Crítica

Cabalgando entre salvajes

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 6 minutos

R. B. Cunninghame Graham
Magreb el Aksa

Género: Ensayo
Editorial: Renacimiento
Páginas: 400
ISBN:  978-84-8472-996-9
Precio: 21,12 €
Año: 1898 (2014 en España)
Idioma original: inglés
Título original: Mogreb-el-Acksa
Traducción: Victoria León

En los últimos años proliferan en algunos blogs los no reportajes: textos en los que el autor, a menudo un periodista aún en formación, relata como no llegó a hacer el reportaje que quiso hacer. Una especie de making of de un producto inexistente. Confieso que me parece uno de los muchos síntomas de las actuales enfermedades que aquejan a la profesión: fracasar en el intento es parte diaria del oficio; elevar ese fracaso a producto es una renuncia a seguir intentándolo; es equiparar la información con la no información: solo cuenta el espectáculo.

Pero hay maneras y maneras de fracasar. Si un viajero escocés durante una visita al reino de Marruecos en 1897 se pone en la cabeza viajar a Tarudant, ciudad amurallada en el valle del Sus, simplemente porque le dicen que está prohibido y no hay cristiano aún que la haya pisado, y en consecuencia se disfraza de jeque local, sin saber mucho árabe, y aún menos el árabe magrebí, y el bereber ya no digamos, y llega hasta los riscos del Alto Atlas, a un par de jornadas de su destino, antes de que lo metan preso… entonces bien vale contarlo en un libro.

Robert B. Cunninghame Graham lo hizo, y no tardó en publicar el making of de su fracaso. Lo hizo, además, con tanta elegancia literaria que sus amigos no dudaron en alabar el libro –titulado Mogreb al-Acksa en original: el nombre de Marruecos en árabe: Extremo Occidente– como uno de los mejores libros de viajes nunca escritos. Lo cual es decir mucho; demasiado. Pero ya entonces, vemos, primaba el estilo sobre los datos.

Datos hay: las anécdotas sobre el comercio europeo en la costa marroquí especialmente en Essaouira, son una mina de oro para quien quiera familiarizarse con las últimas décadas del reino jerife antes del desembarco de las fuerzas francesas que instauraron el protectorado y lanzaron Marruecos de un empujón a la edad moderna. El país que visitó Cunninghame Graham tenía entonces aún esa curiosa condición de ser una antigua potencia geopolítica –cien años antes, el sultán marroquí había sido el primer soberano en el mundo que reconocía la independencia de Estados Unidos– a la vez que un país que por desfase y aislamiento se había ido colocando fuera del concierto de las naciones que empezaban a llamarse civilizadas.

No son ladrones ni asaltacaminos los que frustran su intento de llegar a Tarudant: es la ley

El viajero explora esta dualidad: por una parte se halla en un país con una administración antigua y eficaz, pero al mismo tiempo observa un mundo salvaje que en Europa hace tiempo que ha dejado de existir. O al menos así lo considera: es la búsqueda de este aspecto incivilizado la que lo empuja a disfrazarse como buenamente pueda, acompañado de un buen amigo sirio, Hassan Lutaif, y varios locales, para alcanzar la misteriosa ciudad amurallada.

Pero no son los peligros del mundo salvaje, no son ladrones ni asaltacaminos los que frustran su intento de llegar a Tarudant: es la vigilancia de un gobernador local que hace cumplir la ley, una ley que prohíbe a los extranjeros traspasar cierto límite hacia el sur. Estará doce días preso en Kintafi, una alcazaba en el Atlas, eso sí, bien tratado como huésped, antesde ser puesto en libertad y expedido de vuelta a Marrakech. En otras palabras: fracasó en su viaje porque no tenía visado.

Mientras tanto, observa. Pero si en Essaouira pudo recoger abundante información –y muchos chascarillos – que le aportaban comerciantes europeos o judíos, en los montes, la cosa cambia. Tiene escasas posibilidades de comunicarse, situación agravada por el disfraz: era mejor quedarse calladito para no traicionarse con la primera palabra.

Así se impone a menudo su propia interpretación de lo que ve. Y lo que ve está teñido, inevitablemente, de ciertas ideas ya establecido sobre los árabes – así llama a los marroquíes durante buena parte del libro, hasta que se da cuenta de que también hay bereberes (y entonces se lo toma en serio: compone un glosario de una docena de palabras en chelha) – y sobre su cultura o carácter. Un carácter que Cunninghame Graham considera salvaje, sí, pero por eso mismo no afectado por las enfermedades de la civilización europea. O al menos un sano contrapunto a esta.

Al final, parece concluir, los europeos más civilizados no dejan de ser unos bárbaros a su manera

No es que los idealice, no, en absoluto. Pero se sirve de su incivilización para azotar con una sonrisa, y con una brillante prosa, la hipocresía de su propia sociedad, la británica. Al final, parece concluir, los europeos más civilizados no dejan de ser unos bárbaros a su manera.

Probablemente estas reflexiones -coherentes con su ideario: Cunninghame fue un político socialista convencido que no se cansaba de criticar su sociedad-  fueron los que hicieron las delicias de su público lector en Inglaterra. Tiene don de pluma: el libro arranca sonrisas, permeado de un exquisito humor británico. Uno pasa un buen rato leyéndolo. Y descubriendo de paso la pasión del escritor y viajero por todo lo español: casi no hay página del libro en la que no cite algún proverbio español – en original – para ilustrar sus anécdotas, o compare sus vivencias con alguna experiencia vivida en Andalucía o Sudamérica.

Lástima, cabe concluir, que Cunninghame no hablara el magrebí como el castellano: sin duda, su breve periplo marroquí le habría permitido llegar, si no más lejos, si más profundo en Marruecos, este Extremo Occidente que sus coetáneos, y él mismo, aún creían que era Oriente.
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