El crepúsculo del califato
Karlos Zurutuza
Sirte (Libia) | Septiembre 2016
Puede ser roja, amarilla o azul. La guerra en Sirte hace tiempo que se libra casa por casa, y las fuerzas libias pegan sobre sus uniformes cinta adhesiva; un color cada día para distinguirse de sus enemigos. Desde el Cuartel General, Ali Mangush, miliciano, asegura que toda precaución es poca.
“El problema no son sólo los terroristas sino todo lo que dejan por el camino en su retirada”, explica el joven, mientras estampa el adhesivo sobre su chaleco antibalas. Hoy toca azul. Para Mangush, Sirte es hoy “una inmensa escombrera llena de trampas mortales”.
“Cualquier lugar puede esconder una bomba trampa, muchas activadas con un sedal de pesca. Abres un cubo de basura, una puerta, un armario… y bam!!”, explica este joven de tan solo 22 años pero que ha combatido ya en dos guerras. La anterior fue la de 2011.
Los ultraislamistas están cercados en un espacio de un kilómetro cuadrado en el centro de la ciudad
La paranoia se ha agudizado tras el reciente descubrimiento de una red de túneles que los yihadistas usaban para entrar y salir a su antojo de la ciudad y, sobre todo, para atacar al enemigo desde la retaguardia. La muerte el pasado 1 de octubre de Jeroen Oerlemans, un periodista holandés, lo corrobora. El informador cubría labores de desminado en una zona alejada del frente cuando fue alcanzado por un francotirador.
El Estado Islámico izó la bandera negra en Sirte en febrero de 2015, y no fue hasta mayo de 2016 cuando se activó “Estructura Sólida”, la operación militar cuyo objetivo es expulsar a los yihadistas de la estratégica ciudad. Las fuerzas terrestres han avanzado con el apoyo de ataques aéreos desde aviones de combate estadounidenses. Datos del Pentágono apuntan que han sido 175 hasta el pasado 24 de setiembre y, a día de hoy, los ultraislamistas están cercados en un espacio de apenas un kilómetro cuadrado en el centro de la ciudad.
Daesh en Libia es fruto del vacío de poder en un país con tres Gobiernos enfrentados
En gran medida, el Daesh en Libia es fruto del vacío de poder en el país tras el final del mandato de Gadafi. No en vano, existen tres Gobiernos enfrentados: uno en el este, otro en el oeste, y un tercero, el Gobierno Unidad Nacional (GNA), que cuenta con el respaldo de la ONU y dirige actualmente la operación militar en coordinación con Misrata. La tenue pátina de legitimidad que ostenta el GNA es la que le ha permitido oficializar una intervención internacional que permita frenar el avance del Estado Islámico en Libia. Una eventual victoria sobre los ultraislamistas ayudaría al GNA a conseguir el favor de un pueblo que sigue mirando con desconfianza al último Ejecutivo en sumarse a la lista.
A un lado de la carretera que conduce hacia el frente todavía son visibles los restos carbonizados del coche en el que viajaba Gadafi. Tras cuatro décadas en el poder fue linchado a pocos metros de ahí, hace ya casi cinco años. El desarrollo del combate hoy también recuerda al de entonces, cuando Sirte era la última plaza de los leales a Gadafi. Mangush constata similitudes en el desarrollo de ambas ofensivas, pero también una diferencia sustancial:
“Entonces luchábamos contra libios, eran seres humanos como nosotros. Hoy vienen de todas partes y se comportan como animales”, lamenta el joven desde una furgoneta en cuyos altavoces retumba una canción muy popular entre la milicia entre el ruido de fondo de morteros y obuses. «Sabed, hijos de Bagdadi, que Misrata no es Ramadi», dice el estribillo, en referencia a Abu Baker al Bagdadi, el iraquí que lidera la organización yihadista.
