Entrevista

Fabio Morábito

«Escribir supone tratar la propia lengua como extranjera»

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 15 minutos
Fabio Morábito (2006) | © El Correo de Andalucía
Fabio Morábito (2006) | © El Correo de Andalucía

Nació en Alejandría (Egipto) en 1955, y pasó su infancia en Milán hasta que, con 15 años, se marchó a Ciudad de México. “»Mi verdadero lujo es éste: haber nacido donde no he de volver jamás, casi no haber nacido”, dice. “A lo mejor todos nacimos en Alejandría”. Siempre ha escrito en español, “este idioma que no es mío”, agrega.

Fabio Morábito ha traducido también a autores italianos como Eugenio Montale o y el Aminta de Torquato Tasso. Es autor de poemarios como Lotes baldíos (1985),  De lunes todo el año (1992),  Alguien de lava (2002) o Delante de un prado una vaca (2013), o relatos como los de También Berlín se olvida (2004) o Grieta de fatiga (2006), entre otros. Su último libro publicado en España, además de una antología de Cuentos populares mexicanos, es la colección de ensayos breves El idioma materno, publicado por Sexto Piso, donde no faltan referencias a sus obsesiones recurrentes, conceptos como identidad, raíz y hogar.

«Escribir en una lengua no materna es un tema constante en mis reflexiones»

En El idioma materno empieza usted hablando de una experiencia infantil con la lectura, que le lleva a establecer un vínculo entre escritura y traición, ¿puede explicarlo?

Sí, cuando me pregunté por qué me dio por escribir, fueron aflorando recuerdos que tenía enterrados, y en todos ellos veía algo que ayudaba a responder esa pregunta. No encontré nunca el hecho espectacular, el episodio decisivo. Sospecho que no es solo mi caso, todo se suele deber más bien a azares y confluencias.

Hay una circunstancia que puede ser elocuente para los más perezosos, y es su procedencia múltiple, las mudanzas y vaivenes que pueden propiciar una vocación como la suya.

No sé, eso en todo caso me ha dado una dirección. El hecho de escribir en una lengua no materna es un tema constante en mis reflexiones, pero no creo que haya sido determinante para que yo me convirtiera en escritor. Creo que es difícil para cualquier persona establecer la verdadera genealogía de lo que uno termina siendo.

Alejandría ¿marca al menos algún tipo de impronta que podríamos llamar kavafiana?

«Alejandría es una ciudad que basta nombrarla para entrar en una dimensión literaria»

Si es una semilla, es una semilla redescubierta, porque abandoné Alejandría a los tres años. Para mí Alejandría siempre fue un poco mitológica, me preguntan mucho por ella y siento no poder satisfacer a todos. Después, claro, he descubierto a Kavafis, y a Ungaretti, que nació allí, hijo de italianos también… Es una ciudad que basta nombrarla para entrar en una dimensión literaria. Pero es una ciudad que siento ajena, no me siento alejandrino en absoluto, tampoco milanés, no logro sentirme del todo mexicano, y me pregunto si ese sentimiento de no pertenencia sí haya podido influir en el hecho de haberme decantado por la literatura, por esa seguridad mínima que nos da la literatura.

Aunque estará usted cansado de contarlo, me gustaría que recordara cómo se dio ese nacimiento. ¿Vivían sus padres allí?

Mi padre y mi madre vivieron allí, aunque eran italianos. Mi madre nunca llegó a aprender el árabe, pero mi padre sí, como todos los hombres, porque eran los que salían a la calle. Lo habla todavía muy bien. Allí permanecimos hasta que Nasser nacionalizó Egipto, y toda la colonia europea se fue: franceses, italianos, ingleses… Sobre todo ingleses, entonces el país era casi un protectorado inglés.

Las mujeres, entonces, ¿vivían en una especie de gueto?

