Opinión

La gran conspiración

Uri Avnery
Uri Avnery
· 9 minutos

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En otoño de 1948, después de unos ocho meses de combates continuos, me ascendieron al noble rango de cabo. Tras participar en un cursillo de emergencia para dirigir un pelotón, me permitieron escoger a mis nuevos soldados: inmigrantes recién llegados bien de Polonia, bien de Marruecos.

(Todo el mundo quería búlgaros, pero los búlgaros ya estaban pillados. Tenían fama de ser excelentes combatientes, disciplinados y estoicos.)

Elegí a los marroquíes. También me dieron a dos tunecines y a cinco turcos, en total 15 hombres. Todos acababan de llegar en barco y ninguno de ellos hablaba hebreo. ¿Y cómo se explica en tal situación que una granada de mano toma una alta trayectoria de vuelo y tiene un agudo ángulo de bajada?

Afortunadamente, uno de ellos sabía algo de hebreo, de manera que traducía al francés, y uno de los turcos entendía un poco de francés, y así nos arreglamos.

“Hemos llegado a este país para luchar, no para trabajar”, dijo uno de mis soldados

No era fácil. Había un montón de problemas psicológicos. Pero decidí adaptarme todo lo que pudiera. Un ejemplo: un día recibimos orden de ir a la playa y llenar un camión de arena, para poder ampliar nuestro campamento y poner más tiendas.

Cuando llegamos a la playa, ninguno de mis soldados movió un dedo. “Hemos llegado a este país para luchar, no para trabajar”, explicó su portavoz.

Me quedé a cuadros. ¿Qué hacer? El cursillo no me había preparado para una situación así. Pero se me ocurrió algo. Dije: “Tenéis toda la razón. Por favor, sentaos bajo ese árbol, a la sombrita”.

Agarré una pala y empecé a echar arena al camión. Escuché que susurraban cosas entre ellos. Luego uno de ellos se levantó y cogió otra pala. Luego lo hizo otro. Al final todos trabajamos juntos y felices.

Desafortunadamente, éramos una excepción. La mayoría de los asquenazíes, es decir judíos de ascendencia europea, que habían nacido en el país o habían llegado años atrás, pensaban que ya habían hecho su parte y que habían sufrido lo suyo, y que ahora les tocaba a los nuevos inmigrantes ‘orientales’, es decir mizrajíes, hacer la suya. Las diferencias culturales eran enormes, pero nadie se fijaba mucho en ellas.

Poco después de la escena de la playa, nos dieron un permiso para pasar algunas horas en Tel Aviv. Cuando salté al camión, me di cuenta de que algunos de mis hombres no me siguieron. “¿Estáis locos?”, les grité. “¡Ir de permiso a Tel Aviv es el paraíso!”

“No para nosotros”, me respondieron. “Las chicas en Tel Aviv no quieren salir con nosotros. Nos llaman marroquíes-navaja”. De hecho, habían ocurrido algunos casos en los que algún marroquí temperamental, que se había sentido insultado, había atacado a la gente a cuchilladas.

Mi actitud hacia “mis marroquíes” tuvo sus frutos. Cuando quedé gravemente herido, cuatro de ellos me sacaron del frente, bajo un denso fuego enemigo. Me regalaron 70 años más de vida (de momento).

Cuando quedé gravemente herido, «mis marroquíes» me sacaron, bajo un denso fuego enemigo

Algunos años más tarde, cuando yo ya era redactor jefe de una revista, publiqué una serie de reportajes de investigación bajo el título “Les dan por culo a los negros”. Contenía datos reveladores sobre la discriminación que sufrían los inmigrantes mizrajíes (se les llamaba “negros” aunque en realidad eran morenos). Suscitó una tormenta de furia en todo el país. Se negaba con vehemencia la sola idea de que pudiera haber discriminación.

A finales de la década de 1950, un incidente menor en la barriada de Wadi Salib en Haifa desencadenó una importante revuelta de judíos orientales. Toda la prensa se posicionó del lado de la policía; mi revista era la única que justificaba a los rebeldes.

Cuento todas estas historias antiguas porque de repente se han convertido en un debate actual.

Una serie de televisión realizada por un cineasta mizrají ha suscitado una tormenta en Israel. Se llama “Salah, esta es la tierra de Israel”, y pretende describir la experiencia de sus abuelos cuando llegaron a Israel a inicios de la década de 1950. Salah es un nombre de pila árabe.
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Querían quedarse a vivir en Jerusalén, la única ciudad del país de la que sabían el nombre. En lugar de eso, se los llevaron a un lugar remoto en el desierto, los tiraron del camión y los dejaron ahi, malviviendo en tiendas, sin trabajo, excepto durante pocos días al mes de “labores de emergencia”: cavar agujeros para plantar árboles.

