Reportaje

El desierto huye a la costa

Karlos Zurutuza
Karlos Zurutuza
· 10 minutos
Un barrendero tuareg en Zuwara, Libia | © Karlos Zurutuza

 

Zuwara | Nov 2018

No es fácil barrer las calles de una ciudad en constante lucha con la playa. Cuando llueve resulta ya imposible retirar del suelo esa masa compacta de arena, polvo y basura. Mohamed Ayssa se dio cuenta de ello hace ya tres años. Fue entonces cuando este tuareg de 33 años abandonó su casa en Ubari, en el extremo sur del país, y se instaló en Zuwara con su mujer y sus dos hijos. Esta ciudad costera en la frontera de Túnez le ha dado una oportunidad para empezar de cero y, por el momento, sobrevive barriendo las calles y haciendo trabajos esporádico en la construcción.

“No es fácil aquí pero en el sur es simplemente imposible. Allí no hay nada para nadie”, dice Mohamed, desde su casa en la ciudad vieja de Zuwara; un laberinto de callejuelas sin nombre ni asfalto. Los 200 dinares que pagan por el alquiler es todo un dineral para ellos, así como para el resto de sus vecinos en el barrio. Durante los últimos tres años han sido muchas familias como la suya las que han abandonado la remota y desértica región de Fezzan para instalarse en Zuwara. Si la inestabilidad provocada por los tres gobiernos en liza es la norma en la costa, el remoto sur del país se ha convertido en un auténtico agujero negro en el que sobrevivir es todo un milagro.

«Nunca llegué a entender cómo empezó todo aquello, solo sé que acabamos perdiéndolo todo”

A finales de 2014 estalló un conflicto en Ubari entre los tuaregs y los tubus, un pueblo subsahariano que vive entre las fronteras de Libia, Chad y Níger. A nivel local, la disputa tenía raíces tanto económicas como identitarias entre dos pueblos que han vivido juntos en el desierto durante siglos. Sin embargo, la creciente intervención de los gobiernos rivales de Libia así como la de las potencias internacionales que los respaldan acabaron por convertir el conflicto en una guerra subsidiaria que se alargó hasta principios de 2016.

“Nunca llegué a entender cómo empezó todo aquello ni tampoco cómo acabó. Solo sé que nosotros acabamos perdiéndolo todo: desde nuestra casa hasta la pequeña tienda de la que vivíamos”, apunta Zeinab, la esposa de Mohamed. Aparentemente, sus razones para instalarse en Zuwara fueron las mismas que las de sus vecinos.

“Aquí son todos amazighs, nos une una cultura y una lengua común. Además, la seguridad es mucho mejor que en cualquier otra parte de Libia”, subraya la tuareg. Si bien la población bereber en Libia es compacta en las montañas de Nafusa, a 100 kilómetros al sur, las posibilidades de encontrar un trabajo para estos desplazados son mayores en la costa, donde reside la inmensa mayoría de los libios. Al ser el único enclave amazigh en el litoral libio, Zuwara es un destino preferente para los tuaregs. Probablemente sea esta la única localidad del país donde son libios, y no subsaharianos o bangladeshíes, los que barren sus calles o compiten por trabajos en la construcción.

A sus 28 años, Hassan Mohamed compagina trabajos esporádicos para sobrevivir con su labor en el Comité Tuareg, desde el que intenta coordinar la escasa ayuda a este colectivo de desplazados internos. Mohamed habla de 120 familias censadas, pero asegura que son muchas más. Por si fuera poco, al hambre y la miseria parecen sumárseles obstáculos administrativos.

En el sur, la gente sigue muriendo por simples picaduras de escorpión

“Uno de los principales problemas a los que nos enfrentamos es que son muchos los que no tienen ni pasaporte ni el documento con el que se identifican los libios desde 2011; es como si no existieran, y no pueden recibir atención médica, escolarizar a sus hijos…” explica Mohamed. El joven vive en un pequeño apartamento junto con Aysha, su madre. Enferma de diabetes, sufre también de una dolencia de estómago que necesita de un tratamiento que no puede recibir en Libia. Pero al carecer de documentación, tampoco puede viajar al extranjero,.

“Aquí por lo menos hay medicinas, pero en el sur la gente sigue muriendo por simples picaduras de escorpión”, dice la tuareg. No exagera: el pasado agosto, la Organización Mundial de la Salud entregó 4.000 dosis de antídoto contra veneno de escorpión financiadas por el gobierno italiano para hacer frente a una epidemia que se cobra decenas víctimas en Libia cada año.

Desde las dependencias del Comité de Emergencia de Zuwara, Sadiq Jiash, su presidente, explica que a los desplazados se les ayuda con alimentos básicos, mantas y “poco más”, pero que la corrupción que reina en Trípoli impide que la ayuda internacional llegue a la ciudad. “Estamos desbordados y este no es más que uno entre mil frentes abiertos que tenemos que gestionar”, asegura Jiash.

Más guerras

Los que no dejan de llegar son los tuaregs. A aquella primera oleada desde Ubari se le suma hoy la de los que huyen de Sebha -la ciudad principal del sur del país- por culpa de nuevos enfrentamientos, esta vez entre tubus y miembros de la tribu Awlad Suleiman. Se trata de un clan árabe antes leal a Gadafi, pero hoy alineado con el Gobierno al que respalda la ONU en Trípoli. Los esfuerzos para poner fin a los combates que estallaron la pasada primavera solo empeoraron las cosas cuando los mediadores del este de Libia fueron acusados ​​de tratar de colocar a la Sexta Fuerza (la milicia de Awlad Suleiman) bajo el control de Khalifa Haftar, el hombre fuerte del gobierno oriental de Libia.