«Vi Egipto muy deteriorado; El Cairo me pareció la ciudad más sofocante que he visto»

Era un típico gueto europeo de clase media en África. Seguramente había clasismo y racismo, hubo ciertos roces, llegaron a matar incluso a gente, sobre todo inglesa, en torno al 58. Nosotros nos fuimos en condiciones muy precarias, lo poco que teníamos nos lo quitaron, pero llegamos a Milán. Recuerdo muy poco, porque tenía como tres años. Cuando volví hace algún tiempo, en 1998, sí vi que habían cambiado los nombres de las calles. En esa época las calles tenían nombres franceses, pero todo se arabizó. Preguntamos a los viejitos, y llegamos a la calle donde yo había nacido. Tomé muchas fotos, se las mostré a mis padres y dijeron: es otro Egipto. Lo vi muy deteriorado, Alejandría sobre todo. Y bueno, El Cairo me pareció la ciudad más sofocante que he visto. Y debo decir que me sorprendió que muchos miraran a mi mujer con cierta agresividad, quizá porque iba vestida a la europea, a pesar de que llevaba tapados los brazos.

Para usted cruzar de un lenguaje a otro, ¿es igual que cruzar fronteras? ¿Tiene el oficio de traductor algo de contrabandista?

Para mí la traducción ha sido muy importante, primero para aprender bien español. Fue a través de la traducción de poetas italianos, que empecé a sentirme en confianza con nuestro idioma. Y al mismo tiempo, era una forma de despedirme de mi idioma materno. Normalmente uno traduce a su idioma materno, y yo hice al revés, llevar mi idioma materno a otro que había aprendido más tarde. Creo que sin ese ejercicio previo de la traducción, tal vez nunca me habría animado a escribir. Ha sido no solo un ejercicio técnico, sino de decisión vital. Por otra parte, pienso que todo escritor es un traductor, en el sentido de que escribir supone tratar la propia lengua como lengua extranjera. La lengua literaria es la lengua extranjera por excelencia, la que nunca se llega a dominar del todo.

¿Piensa que todos esos autores que cambiaron su lengua materna, Pessoa, Conrad, hacían ese esfuerzo por partida doble?

Habría que ver cada caso, pero yo enfatizaría eso: estos ejemplos clásicos, aunque hay muchos más, tienen en común llevar al extremo la necesidad de ver la propia lengua de manera distante, a veces incluso hostil, porque escribir es afrontar dificultades de las que solo el escritor se da cuenta. Todo el mundo puede redactar bien con un poco de entrenamiento, pero el que escribe se da cuenta, tiene consciencia de la dificultad, hasta cierto punto de la imposibilidad de escribir.

El mercado confunde mucho al simple redactor del escritor de verdad. ¿Es difícil distinguirlos?

Sí, el aluvión de novelas mediocres en todas las lenguas demuestra que nos están dando libros redactados, y no escritos. La redacción está ganando cada vez más peso a la escritura.

«El aluvión de novelas mediocres demuestra que la redacción está ganando cada vez más peso a la escritura»

Me interesa, en su libro, las versiones o falsificaciones que ensaya usted de clásicos como La Odisea u otros. ¿Una de las tentaciones del escritor, además de crear, es imaginar cómo podrían haber sido las creaciones de otros?

En algún sentido, estamos estudiando siempre el mismo punto, poniendo y quitando elementos. Y en otro sentido, hacemos crítica en el mejor sentido, es decir, tratando de releer y entender cosas que creemos que otros no entendieron. A mí me pasó claramente con Kafka: siento que La metamorfosis es el descubrimiento de ser escritor. Gregorio Samsa, al descubrirse como un bicho horrendo, en realidad está descubriendo su vocación literaria. Una vocación que Kafka entendió toda su vida como una condena.

En varios pasajes del libro habla de esa condena como algo frente a los otros, que condiciona nuestras relaciones a todos los niveles. Y explica cómo “la aceptación de que escribir es una forma de darle la espalda al prójimo”…

Sí, es una de las líneas temáticas del libro. Escribir es traicionar: traicionamos nuestra lengua materna, primera traición; y traicionamos a los demás, que nunca podrán esperar demasiado del escritor. Un escritor utiliza todo, utiliza a los demás, a las personas que quiere, para convertirlas en personajes, o en fragmentos de personajes. Está siempre dándole la espalda a una serie de lealtades que todo el mundo da por supuestas, vampirizando, robando, tergiversando…

«Un escritor utiliza a los demás, a las personas que quiere, para convertirlas en personajes»

Nuestro común amigo Fran Cruz me habló de cierto texto suyo sobre el argentino Antonio Porchia, donde establece un paralelismo con su propia experiencia con el lenguaje. ¿Cómo fue?