Según el cineasta, David Deri, era una gigantesca “conspiración” (en sus palabras) de los asquenazíes para que los judíos mizrajíes viniesen aquí, y poder enviarlos al desierto para abandonarlos allí, presas del hambre y la necesidad.

Deri no se está inventando las cosas. Cita largos trozos de partes de protocolos oficiales secretos en los que se debate ampliamente la cuestión y se explica la necesidad nacional de llenar las áreas vacías (de las que se había expulsado previamente a los árabes).

Los hechos son todos ciertos. Sin embargo, la imagen general es falsa. Deri no ha intentado describir este capítulo de la historia de forma objetiva. Ha producido una pieza de propaganda.

Voy a hablar de nuevo de mi experiencia personal.

Nací en Alemania en una familia rica. Cuando los nazis llegaron al poder, en 1933, mi padre decidió de inmediato abandonar Alemania e irse a Palestina.

Dejé la escuela primaria tras completar séptimo y empecé a trabajar a los 14 años

Nadie nos recibió con flores. Nos teníamos que buscar la vida como podíamos. Habíamos traído una importante suma de dinero. Mi padre no estaba acostumbrado a los hábitos comerciales que entonces dominaban en el país, y perdimos todo nuestro dinero en un año.

Tanto mi padre como mi madre, que nunca habían realizado ningún tipo de trabajo físico en Alemania, empezaron a trabajar duramente, diez o doce horas al día. Al verlo, yo dejé la escuela primaria tras completar séptimo y empecé a trabajar a los 14 años, al igual que mis hermanos y hermanas. Nadie de nosotros se quejaba. Lo que pasaba en Alemania nos recordaba cada día de que habíamos escapado.

La suerte de un inmigrante recién llegado es dura, y eso ha sido siempre así en todas partes. Nos tocaba construir “nuestro” país. De los inmigrantes que llegaron del oeste y este tras la II Guerra Mundial se esperaba que hicieran lo mismo.

Mucho más tarde me hice amigo de uno de los organizadores principales de la “absorción” de los inmigrantes en la década de 1950, Lova Eliav. Me contaba cómo a los inmigrantes, fuesen occidentales u orientales, se les llevaba a la región desierta de Lakhish, y si se negaban a bajarse de los camiones, al conductor se le le decía que pusiera en marcha el mecanismo y echara la gente al suelo de forma literal. No estaba avergonzado en absoluto: para él era parte de lo que significaba construir el país.

Lova era, por cierto, uno de los grandes idealistas del país. Ya a una edad avanzada, él mismo se fue al desierto, cerca de la frontera egipcia, para vivir con jóvenes para los que construyó una nueva aldea, lejos de todo.

Deri descubrió que espías de la policía habían infiltrado los grupos de mizrajíes. Eso me ha hecho estallar en risas. Porque era un secreto a voces que durante muchos años, los servicios secretos habían espiado todo lo que hacían los miembros de la redacción de mi revista, y especialmente yo.

El filme le viene bien a la campaña de Netanyahu contra la “elite asquenazí” imaginaria

A Deri no le molesta el hecho que durante estos años, a los comunistas se les trataba mucho peor, para no hablar de los ciudadanos árabes, que sufrían una opresión diaria bajo el “gobierno militar”.

En conjunto, Deri no ha falsficado nada ni inventado nada en realidad. Pero saca todo fuera de contexto. Es como si alguien cogiera un cuadro de Michelangelo y eliminara un color, digamos el rojo. Esencialmente sigue siendo el mismo cuadro, pero ya no sería lo mismo.

David Deri nació hace 43 años en Yeruham, una de esas aldeas creadas por Lova Eliav y sus colegas en medio de la nada, al sur de Beersheba.

Hoy en día, Yeruham es todavía un pueblo más bien pobre. Pero ha progresado mucho. Políticamente hablando es, desde luego, un sólido feudo del Likud.

Deri no hace ningún intento de trazar una imagen “equilibrada”. Al contrario: intenta abiertamente incitar a los judíos mizrajíes contra los asquenazíes.

No sé cuál es su ideario político. Pero en la situación actual, el filme le viene bien a la campaña de incitación de Binyamin Netanyahu contra la “elite asquenazí” imaginaria, una ficción que abarca los medios de comunicación, las universidades, la policía y los tribunales (y a mí también, desde luego).

Por cierto, Deri en persona es la mejor prueba de cómo estos pobres marroquíes arrojados al desierto han sido capaces, en dos o tres generaciones, de formar una nueva elite.

 

© Uri Avnery  | Publicado en Gush Shalom | 10 Mar 2017 | Traducción del inglés: Ilya U. Topper.

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