Escuchar música, sintonizar canales de TV extranjeros, fumar… Casi todo era una ofensa a Dios
Los mástiles desnudos a la entrada del barrio de Zafaran, al oeste de Sirte, se alzan hacia el cielo como testigos mudos de la barbarie. Medio centenar de desgraciados fueron crucificados allí por los “hijos de Bagdadi” durante los meses en los que Sirte se convirtió en parte esencial del “califato”; la réplica libia de Raqqa, la capital del Estado Islámico en Siria. Se trataba de un espectáculo recurrente y macabro al que se obligaba a asistir a todos, niños incluidos. Escuchar música, sintonizar canales de televisión extranjeros, fumar… Casi todo era una ofensa a Dios en el caso de los hombres. En cuanto a las mujeres, bastaba con que fueran invisibles para evitar problemas.
Los ocupantes se han comportado en Sirte como en Irak o en Siria, o como ya lo hiciera Al Qaeda en la región sunita de Anbar (oeste de Irak) durante la pasada década. El centro de gravedad de todo movimiento insurgente es su conectividad con la población local, y la falta del mismo ha sido el principal error estratégico del Daesh en Sirte.
Si bien no tan dantescas como las de la plaza de las ejecuciones, la escenas siguen siendo de pesadilla en el hospital justo enfrente.
“Dios es grande”, repite entre estertores de dolor un miliciano cubierto de sangre mientras es trasladado de la ambulancia al recinto. El último coche bomba del día se ha llevado su pierna derecha.
“Son su arma más temible”, asegura Abdu Mohamed, médico voluntario. Todos en Sirte lo son. “A la tremenda deflagración se le suma las bolas de acero y todo tipo de escoria con la que cargan el coche. Muchos llegan aquí sin ni siquiera ser conscientes de que han sido salvajemente mutilados”, añade este sanitario con demasiadas horas de trabajo acumuladas, y muy pocas de sueño.
Nadie duda de que los coches bomba suicidas están detrás de la mayoría del más de medio millar de víctimas entre las fuerzas libias, pero los francotiradores del enemigo tampoco les van a la zaga. Hassan Onbes, traumatólogo en Trípoli y hoy médico de campaña en Sirte, dice que disparan al cuello. “Los terroristas saben que un tiro en el pecho, o incluso en la cabeza, no es necesariamente letal. Pero un tetrapléjico jamás volverá a luchar”.
Antiguos gadafistas e incluso inmigrantes subsaharianos se han sumado al Daesh en Sirte
Los hospitales en Sirte trabajan convenientemente engrasados gracias a la labor de sanitarios cualificados, pero la improvisación parece ser la norma en el frente. Y es que no hablamos de un Ejército regular sino de un conjunto de brigadas. La mayoría son de Misrata, a 235 km al oeste, pero también es posible dar con combatientes de la propia Sirte. Un joven de 28 años que responde al nombre de Haytham no tiene inconveniente en relatar cómo era la vida en el califato magrebí:
“No había hospitales, ni servicios básicos… faltaba de todo. Si ibas al edificio de su administración a pedir algo tenías que hablar con un hombre de espaldas que nunca atendía tus demandas”, recuerda el miliciano, mientras recupera fuerzas con una empanada de carne y una Pepsi.
“Al principio dijeron que eran Ansar Sharia -grupo creado en 2011 que aboga por la implantación estricta de la charia-. Entre otras muchas cosas, prometían que traerían de vuelta el aparato de Gadafi. Luego se dividieron: unos juraron lealtad al Daesh, y los que se negaron abandonaron la ciudad. Para cuando nos dimos cuenta ya se habían hecho con el control de todo”.
Una vez declarado el califato en Sirte, Haytham explica que se sumaron al grupo antiguos gadafistas, e incluso migrantes subsaharianos.
“A los negros los tenían presos en el edificio del Banco de Sirte. Supongo que muchos de ellos vieron una oportunidad de escapar pero al final han muerto aquí, o lo harán pronto”, apuntaba, apurando su refresco, antes de volver a su posición en el frente.
