Opinión

Llora, amada patria

Uri Avnery
Uri Avnery
· 8 minutos

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Cualquier persona a favor de la pena de muerte es un completo imbécil, un cínico incorregible o un perturbado mental. O las tres cosas.

No existe terapia que cure estos tres defectos. No merece la pena ni intentarlo.

El imbécil no es capaz de comprender las aplastantes pruebas que llevan a la refutación. Para el cínico, la defensa de la pena de muerte es una forma eficaz de conseguir votos. El perturbado goza con la sola idea de una ejecución. No escribo para ninguno de ellos, sino para los israelíes de a pie.

Una vez más, comenzaré relatando mis experiencias personales.

La ejecución de Ben-Yousef en 1938 cambió mi vida. Decidí ocupar su puesto: me uní al Irgun

En 1936 la población árabe de Palestina se alzó en armas. La persecución nazi había provocado que muchos judíos huyeran a Palestina, mi propia familia incluida, y la población árabe local veía que se les arrebataba su país de las manos. Hubo una violenta reacción. Ellos la llamaron la Gran Rebelión. Los británicos hablaron de “disturbios” y nosotros de “los sucesos”.

Grupos de jóvenes árabes atacaban a los vehículos británicos y judíos en las carreteras. Los británicos condenaron a muerte a unos cuantos. Dado que los árabes no cesaban en sus ataques, algunos sionistas de derechas comenzaron una campaña de “represalias” en la que disparaban a vehículos árabes.

Los británicos apresaron a uno de ellos. Se llamaba Shlomo Ben-Yosef y era un emigrante ilegal polaco de 25 años que militaba en la organización derechista juvenil Betar. Había lanzado una granada a un autobús árabe, que no llegó a explotar, y había disparado unos cuantos tiros que no hirieron a nadie, Sin embargo, los británicos vieron una oportunidad de demostrar su imparcialidad.

Condenaron a muerte a Ben-Yosef. La población judía estaba perpleja. Incluso los que se oponían a las “represalias” pidieron clemencia. Los rabinos rezaban por él. El día de la ejecución se aproximaba inexorable. Muchos esperaban un indulto en el último momento. No se produjo.

La ejecución de Ben-Yousef el 29 de junio de 1938 conmocionó a la población judía. Causó un profundo cambio en mi vida. Decidí ocupar su puesto. Me uní al Irgun, la organización clandestina más radical. Solo tenía 15 años.

Si repito esta historia es porque se puede extraer de ella una enseñanza fundamental. Un régimen opresor, sobre todo si es extranjero, siempre cree que ejecutar “terroristas” disuadirá a otros de unirse a las filas de los rebeldes.

En un pelotón siempre hay al menos un soldado sádico y uno ético, los demás se dejan influir

Esta idea se deriva de la arrogancia de los gobernantes, que piensan que los gobernados son seres humanos inferiores. En realidad, el resultado es siempre el contrario: el condenado se convierte en héroe nacional y por cada rebelde ejecutado docenas de otros rebeldes se unen a la causa. La ejecución engendra odio, y el odio genera más violencia. Si además se castiga a la familia del condenado, las llamas del odio se alzan aún más altas.

Es de una lógica aplastante. Y sin embargo no está al alcance de los gobernantes.

No olvidemos que en Palestina hace unos 2000 años ejecutaron por crucifixión a un simple carpintero. No hay más que fijarse en los resultados.

En todo ejército hay siempre un cierto número de sádicos que se hacen pasar por patriotas.
Cuando yo servía en el ejército, una vez escribí que en cada pelotón siempre hay al menos un soldado sádico y uno ético. Los demás no son ni lo uno ni lo otro. Se dejan influir por uno de los dos, dependiendo de cuál tenga más personalidad.

La semana pasada sucedió algo horrible. En Cisjordania y en la Franja de Gaza ha habido manifestaciones diarias desde que el payaso en jefe norteamericano hiciera su declaración acerca de Jerusalén. Los palestinos de la Franja de Gaza se acercan al muro de separación y lanzan piedras a los soldados del lado israelí. Los soldados tienen orden de disparar en respuesta. Cada día hay palestinos heridos, cada pocos días hay algún palestino muerto.

