Crítica

El asesino anda suelto

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 12 minutos

Carlos Pérez Merinero
Cuentos completosmerinero-cuentos

Género: Relato
Editorial: El Garaje Ed.
Páginas: 442
ISBN: 978-84-9450 100-5
Precio: 22 €
Año: 2016
Idioma original: castellano

¿Quién mató a CPM? Para empezar, me gustaría remontarme unos 25 años atrás, cuando cayó en mis manos por primera vez un ejemplar –Bruguera, bolsillo, librería de viejo Raimundo– de Días de guardar. La recomendación venía de un primo mío que mi sirvió de guía en mis primeros pinitos de lector voraz, y nunca le estaré lo suficientemente agradecido. Aquella novelita era justo lo que necesitaba: algo breve, divertido y salvaje, en consonancia con el rock duro que escuchaba a todas horas. Días de guardar era todo eso y algo más: estaba condenadamente bien escrita.

De modo que, aunque en los años sucesivos mi gusto iría mudándose a múltiples barrios y ampliando su horizonte, ese título quedaría para siempre fijado en mi devocionario, y como tal lo iría regalando, robando y recomendando por doquier, que es como siempre han funcionado estas cosas. Me daba igual que el tipo no fuera prestigioso, me daba igual que posara mejor o peor en las fotos (de hecho, hasta hace poco jamás había visto una foto suya), me daba igual que no saliera en los periódicos ni en televisión, me daba igual que los popes (primero Cela, Delibes y Torrente, luego vendrían otros) jamás hablaran de él. Carlos Pérez Merinero, en adelante CPM, para mí siempre sería un grande.

Salvo cierto homenaje en Cuenca, ningún salón o feria dedicado al género se acordó de él

En todo este tiempo, el nombre de CPM se me ha antojado una especie de consigna secreta, un código para iniciados. La mayoría de “expertos” en novela negra que conozco ignoraban limpiamente su existencia. Salvo cierto homenaje en Cuenca (¡), ningún salón o feria o semana dedicada al género se acordó de él. Paco Camarasa, de la finada librería NegrayCriminal, sí lo controlaba y hasta me vendió una de sus raras novelas de finales de los 80, El papel de víctima.

Cuando supe que el tipo seguía vivo quise entrevistarlo, que es lo que trato de hacer siempre con la gente que admiro, pero Juan Madrid me dijo que era un señor muy raro que vivía con su madre, como dándome a entender que sería una empresa baldía. Hasta que, hace tan solo unos años, me enteré por alguna breve necrológica que Pérez Merinero había muerto. Ahora, con motivo de la feliz salida a la luz de sus Cuentos completos, muchos de los cuales vieron la luz en cabeceras como Penthouse o Diario 16, vuelvo a preguntarme: ¿Quién mató a CPM?

«Me di cuenta de que lo que escribía CPM era más salvaje que todo lo que vivíamos nosotros»

CPM fue mi mejor amigo, y el escritor más salvaje que conocí. Yo me había criado en Rentería en los 80, en un ambiente muy duro. Pero cuando leía a CPM me di cuenta de que lo que escribía era más salvaje que todo lo que vivíamos nosotros. Tenía un amigo que vestía un gabán negro de vasco nihilista, y en el bolsillo siempre llevaba un ejemplar de Días de guardar. Cuando nos aburríamos, lo abríamos por cualquier página, y siempre era genial. Cuando lo conocí en persona, llamé a mis amigos para decirles que era un señor con corbata. “¡No era un punki como pensábamos!” (Ion Arretxe, ilustrador)

A CPM lo mató, para empezar, la primera persona del singular. Después de publicar varios ensayos sobre cine español en los 70, debutó en 1981 con Días de guardar. El primer relato de los recopilados en este nuevo volumen es del mismo año. El escritor abrazaba los nuevos aires de libertad y, al mismo tiempo, parecía interesado no tanto en celebrar con espíritu festivo los albores de la democracia, en plan Movida, sino en reflejar la España siniestra que perduraba tras cuatro décadas de dictadura. Una España primaria y brutal como sus personajes, enferma de frustración, política, social, sexual, emocionalmente tarada, con su capacidad de diálogo limitada a la hostia limpia y el tiro seco. Una España desvirgada en el burdel o en el descampado, alfabetizada a bofetones, anestesiada después a base de tele y fútbol.

