cúpula guerrillera crecida entre armas, nunca sometida a un escrutinio democrático, y un aspirante a sultán deseoso de dejar atrás toda votación en el Parlamento. Todo habría sido tan perfecto. Un juramento de lealtad, un besamanos, una amnistía, un reparto de poder y prebendas. Suena medieval, pero son medievales los discursos de Erdogan, salpicados con terminología otomana, conceptos religiosos y tribales. Y por mucho que los dirigentes del PKK citen a Marx, no existe organización guerrillera que en 30 años no acumule estructuras mafiosas, vías de financiación, luchas entre facciones, ambiciones de poder. Un poder que sólo se puede conservar bajo la égide de un sultán. No en las urnas.
Y rompió la baraja Demirtas y pidió urnas. No se lo perdonaron.
Habría sido tan fácil tener una Turquia en paz, unida, fuerte, islamista, sin rastro de libertades
El HDP tuvo que saber que así puso sobre el tapete la paz y los derechos de los kurdos. Saltaron por los aires en explosiones de sangre. Habría sido tan fácil tener una Turquía en paz, unida, fuerte, islamista, bajo un mando único, sin lugar a disidencias, sin rastro de libertades, con el futuro diseñado para veinte años más, o lo que le quede de vida a Erdogan.
Ahora lo que tenemos es una Turquía en guerra, profundamente peleada, con una parte agarrada tenazmente al laicismo, con un Parlamento fraccionado, con prensa resistiendo a las presiones, con gente dispuesta a ir a la cárcel pero aún capaz de decir, alta y clara, su opinión. En una palabra, una democracia. Frágil como todas las democracias.
Demirtas, el partido que le respalda, los millones de kurdos que votan a este partido, y que lo volverán a votar este domingo 1 de noviembre, sacrificaron la paz suya, sus derechos particulares, en aras de un bien mayor: los derechos de setenta millones de ciudadanos de Turquía. Pusieron fin al tribalismo, eligieron la democracia.
Ya podrían otros tomar ejemplo.
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