Con Porchia, nacido en Italia, me pregunté por qué solo escribía aforismos, por muy brillantes que fueran. Nunca llegó a escribir un poema, ni siquiera un poema corto. Todo era una línea. Pienso que tiene que ver con la inseguridad lingüística, con el hecho de creer que solo podrías llegar a dominar una porción relativamente breve del lenguaje. Una parte fácilmente memorizable, con una música interna… Eso lo llevó al aforismo. Si se hubiera quedado en Italia, no habría escrito nada. Era un hombre de extracción humilde, autodidacta, y seguramente el hecho de que su padre fuera un cura que dejó de ser cura… Pero se convirtió en maestro de la brevedad en un idioma desconocido, dentro del cual todavía se notan trazas de italiano.

¿Incluso para alguien que no conozca el italiano? Su precisión con el español era impresionante…

No, claro, él se concentró en esa herramienta y le sacó el máximo. Hay que recordar también que el español y el italiano son parecidos, todo lo que puede ser interferencia contiene también una parte de sentir el idioma español más fácilmente que otros. Y a la vez no te quitas nunca los errores. Es como dos gemelos, aunque se odien y dejen de verse, cuando se encuentran hay un reconocimiento instantáneo. No recuerdo qué italianista ponía el ejemplo de un español que aprende al mismo tiempo italiano y alemán: al año habla mucho mejor italiano, a los tres años ya se equiparan, y a los cinco habla mejor alemán.

«Yo empecé a traicionar bastante a Montale con tal de despertar algo de su música»

¿Cuáles han sido sus poetas italianos?

Un poco los clásicos, desde Pavese, Montale, Ungaretti, Saba… Saba es quién quizá más se parece a mi mundo privado, como visión de la vida. Hay algo de Machado en Saba, de ahí que le interesara tanto a Montale. Pero Montale tiene una locura, una destreza musical, que a mí me seduce mucho. El reto de traducir a Montale para mí fue precisamente tratar de rescatar esa música, ya que los demás traductores, por más diligentes que fueran, nunca hicieron ese esfuerzo. Yo empecé a traicionar bastante a Montale con tal de despertar algo de esa música.

¿Ocurrió algo así con su trabajo con Tasso?

Sí, y Antonio Alatorre me lo criticó, pero me pareció un poco ingenuo, ¿no? A mí me encantó la polémica con el mayor filólogo, pero sus argumentos me parecían de abuelito. Defendiendo la versión de Jáuregui de hacía cinco siglos, una versión maravillosa que Cervantes cita en el Quijote, me reprochaba: “Tú no pones zagalejo”. Pero pongo muchachito porque zagalejo es una expresión que yo no entiendo, no siento. Tienes que usar palabras que tú comprendas. Para él era el fracaso total. Para mí, en cambio, Jáuregui comete un error, que alarga la traducción en más de cien versos. Eso es porque le dio un ritmo demasiado idílico, dulzón, que el que tiene el original de Tasso, que es más ríspido, más duro.

Y en esa dirección fue usted…

Yo traté de recuperar esa dureza, que me parecía además más acorde con el espíritu moderno. Si Tasso reescribiera ahora esa obra, lo haría seguramente con más rispidez. A Alatorre no le gustó esa música, pero cuando uno traduce de otra época, está condenado fatalmente a ser moderno. No se vale estar a medias, decir “voy a poner unas gotas de arcaísmo para que no me digan nada”. Además, después de cuatro siglos, ¿para qué repetir lo que hizo Jáuregui de manera inmejorable?

¿Han sido estos empeños el modo de mantener el vínculo con Italia?