El último brote de violencia entre árabes y subsaharianos, que se conoce localmente como la “tercera guerra tubu-Awlad Suleiman”, se remonta a los años en los que Gadafi enviaba colonos árabes a esta estratégica región sureña mientras expulsaba a su población autóctona.

«Era imposible trabajar en el sur: sacar una cámara en la calle solo acarreaba problemas»

En un informe publicado el pasado agosto por la Organización Internacional para las Migraciones, Sebha ocupaba el segundo lugar en la lista de ciudades libias con mayor pérdida de población después de Bengasi. En el mismo estudio, la ONG estimaba en 193.581 el número de desplazados internos en Libia. El de Ahmed Saleh es otro nombre en las estadísticas. Era periodista en un medio digital con sede en Sebha, pero dice que abandonó el trabajo y la ciudad hace cuatro meses por culpa de aquellos enfrentamientos.

“Era imposible trabajar allí. Sacar una cámara en la calle solo acarreaba problemas, desde perderla a que te golpeara prácticamente cualquiera”, asegura este tuareg de 27 años. Si bien partió hacia Zuwara como el resto, Saleh no descartaba la opción de intentar llegar a Europa, en el caso de no encontrar un trabajo aquí.

Muchos de los desplazados del sur no hablan el árabe, pero no es el caso de Saleh. El tuareg domina varias lenguas extranjeras lo que, unido a su experiencia en el mundo de la comunicación, lo convertía en un candidato perfecto para llevar el área de comunicación de un partido político con sede en Zuwara, fundado el pasado año. Por el momento, Saleh se ha librado de extenuantes jornadas barriendo o retirando escombro.

Sabe que no podrá volver pronto a su tierra natal en el sur; quizás nunca

Adam Rami Kerki, cabeza de la Asamblea Nacional Tubu (la principal organización de este pueblo en Libia), dice que las disputas entre los tubus y los tuaregs han terminado. Pero la seguridad en Sebha parece lejos de estar garantizada.

“Aunque ahora la situación ha mejorado ligeramente en Sebha, se trata de un escenario muy volátil porque las tensiones con los Awlad Suleiman siguen siendo altas”, matizó el tubu por teléfono desde Bengasi, donde reside actualmente. Según dice, ningún líder “aparte de los involucrados en actividades criminales” puede pasar la noche en la ciudad sin ser secuestrado o asesinado.

Las humildes casas de adobe en la ciudad vieja de Zuwara están a cientos de kilómetros de allí pero siguen repletas de dolor. Hace ya tres años que Aysha llegó a este lugar desde su Ubari natal con su marido y sus dos hijos. Dice que le gustaría volver, pero ya sabe que no podrá hacerlo en breve. Quizá nunca.

“Desde 2011 todo ha cambiado muchísimo: no hay seguridad, ni dinero… No entiendo nada de lo que está pasando”, lamenta esta mujer en tuareg, la única lengua que conoce. No sabe ni leer ni escribir pero asegura dominar el “alfabeto antiguo”, un código que los tuaregs llevan dibujando en la arena desde hace al menos 2000 años.

Preguntada sobre si siente añoranza por los tiempos de Gadafi, la mujer es categórica.

“Yo nunca vi a Gadafi por allí. Tampoco supe de nadie, antes o después de él, que hiciera nada por nosotros”, dice esta mujer que no existe en ningún documento.

 

Un caos “sostenible”

La inestabilidad en el sur de Libia no es más que el reflejo aumentado de la situación que vive el país cumplidos ya siete años desde el final de la guerra de 2011. A día de hoy hay un Gobierno en Tobruk, en el este del país, y otro al que respalda la ONU en Trípoli. Este último se instaló en marzo de 2016, sin el refrendo de los libios, tras expulsar al Ejecutivo capitalino anterior al que, sin embargo, no logró desactivar por completo. Así, hablamos de tres nodos de poder principales cuya influencia se ejerce a través de 2000 grupos armados bordados en el complejo tejido tribal libio. A esto hay que añadirle los rescoldos del Estado Islámico que se reagrupan no solo en el sur del país, sino también en los alrededores de Bani Walid o Sirte, esta última la capital del “califato” entre 2015 y 2016.

El proceso de transición política puesto en marcha en 2012 no se ha traducido aún en la redacción de una Constitución con la que normalizar la vida política. Es un círculo vicioso: las instituciones carecen de legitimidad por la ausencia de un acuerdo social, y este no acaba de materializarse por la falta de credibilidad de los organismos públicos. Mientras tanto, los libios de la calle viven su día a día navegando entre el colapso de la economía que condena a la mayoría la pobreza y la violencia entre milicias que sacan músculo frente sus nuevos empleadores (principalmente Roma en el caso de Trípoli).

El equilibrio de poder de los diferentes grupos armados patrocinados por élites generalmente ajenas al país ha desembocado en una situación de tablas que, si bien degenera en escaramuzas y enfrentamientos más o menos graves, no acaba decantando la balanza hacia ninguna de las partes. Así, entre salarios rentistas en una moneda brutalmente devaluada y conflictos que solo van a mayores en el sur del país, los libios parecen haberse adaptado a una especie de caos “sostenible” que muchos temen que pueda alargarse durante años.

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