CPM no fue el único que ofreció al respetable público ese espejo, pero sí fue quien con más convicción decidió asumirlo desde el yo. No con la distancia del narrador omnisciente, que debía de parecerle un sinvergüenza, no con la asepsia del inspector con guantes que resuelve oscuros casos, sino metiéndose en la piel del criminal. Casi reclamando para él la simpatía, o la condescendencia, del lector. Sus protagonistas de los primeros 80 pegan, roban, matan, a menudo con las manos desnudas, violan, y sin embargo casi siempre escapan. No hay castigo ejemplar para ellos. No hay moralina.

«Lo que cuenta es tan duro que solo lo puedes asumir desde el humor»

Uno de sus desenlaces recurrentes es el monólogo en que el fugitivo especula sobre su futuro, se pregunta adónde podrá huir, cómo será su vida futura. Yo no puedo evitar relacionar esos perfiles con la España de entonces, llena de asesinos sueltos, de gente con turbios pasados que se reinventaba a marchas forzadas. La sociedad estaba en otra cosa, pero CPM no les quitaba el ojo de encima.

La cultureta lo fue arrinconando. En la post-Transición se fue tejiendo una red específica, un aparato ideológico de Estado, un campo cultural muy concreto. Y la literatura de CPM, desde las primeras líneas, era subversiva. De hecho, cada vez que lo leo me pone nervioso su literatura, tengo que eliminar esa sensación de turbación de niño bien, educado en colegio de curas. Lo que cuenta es tan duro que solo lo puedes asumir desde el humor. (Javier Maqua, director de cine)

A CPM lo mató la pacatería. Sus primeros relatos y novelas, como se ha dicho, contienen unas dosis de violencia física, verbal y sexual que harían fortuna entre el público, pero por poco tiempo. La nueva ola de corrección política iba a barrer rápidamente cualquier atisbo de crueldad carpetovetónica, empezando por identificar al escritor (o artista en general) con el contenido de su obra. Algo tan absurdo como acusar a Caravaggio de apología de la decapitación por pintar Judith y Holofernes, o a Bruno Mattei de defensa de la antropofagia por filmar Apocalipsis caníbal. “Un intento de corromper a los lectores con una generosa exhibición de porquerías”, así definió Días… Jorge Martínez Reverte en una despiadada (¿o despistada?) crítica.

Sus cuentos no habrían sido como fueron sin la influencia de cómics como los de Robert Crumb

De nada le sirvió a CPM echar mano del recurso del humor, a veces por la vía de un casticismo restallante (que revela al buen lector tanto como al buen oído callejero), otras por lo desopilante de las situaciones expuestas. CPM fue un maestro de la comedia negra, o negropornográfica, en un momento en que lo negro no daba tanto yu-yu como hoy. Pienso, por ejemplo, en una revista como Harakiri, humor bestia y sangriento, que data de 1980, o en el más morigerado clásico Torpedo 1936, de Sánchez Abuli y Bernet, que se inaugura en 1981.

Creo que sus cuentos no habrían sido como fueron sin la influencia de cómics como los de Robert Crumb, con aquellas mujeres voluptuosas y fortísimas que acomplejan a los pobres hombrecillos, los de Richard Corben, con féminas no menos corpulentas, y los de tantos otros donde el erotismo y la violencia se mezclaban sin que nadie pensara que se trataba de un código de conducta recomendable. Quedaba tiempo aún para que llegara Bret Easton Ellis y todo eso se convirtiera en metáfora del consumo desaforado…

CPM vivió siempre en la misma casa, la de nuestros padres, y durmió siempre en la misma cama, todas las noches. Contemplaba el mundo desde un ventanal minúsculo, y desde allí conocía a todos los vecinos, aunque se inventaba sus nombres: el Gorrilla, el Madriles, el Jomeini… Cuando llamaba alguien y mi madre decía que era un amigo, exclamaba antes de coger el auricular: “¡Yo no tengo amigos!”. Salía muy poco, a tirar la basura, y aunque mi madre separaba los residuos orgánicos de los inorgánicos, él los arrojaba a los bidones contrarios. “¡Que se joda el mundo!”, exclamaba. Bromeaba siempre con la posibilidad de perderse en esas salidas. Una vez se perdió. (David Pérez Merinero, hermano del escritor)

A CPM lo mató el cambio de los vientos. El mercado editorial fue virando hacia un sistema en que el autor pasaba a convertirse, cada vez más, en una pieza fundamental de las operaciones de márketing. La sobreexposición a través de medios, actos públicos, premios y estrategias comerciales varias estaba en las antípodas de los intereses del hogareño CPM.