«En Messina, a las cinco de la mañana llegan los carabinieri a detenerme por desertor»

Sí, aunque he vuelto asiduamente. Como sé que te gusta Sicilia, te contaré algo que me ocurrió allí, cuando me arrestaron por desertor. Cuando dejamos Italia, faltó el registro de que nos habíamos ido, y cuando llegó la edad del servicio militar nos llamaron a mi hermano y a mí, pero ya no estábamos. Y ahí quedó ese registro de desertores, esperándome. Cuando con 40 años regreso con mi mujer y mi hijo, por control antimafia, todas las noches la policía pedía la lista de clientes de los hoteles. Nos alojamos en Messina y a las cinco de la mañana llegan los carabinieri a detenerme. Tuvimos que ir al distrito militar para aclarar el asunto y que vieran que todo estaba bien. Me echaron a perder el viaje porque, después de las aclaraciones, les pedí que me borraran del todo. Non possiamo cancellare, me dijeron. ¿Cómo que no? ¡Si ya ha quedado claro que soy inocente! Solo me ofrecieron una carta firmada por el general, para mostrarla en Palermo, Agrigento o donde fuéramos. ¡Pero solo tenía validez para un día! Cada vez que llegaba a una ciudad, iba directo a la estación de policía para que no me despertaran todas las noches.

¿Qué clima político le tocó vivir en su juventud?

Viví allí un poquito antes del terrorismo de las brigadas Rojas. Me tocó la bomba de Milán, la de la plaza de las Cinque Giornate. Llegué la última semana del año 69, antes de los Años de Plomo…

Entonces su primera lengua de enamorarse y aprender de la vida fue el italiano, ¿No?

Sí, crecí diciendo amore, ti voglio tanto bene… [risas] Me enamoré de Italia, verdaderamente. No fue fácil marcharme a México, porque México e Italia no tienen nada que ver. Si me hubiera ido a Brasil, a Argentina…

Quizá nunca se ha escrito, o redactado, tanto como ahora, gracias a (o por culpa de) las nuevas tecnologías. ¿Cómo vive usted esta revolución?

«Agradezco que mi madre pudiera leer lo mismo a Shakespeare que a Corín Tellado»

No sé si es una revolución. Siempre ha habido una mala y malísima literatura acompañando a la buena. Recordamos a Lope de Vega, Calderón, Cervantes, pero no al montonal de escritores que tal vez tenían en su tiempo la misma credibilidad que estos nombres… Por otro lado, yo no creo que nadie pueda hacerse escritor leyendo solo a los clásicos. La mala literatura tiene la ventaja de pregonar de manera muy explícita los códigos que de otro modo serían menos accesibles. Yo agradezco que mi madre fuera una lectora muy desordenada, que pudiera leer lo mismo a Shakespeare que a Corín Tellado. Pero no creo que nada dañe la salud espiritual de las personas ni la buena literatura, que se hace siempre de espaldas a la mediocridad. Por otra parte, es verdad que la escritura de cartas de antes requería más pericia que el sms, pero eso no quiere decir nada. Le damos demasiada importancia al hecho electrónico, aunque tal vez los tachones y las correcciones nos mantenían antaño en un estado de alerta, mientras que la computadora hace la trampa de mostrar siempre una versión limpia, nítida e impecable, como si estuviese listo para entrar en imprenta. Eso hace que muchos se sientan escritores sin serlo.

Una última cuestión: la primera noticia que tuvimos de su obra fue como poeta, ¿cómo se lleva el hacedor de versos Fabio Morábito con el prosista, ensayista o narrador?

Siempre he escrito poesía y narrativa. Nunca he podido hacerlo al mismo tiempo, no puedo mezclar. Para descansar de la poesía procuro escribir narrativa, nunca se me ocurre ni siquiera hacer algunos versos. Ignoro cómo se alimentan mutuamente, pero con el tiempo he llegado a la convicción de que el cuento tiene más que ver con la poesía que con la novela. El esquema mental del cuentista se parece más al del poeta, entre otras cosas porque se escribe línea tras línea, de un modo imprevisible. El novelista rara vez arranca sin saber lo que va a contar, a veces de un modo incluso estructurado.

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