Uno de los manifestantes era Ibrahim Abu-Thuraya, un pescador palestino de 29 años sin piernas. Se las amputaron hace nueve años después de resultar herido en un ataque aéreo israelí.

Lo llevaban en silla de ruedas por el suelo lleno de baches que conduce al muro cuando un francotirador del ejército lo mató de un tiro. Estaba desarmado. Solo estaba “incitando a la violencia”.

El asesino no ha sido un soldado cualquiera de los que disparan a la multitud sin molestarse en apuntar. Por el contrario, se trata de un francotirador, un profesional acostumbrado a identificar a su víctima, apuntar cuidadosamente y acertar en el lugar exacto.

Intento pensar en qué le pasaba por la mente al tirador antes de disparar. No había forma de no reparar en la silla de ruedas. Ibrahim no representaba una amenaza ni para el tirador ni para nadie.

Inmediatamente, nació un cruel chiste israelí: a los tiradores se les había ordenado disparar a la parte inferior del cuerpo de los manifestantes. Como Ibrahim carecía de extremidades inferiores, el tirador no tenía más remedio que dispararle a la cabeza.

 ¿Qué le está pasando a nuestro país? ¿En qué nos está convirtiendo la ocupación?

Estamos hablando de un crimen, simple y llanamente. Un repugnante crimen de guerra. ¿Ha arrestado el ejército, sí, mi ejército, al tirador? Nada de eso. Cada día han salido con una excusa más ridícula que la del día anterior. El nombre del tirador se mantiene en secreto.

Por Dios, ¿qué le está pasando a nuestro país? ¿En qué nos está convirtiendo la ocupación?

Ni que decir tiene que al día siguiente Ibrahim ya era un héroe nacional palestino. Su muerte hará que otros palestinos se unan a la lucha.

¿Acaso no hay un solo rayo de luz? Los hay. Aunque no muchos.

Pocos días después del asesinato de Ibrahim Abu Thuraya, una escena casi cómica quedó grabada para la posteridad.

En el pueblo palestino de Nabi Saleh, en la Cisjordania ocupada, hay dos soldados israelíes armados hasta los dientes. Uno es un oficial y el otro un sargento. Se les acerca un grupo de niñas palestinas de 15 o 16 años. Les gritan y les hacen gestos. Los soldados fingen no verlas.

Una de las chicas, Ahad Tamimi, se acerca a uno de los soldados y le golpea. El soldado, mucho más alto que ella, no reacciona.

La chica se acerca aún más al soldado y lo abofetea. Él se protege la cara con los brazos. Una de las amigas de la chica graba la escena con su smartphone.

Y entonces sucede lo increíble. Ambos soldados se retiran del lugar caminando de espaldas. Después se ha sabido que el primo de una de las chicas había recibido un balazo en la cabeza unos días antes.

El ejército está perplejo de que los soldados no hayan disparado a la chica, Ahad Tamimi

El ejército está perplejo de que los soldados no hayan disparado a la chica. Ha prometido llevar a cabo una investigación. La chica y su madre fueron detenidas esa misma noche. A los soldados les caerá una reprimenda.

En mi opinión, esos soldados son dos auténticos héroes. Desafortunadamente, son la excepción.
Todos los seres humanos tienen el derecho de sentirse orgullosos de su país. Es algo que desde mi punto de vista forma parte de los derechos humanos básicos, así como de las necesidades humanas básicas.

Sin embargo, ¿cómo puede uno sentirse orgulloso de un país que trafica con cadáveres?

En la tradición islámica es muy importante sepultar a los difuntos lo antes posible. Consciente de ello, el gobierno israelí retiene los cuerpos de docenas de “terroristas” para cambiarlos por cadáveres judíos retenidos por el lado opuesto.

¿Tiene lógica? Sin duda. ¿Es repugnante? Lo es.

Este no es el Israel que ayudé a fundar y por el que luché. Mi Israel devolvería los cuerpos a sus padres y madres. Incluso si ello significara perder unas cuantas fichas de cambio. ¿No es suficiente castigo perder un hijo?

¿A dónde ha ido a parar nuestro sentido de la decencia?

 

© Uri Avnery  | Publicado en Gush Shalom | 23 Dic 2017 | Traducción del inglés: Jacinto Pariente.

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