Fueron proliferando escritores que, además de fotogénicos y telegénicos, ofrecían evasión, entretenimiento y modernidad. En sus cuentos se ve muy bien: cuando intuye que su personal estilo destroyer no va a ser aceptado por los que pagan, él, que ante todo aspira a ser un escritor que se gane el pan con su trabajo, que sabe que no puede hacer otra cosa que escribir (a lo sumo escribir para el cine, como demostró con hitos como Amantes o La buena estrella) da un ligero golpe de timón a su narrativa. Empieza, por ejemplo, a ejercitarse en la figura del detective, pero le sale un arquetipo muy querido e identificado con él mismo, el mirón, el voyeur.

Atenúa su salvajismo y explora otros terrenos, como el terror piscológico a lo Hitchcock

“Lo único que tenía que hacer era mirar”, empieza diciendo uno de ellos. Sus relatos se espacian en el tiempo y, haciendo de la necesidad virtud, atenúa su salvajismo y explora otros terrenos, como el terror psicológico a lo Hitchcock (Compañeros en el crimen, Un cadáver de regalo), profundiza en la vertiente social y política (Dicen que la distancia es el olvido, El mensaje del náufrago) y llega incluso a practicar una metafísica del asesinato. En definitiva, saca a relucir una pletórica madurez sin renunciar a su querencia por una prosa fibrosa, donde suceden continuamente cosas, nunca ensimismada. Tal vez consciente de que el tiempo se acaba, comenzó a fechar sus relatos con pequeñas anotaciones: noviembre de 2010, cuando todo, incluida la luz del día, parece que se acaba; o: cuando el Betis es líder. De momento, de Segunda. Pero todo se andará…

Lo peor de la realidad es que roza (CPM, escritor)

A CPM acabó matándolo la vida, esa realidad que siempre te roza, y de la que ya habían desertado tantos y tantos compañeros de profesión. En sus últimos años intensificó su labor como cuentista, pero el género primero había sido confiscado por los sudamericanos, luego abandonado como literatura menor por las editoriales, y finalmente reivindicado por una nueva generación de autores y lectores esnob, sin ningún interés por rescatar antiguallas setenteras u ochenteras.

La literatura policiaca volvía a estar de moda, pero sus protagonistas eran ahora eficaces servidores del Estado

Si no hacían caso a Aldecoa, a García Hortelano o a Quiñones, ¿por qué iban a hacérselo a aquel tipo raro y misántropo que escribía cosas tan desagradables? Ya casi no quedaban, además revistas donde poder vender sus historias. La literatura negra y policiaca volvía a estar de moda, pero sus protagonistas eran ahora, casi unánimemente, fieles y eficaces servidores del Estado. Además, alguien que había escrito ¡en 1987! que no hay género “más conservador y reaccionario, donde el triunfo de la ley y el orden es la marca de fábrica, y donde la más mínima infracción del código se persigue encarnizadamente” no tenía sitio en el nuevo club.

Su literatura es caliente, como corresponde a alguien nacido en Écija, la consabida sartén de Andalucía; luego se recrió en Jerez, ciudad de señoritos en donde le tocó conocer los sótanos del barco, los barrios deprimidos y feroces. Acabó en Madrid, ciudad hermosa y difícil, más en los años que transcurrieron entre la larga noche franquista y lo que tenemos hoy, sea lo que sea. Como bético, aprendió la dignidad y la estética de la derrota.

Releyendo los cuentos de CPM, uno no puede evitar dos cosas: una, preguntarse si el asesino no anda suelto aún, si al menos parte de esa España del puñal y el estupro no habrá logrado, de algún modo, salirse con la suya. Y dos, pensar que CPM, como en esos giros algo forzados de ciertas ficciones, sigue vivo. En sus mejores páginas desde luego, y quién sabe si también en asomado al ventanuco de aquel piso madrileño de donde apenas salía, salvo para tirar la basura como si fuera un hombre normal, un vecino cualquiera.

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