Ser virgen a los 35 años
Soumaya Naamane Guessous
Me estaban entrevistando dos periodistas cuando me encontré de repente en una situación insólita: tener que legitimar las relaciones sexuales sin matrimonio.
Cuando se acabó la entrevista, una de las dos periodistas me abordó: “Estamos sufriendo, y usted es la única que nos puede encontrar una salida. Tenemos más de 35 años y somos todavía vírgenes. Nunca hemos tenido relaciones sexuales”. ¿Tengo que precisar que las dos chicas llevaban velo? Una de ellas me echa en cara lo que considera que es mi responsabilidad: “Usted ha sido la primera sacar a la luz el problema de la virginidad. Usted debe continuar. Su papel no se puede quedar en un mero análisis. Usted debe proponer soluciones”.
“Usted es la especialista en sexo, usted debe decirme lo que tengo que hacer”
Así que me veo aplastada por la pesada responsabilidad de un orden establecido desde hace siglos por una cultura muy machista. Respondí: “Para mi es un honor excesivo considerar que esta peliaguda tarea me toque a mí. ¿Qué salidas desean ustedes?” Respuesta: “Religiosas, legislativas y sociales. No sabemos cuáles, pero lo que sí sabemos es que así no se puede continuar”.
La discusión que siguió a este desahogo repentino me hizo tomar consciencia del sufrimiento de estas chicas y de miles de otras que arrastran su virginidad que se convierte en un lastre cada vez mayor conforme van cumpliendo años.
¿Representan estas chicas unos casos excepcionales? ¡No! Tengo que confesar que con frecuencia cada vez mayor me van buscando otras “víctimas” que, desamparadas, acaban expresándose para confiarme sus angustias. Algunas me echan la culpa: “Usted no hace nada por nosotras. Usted se contenta con lamentarse de nuestra situación, cuando publica sus artículos. Usted se promociona mientras que nosotros seguimos hundidas en nuestra depresión”.
Una chica joven me dijo: “Usted es la especialista en sexo, usted debe decirme lo que tengo que hacer”. Ya podía yo insistirle en que no soy especialista en sexo sino en sexualidad, porque el sexo tiene otras profesionales, y no pienso formar parte. Ya podía explicarle que mi papel no es hacer apología del desvirgamiento y que esto debe ser una decisión individual. Nada que hacer. Me piden sensibilizar a los intelectuales feministas, organizar encuentros con ulemas, psicólogos, sociólogos y juristas para que ellas puedan tener una vida sexual sin cometer un pecado y sin vulnerar las tradiciones. La idea es excelente, pero me deja perpleja pensar cómo llevarla a cabo, vistos los objetivos propuestos.
Chicas desesperadas
Tienen 35 años o más, han realizado estudios, tienen un puesto de trabajo atractivo, son autónomas en lo que a finanzas se refiere y están emancipadas intelectualmente, pero viven en un cuerpo que no está adaptado a su perfil. Un perfil que asusta a los hombres cuando se plantean el matrimonio.
Ellas no se han casado en los límites de edad previstos por las normas sociales. Esperan aún encontrar un marido que les convenga. Pero conforme pasen los años, se desesperan cada vez más. Al horizonte se divisa la barrera fatídica de los 40 años, que va borrando progresivamente la esperanza de casarse. Suenan las primeras notas de la alarma de la procreación, anunciando el principio del declive del reloj biológico. Así comienza otra angustia: “A los 36 años ya no tengo esperanza de casarme. ¡Mi pesadilla es ahora morir virgen!”
“A los 36 años ya no tengo esperanza de casarme. ¡Mi pesadilla es ahora morir virgen!”
“Mi frustración aumenta cuando imagino que no será el matrimonio que me vaya a desvirgar. Si al menos fuera cristiana, me compensaría ofrecer mi virginidad a Jesucristo”, dice un mujer soltera de 39 años. “Morir virgen, ¡qué desperdicio!”, añade. “Y más cuando el Corán promete a los hombres encontrar un paraíso con huríes eternamente vírgenes, pero para nosotras, las mujeres, ¡no tiene previsto nada de nada! Habré vivido con mis frustraciones, que arrastraré eternamente en el Más Allá. Dios mío, ¡¿por qué no me has creado hombre?!”
Son guapas, son inteligentes, están en la flor de la edad, pero han vivido desgarradas entre las llamadas de su cuerpo y las de la moral. Son hijas de buena familia, respetan los tabúes religiosos y culturales y han intentado proteger su honor asfixiando sus impulsos sexuales y rechazando toda invitación erótica. Del amor sólo conocen los besos. “Nunca me he desnudado en presencia de un hombre”. “No conozco más que los besos y las caricias en los asientos del coche. Siempre me he negado a subir a casa de los hombres con los que salía, para evitar todo riesgo”.
