Un día cualquiera

por Manu Brabo
Oración en masa contra el golpe liderado por el general Sisi. Plaza Rabaa Al Adawía, El Cairo, Egipto, 2013. Funeral de rebeldes y civiles. Guerra civil de 2011. Bengasi, Libia, 2012.Niños sirios en un campo de refugiados en la frontera turca, cerca del pueblo de Azaz, Siria, 2013.Soldados rebeldes disparan contra posiciones del ejército libio en Sirte, Libia, 2011.Combatientes del PKK  en el Kurdistán iraquí. Mayo de 2016.Refugiados sirios caminan por el ferrocarril, frontera entre Serbia y Hungría en Horgos, Hungría, 2015. Un rebelde sirio ilumina el cadáver de un compañero durante su entierro en Aleppo, Siria, 2012. Un rebelde sirio corre tras atacar un vehículo blindado del ejército sirio en el distrito de Izaa, Aleppo, 2012.Vista de una de las avenidas principales en Sirte. Libia, 2011Semanas de enfrentamientos entre  rebeldes y ejército para controlar Sirte. Libia, 2011Civiles corren a refugiarse ante los ataques de rebeldes y soldados libios. 2011.

No habrá paz para los valientes

La guerra está narrada por cobardes. La viven los cobardes, pero, sobre todo, son los cobardes quienes la sobreviven. Los valientes mueren. La lógica es irrefutable: no existiría de otra forma la épica, el género lo inventó quien necesitaba llenar con epítetos un vacío de cicatrices.

Creamos héroes en las páginas de periódico e ilustramos epopeyas en montajes de un minuto en televisión. Dibujamos siluetas recortadas en humo de mortero, cincelamos arrugas de cansancio en la frente del guerrero que regresa de la batalla, pulimos lágrimas en el rostro de una madre que llora la muerte de un hijo. Así intentamos dar sentido a las cosas. Porque, han de tenerlo, ¿cierto? Si no, ¿para qué contarlo? Enaltecemos la barbarie y la hacemos tangencial a la vida cotidiana para inspirar empatía.

Porque si hay algo que define la guerra es la cotidianeidad, pero la real, esa que se nos escapa en las elipsis. La aburrida, la cansina. La de un chaval sirio que sube selfies a Instagram desde un gimnasio en Suiza porque no tiene amigos que hacer en las horas que transcurren desde que deja de cocinar kebabs hasta que regresa a encender las máquinas de un sitio de comida rápida. O la de esa vieja desquiciada en un campo de refugiados en Irak que no para de llorar y gritar y llorar y gritar y gritar y gritar; le han matado a la hija y ni siquiera se puede hablar con ella para sacarle alguna declaración.

La rutina sucia, escatológica. La del guardián libio de un centro de detención de inmigrantes que te insiste en que te pongas la mascarilla en la boca para hablar con los «africanos», no vaya a ser que de la peste que emana la habitación abarrotada se te vaya a pegar algo malo. La del olor a descomposición en dos acepciones porque en el frente es más fácil morir que cagar.

Lo cotidiano es cobarde, porque el valor lo define todo aquello que no hacemos, que no haríamos o que nos atrevemos a hacer. La guerra cotidiana es cobarde, está narrada por cobardes, por estudiantes de enfermería que hacen prácticas en un hospital de campaña en Sirte, por refugiados sirios que malviven en Líbano porque no quieren luchar al otro lado de la frontera, por milicianos reclutados entre minorías en Nínive bajo la promesa de un sueldo y un estatus y un arma para matar el tiempo, por activistas que ahogan en zumos o en cervezas las ganas y el miedo de cambiar sus vidas en Cairo o en Túnez o en cualquier otra parte.

Como cobardes, contamos lo que no somos. Como cobardes, atribuimos. Como cobardes, engendramos héroes cotidianos que mueren en la guerra, porque fuera no tienen sentido.

Laura Jiménez Varo