Sijilmasa no existe
Ilya U. Topper
Dirección: Oliver Laxe
Género: Largometraje
Intérpretes: Ahmed Hammoud, Shakib Ben Omar, Said Aagli, Ikram Anzouli, Ahmed El Othemani
Produccción: Zeitun Films / Rouge International
Guión: Oliver Laxe, Santiago Fillol
Duración: 96 minutos
Estreno: 2016
País: España
Idioma original: magrebí (subtítulos en castellano)
Quien intente encontrar un motivo en esta narración será llevado a juicio. Quien intente encontrar una moraleja será exiliado. Quien intente encontrar un argumento será fusilado (Mark Twain, Huckleberry Finn).
Mimosas llamábamos en Marruecos a esos árboles de procedencia foránea (son acacias australianas) que en primavera se cubren de bolitas amarillas suaves-suaves, que dan ganas de acariciar. Todo lo contrario a las rocas del Atlas, desnudas, ásperas, con aristas que hieren como alfanjes. Esas rocas que componen el escenario casi exclusivo de Mimosas, el filme de Oliver Laxe, una especie de road movie onírica a lo marroquí, si hay que buscarle una definición.
Porque definir la película es difícil: aquí se solapa todo. La llanura en alguna parte del sur del Gran Atlas, donde los taxistas hacen cola por su pan diario. Las nieves perpetuas de las cumbres con sus ríos mortíferos de helada corriente. El siglo XXI que en Marruecos es mucho menos XXI que en otras partes. Un tiempo remoto que podría ubicarse en cualquier momento entre 1600 y 1920, pero que en Marruecos es mucho menos remoto que en otras partes. Hay que fijarse en la ausencia de algunos elementos (hoy se colaría una botella de plástico) para averiguar que no es el presente.
En Marruecos no se reza. Se tiene fe, que es distinto
Un jeque de barbas blancas quiere llegar a Sijilmasa, aquella ciudad al sureste del Atlas, para morir en su tierra. Atravesando la cordillera con una caravana de mulas, algo que se antoja imposible. En alguna parte de la llanura, el dueño de una flota de taxis le da una orden a un joven inexperto: tiene que ayudar a la caravana a llegar a su destino. Por qué, cómo se le ocurre, no lo sabremos. El chaval, Shakib, no tiene más que su fe, pero hará lo que puede.
La fe. Que no la religión, porque de religión nadie sabe aquí, y aunque la película, empezando por el título, atrae por su incoherencia, quizás sí habría que reprocharle al director el intento algo orientalista de dividirla – innecesariamente – en capítulos nombrados con las diversas posiciones del rezo islámico, junto al igualmente innecesario intento de respaldar este concepto con unos treinta segundos de imagen de un hombre rezando. En Marruecos no se reza. Se tiene fe, que es distinto.
Esta es una historia de fe, de voluntad y de entrega, de cobardía y de tenacidad. Hay un viejo generoso, hay una chica muda, hay un fiel compañero, hay bandidos y hay desgracias. Otro habría ubicado la historia en las Rocky Mountains, con un par de pistolas al cinto, y habría salido un extraño western. Oliver Laxe ha soñado Marruecos. Lo ha soñado como lo habría soñado un marroquí algo tocado del chícharo, entre pipa y pipa de kif. Le creemos.
Muestra un Marruecos que a ratos podría ser el de las nieves al norte del Muro en Juego de Tronos
No sabemos qué nos quiere contar Oliver Laxe, ni parece que a él le importe que lo sepamos. Pero al menos, eso es un mérito, no cae en el manido hábito de su colega Ben Rivers, ante cuyas cámaras vimos a Laxe en 2015, en una igualmente insondable cinta con nombre aún más insondable (The sky trembles and the Earth is afraid and the two eyes are not brothers), de necesitar a Paul Bowles para ver Marruecos.
Otro mérito es mostrarnos un Marruecos que a ratos podría ser el de las nieves eternas al norte del Muro en Juego de Tronos: sí, sí, el bled es esto también (prácticamente cualquier capítulo de la serie se podría filmar en Marruecos, como casi cualquier época histórica puede encontrarse hoy viva en este país. A Shakib no le hace falta una máquina del tiempo para trasladarse de los taxis a la caravana: el siglo XXI y la Edad Media, en Marruecos, ya lo dije, se solapan, se fusionan, se transmutan). Pero quizás esto sea el resumen más sencillo de la historia de la caravana, con héroes y canallas: un breve episodio de Juego de Tronos, soñado por un marroquí enamorado de los planos largos de paisajes insuperables, composiciones visuales imborrables.
No hace falta una máquina del tiempo: el siglo XXI y la Edad Media en Marruecos se solapan
Y vuelven a correr los taxis por la llanura, en una imagen aún más onírica que la de las mulas por los riscos del Atlas, como si de una carrera se tratase, no sabemos hacia dónde. Pero empezamos a tener la sospecha de que están inmersos en otra road movie. O quizás en la misma, con los mismos personajes, porque creemos atisbarlos a través de las ventanas ¿es la misma señora?¿la misma chica? ¿existen a la vez en ambos planos de la realidad, del tiempo?
Quizás fuera esa otra historia, la de los currantes del taxi (los dueños del hierro los llamábamos cuando yo era chico) en un Marruecos de hoy día la que quiso contar Oliver Laxe. Quizás transcurra de forma paralela durante los 90 minutos de la película, mientras nosotros estamos enganchado a las imágenes del Atlas, las piedras, los ríos, la nieve. No la vemos, porque quizás no haga falta verla, está ahí, solo cabe imaginarla.
Hasta que al final ambos planos se mezclen y Ahmed, el héroe cobarde entre mulas y bandoleros, aparece golpeado por un taxi, y Shakib, el virgilio de otro mundo – es decir del mundo de hoy – aparece montado en un blanco corcel entre motos y carricoches. Porque hay que terminar una misión, en esas ruinas que alguien soñará que es Sijilmasa.
Porque si no lo sabían, Sijilmasa, esa histórica ciudad del sur de Marruecos, más legendaria que histórica, de altas torres y relucientes murallas, nunca se ha ubicado en los mapas.
¿Te ha gustado esta reseña?
Puedes colaborar con nuestros autores. Elige tu aportación
Donación única | Quiero ser socia |