Hoy día, ellas reivindican cada vez más, y con fuerza, su derecho al placer. Lo que me piden estas chicas no es el matrimonio sino la posibilidad de hacer el amor para descubrir por fin la voluptuosidad extrema que ellas sólo conocen a través de la lectura, el cine y las confidencias de sus amigas, que sí se han atrevido.
Pero es difícil dar el primer paso. Los tabúes religiosos los disuaden, sobre todo a aquellas que llevan velo. Y el tabú cultural a menudo parece aún más pesado que el religioso. “Es verdad que lo que me ha disuadido es el miedo al pecado. Pero tengo todavía más miedo a la sociedad, de hacer daño a mi familia, y sobre todo a no encontrar a un marido que me acepte sin ser virgen”.
La virginidad se ha presentado con tanta insistencia como valor supremo de una chica que muchas solteras temen perder la autoestima si se dejan desvirgar: “No quiero que me equiparen a una prostituta”. “Siempre me ha dado miedo de arrepentirme, de odiarme y de estropear todo lo que he conseguido en la vida. Me han repetido tantas veces que la virginidad determina el valor de una chica que he acabado aceptando que ésta es mi cualidad esencial”.
“La virginidad, que yo consideraba mi orgullo, se ha convertido en mi defecto, mi complejo»
Cuando una chica se considera islamista, parece resignarse y confiar en Dios. “Es la voluntad de Dios, Él ha querido privarme de aquello”. “Si Dios no ha querido que lo pruebe, lo acepto”. “Si soy todavía virgen es porque Dios me ha protegido del matrimonio, que seguramente no debió de ser bueno para mí”, dice una mujer velada de 44 años. Las más “islamizadas” no niegan su deseo, pero aseguran encontrar una compensación en el rezo y el ayuno.
Ser virgen a los 35 o más tarde se vive como una tara, un símbolo de desgracia, una privación. “Tengo vergüenza de ser virgen a mi edad. El himen, del que yo estaba tan orgullosa a los 25 años, se ha convertido en una plaga, un lastre, a mis 35 años”. “Me siento anormal. Cuando me hago la higiene íntima, tengo la sensación de tener gestos de una chiquilla de 15 años, asustada por la entrada de su vagina, que nunca ha explorado”. “Sufro cada vez que tengo la regla, cuando me tengo que poner una compresa. Sueño con poder meterme un tampón, como hacen todas las mujeres normales de mi edad”. “La virginidad, que yo consideraba mi orgullo, se ha convertido en mi defecto, mi complejo. Odio mi cuerpo de adolescente habitado por el alma de una mujer madura”.
«Estoy virgen y sin marido. No he tenido ninguna recompensa por portarme bien»
Los complejos se agrandan por la mirada de los demás. “Ya no voy a las bodas de mis primas, que he visto nacer. No puedo evitar pensar que ellas, que son una chavalitas, van vivir normales. Yo, mayor que ellas, arrastro un cuerpo cerrado herméticamente”. Una situación que puede llevar a la marginalización: “Ya no tengo amigas. Ellas se han casado todas, y cuando hablan de su sexualidad, me siento incómoda”.
Algunas se han amargado mucho y ponen en tela de juicio su educación y los valores a las que se agarraban antes, sea por convicción, sea por miedo de las consecuencias si se apartaban de ellos: “Lo que más me me pesa es que he respetado la religión y sobre todo los principios de mi educación. Ahora me encuentro virgen y sin marido a mis 37 años. No he tenido ninguna recompensa por portarme bien. He perdido mis referencias, ya no sé si soy una chica como debe ser o una pobre que ha creído en un ideal que me inculcaba mi madre: ‘Protege tu virginidad y conocerás la felicidad’. Mi virginidad la tengo bien guardada entre mis piernas, mi doctorado universitario lo tengo en el bolsillo, pero mi felicidad es mera ilusión”.
“Las chavalas de 20 años lo han entendido: hacen por desvirgarse cuanto antes para aprovechar la vida
Es una sensación de injusticia intolerable: “He hecho todo lo que la sociedad me exige. ¿Y mi recompensa? La soledad y la frustración a los 39 años. Yo era una “chica de buena familia”. A mi edad, la cultura que tanto he respetado, me castiga mostrándome una imagen de mí misma que lleva la etiqueta de “solterona”, alguien que se señala con el dedo y que a los demás les da lástima”.
Es una pérdida de referencias justificada por un cambio demasiado rápido en el comportamiento de las más jóvenes: “Las chavalas de 20 años lo han entendido. Ellas hacen por desvirgarse cuanto antes para aprovechar la vida. No le ven ninguna utilidad a esa maldita membrana. Y tienen razón. Yo ya no sé qué está bien y qué está mal. Me vuelvo esquizofrénica en una sociedad con doble cara”.
Los efectos de la satisfacción sexual son visibles: “Una chica satisfecha florece: le brillan los ojos, tiene una tez sonrosada, camina ligera y con armonía. Yo estoy apagada, replegada sobre mí, amargada… “
Esta es la primera parte del texto publicado por la autora.
M’Sur publicará la segunda parte la próxima semana.
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