Testimonios como éste y otros recogidos sobre el terreno coinciden con el relato que aporta sobre el fenómeno del Daesh en Libia Javier Martín, delegado de la Agencia Efe en el norte de África y también desplazado a Sirte durante la ofensiva.
Unos salen corriendo mientras otros se niegan a dejar una pipa de agua a medio fumar
“La caída del régimen de Muamar Gadafi hizo que numerosos cargos, medios y altos, de su Ejército escaparan a Túnez. Muchos de ellos se instalaron en las poblaciones del cinturón costero de la capital -como la Marsa, Gammarth- mientras que otros optaron por la ciudad de Susa, a unos 190 kilómetros al sur”, explicaba el periodista y autor de «Estado Islámico, Geopolítica del caos» (Catarata, 2015).
“Cuando en 2013 el nuevo gobierno tunecino se moviliza contra Ansar al Sharia, al que se acusa de los asesinatos ese año de dos conocidos políticos de la izquierda tunecina, éstos buscan refugio en Kairauan, cuarta ciudad santa del islam y situada a un centenar de kilómetros al oeste de Susa. Desde allí parten muchos de los yihadistas tunecinos, locales y retornados de Siria, que se integran en la rama libia del Estado Islámico. Y es allí donde estrechan lazos y colaboración con esos exoficiales gadafistas con ánimo de revancha”, apuntaba Martín, suscribiendo un discurso que recuerda al mismo origen del Estado Islámico en Iraq, donde antiguos oficiales iraquíes leales a Saddam Hussein también participaron activamente en la creación del movimiento.
Durante el último año, fuentes de la inteligencia libia han constatado un tráfico de combatientes yihadistas hacia Sirte desde Bani Walid, antiguo bastión gadafista a 300 km al oeste en el que se refugió Saif al Islam, segundo hijo de Gadafi, antes de ser capturado en noviembre de 2011. El pasado mes de febrero, 15 vehículos en los que viajaban presuntos miembros del Estado Islámico eran destruidos en un ataque aéreo sobre dicha localidad.
Morir matando
Por el momento, la guerra no cesa en el centro de Sirte.
“¡Un coche bomba!”, alerta un miliciano en una de las arterias principales de Sirte. Las reacciones no pueden ser más diversas: están los que conducen marcha atrás por la carretera principal, pero también los que arriesgan su vida adentrándose en callejones en los que las bombas caseras se emboscan entre la basura. Unos salen corriendo mientras otros se niegan a dejar una pipa de agua a medio fumar. Esta vez hubo suerte y no fue más que una falsa alarma.
Diversas cabeceras internacionales habían apuntado a la presencia de tropas británicas y estadounidenses sobre el terreno. Desde Centro de Operaciones Especiales de Misrata, el general Mohamed al Ghasri, portavoz de “Estructura Sólida”, negaba tal extremo a Ara insistiendo en que sólo hay tropas libias combatiendo sobre el terreno, “si bien el enemigo se nutre de combatientes llegados de muchos países como Túnez, Egipto o Sudán”.
Walid, otro miliciano más en las calles de Sirte, dice que reconocía acentos extranjeros en conversaciones interceptadas desde walkie-talkies. Jamás se atrevería a acercarse a ninguno, “ni aunque salgan con las manos en alto”.
“Muchos llevan chalecos explosivos, es muy peligroso acercarse a ellos”
“Muchos llevan chalecos explosivos, es muy peligroso acercarse a ellos”, explica Walid mientras se afana en buscar restos humanos de suicidas que corroboren su versión. No tendrá suerte en ese momento, pero los veremos casi a diario durante el avance de las fuerzas libias.
Fuentes militares estiman en menos de un centenar el número de yihadistas atrincherados hoy en un puñado de bloques de viviendas. Pero los combates continúan con una violencia que parece aumentar a medida que el enemigo se ve acorralado. Se trata de un auténtico jarro de agua fría para las fuerzas libias ya que, durante las últimas semanas, se venía repitiendo con insistencia que la caída de Sirte sería “cuestión de días”. A primeros de este mes, el propio Mohamed Tahar Siyala, Ministro de Exteriores del GNA, reconocía que la batalla por Sirte “está siendo más dura de lo esperado”.
Un futuro incierto
En cualquier caso, es cuestión de tiempo. La pérdida de su bastión en Libia, antes o después, constituirá un auténtico mazazo para la moral del Daesh, cuya propaganda no dejaba de repetir que la ciudad era su bastión más próximo a Europa. Además, se trataba del único lugar fuera de Iraq y Siria en el que los yihadistas habían sido capaces de establecer una forma de gobierno paralela a la de Mosul o Raqqa.
Pero recuperar Sirte no significa necesariamente el fin de los “hijos de Bagdadi” en el país. Analistas especulan con la posibilidad de que muchos de ellos se conviertan en “células durmientes” en ciudades como Trípoli o Bengasi, donde ya han cometido atentados suicidas, o se replieguen hacia el inhóspito sur del país. Es allí donde pueden confluir, a título individual o colectivo, con Al Qaeda en el Magreb (AQMI) y el resto de grupos afines cuyos combatientes atraviesan las fronteras de Chad, Níger y Argelia sin ser molestados.
Existe “una negociación en curso” sobre quién debe controlar la ciudad una vez liberada
Por otra parte, la demora de la operación sobre Sirte se presta a todo tipo de elucubraciones, sobe todo desde el sorpresivo avance el pasado septiembre de las fuerzas del general Haftar. La máxima autoridad militar del Gobierno rival en el este del país se hacía entonces con el control de los principales puertos petrolíferos de Libia, a menos de 200 kilómetros al este de Sirte.
Fuentes diplomáticas del GNA explican que existe “una negociación en curso” sobre quién debe controlar la ciudad una vez liberada. Desde Misrata, el general al Ghasri se mostraba tajante al respecto: ”Nuestras fuerzas implementarán un mandato de entre seis y ocho meses hasta que la ciudad pueda ser transferida a la nueva autoridad local”, explica el portavoz de “Estructura Sólida”.
Menos diplomáticos, comandantes de milicia sobre el terreno coincidían en que sería Misrata la que controlara Sirte en el futuro.
“No podemos cometer los mismos errores de 2011”, insistía Abu Hissam, líder de la brigada 12, una de las más fuertes combatiendo hoy en Sirte.
Tampoco se puede hablar de certezas sobre el destino que aguarda a los 80.000 habitantes de una ciudad que se ha visto reducida a ruinas tras siete meses de combates. Mientras esperan al desenlace final, la mayoría lucha por sobrevivir como desplazados internos en Misrata, Bengasi o Trípoli. En la capital es fácil dar con multitud de ellos haciendo cola en los bancos cada martes. Ese es el día que se les ha asignado para que puedan seguir cobrando sus sueldos.
Anwar Zubeidi lleva desde las cuatro de la madrugada guardando la cola. A las nueve de la mañana explica que hace pocos días vio su casa, destruida, en unas imágenes en televisión. Y ya es la segunda vez.
“En 2011 fueron los rebeldes los que destrozaron la ciudad, y ahora vuelve a ocurrir”, lamenta este vecino del centro de Sirte. A diferencia del resto en la fila, dice no tener prisa en volver.
“¿Para qué? ¿Para ver cómo vuelve a arrasar la ciudad el siguiente en llegar? ¿Para seguir dando tumbos por todo el país?”, espeta este maestro de escuela que no pisa su clase desde que el Daesh cerró su escuela. Se quedará en Trípoli, dice, en casa de un familiar.
“Si tuviera dinero no me molestaría en volver ni reconstruir mi casa de nuevo”, admite. “Simplemente me iría de Libia, sin pensármelo dos veces”.
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