Artes

Annie Ernaux

Premio Formentor

M'Sur
M'Sur
· 19 minutos

Palabra de mujer

Annie Ernaux | Cedida

Los éxitos súbitos nos impresionan como los castillos de fuegos artificiales que se dibujan de pronto en la calma nocturna. Hay otro tipo de éxito, menos fulgurante, que tiene más que ver con la paciencia y la coherencia, que se hace patente al final del camino y da sentido a todo el recorrido. Ese es el éxito de Annie Ernaux, y la base del reconocimiento del premio Formentor, que ha recibido hoy mismo en el hotel mallorquín del mismo nombre.

Un premio cuyo jurado, presidido por Basilio Baltasar e integrado por Antonio Colinas, Víctor Gómez Pin, Elide Pittarello y Marta Rebón, destacó su obra como “un implacable ejercicio de veracidad que penetra los más íntimos recovecos de la conciencia e interpela a la sociedad de nuestro tiempo con una crudeza insólita y difícil de encontrar entre sus contemporáneos”. Cuatro décadas de exploración de la propia realidad, de novelar el yo mucho antes del boom de la autoficción, de conformar un discurso netamente femenino que rechaza los paternalismos, los sentimentalismos, los empalagues retóricos.

El discurso de recepción del premio, que reproducimos aquí, es un perfecto resumen de esa fértil búsqueda, y un mapa de claves idóneo para adentrarse en su universo literario.

[Alejandro Luque]

 

La legitimidad de la literatura

 

¿Por dónde empezar? Quizá por la incredulidad que sentí cuando se me anunció que había ganado el premio Formentor, como otros grandes escritores del mundo entero antes que yo. Me sentí dividida entre el orgullo y un sentimiento de ilegitimidad o, más bien, gracias a la sensación de orgullo, por la que reconocía la justicia del jurado y de su veredicto, intentaba acallar la duda y el temor de mi ilegitimidad. Que el premio, a lo largo del tiempo, haya recompensado a pocas escritoras, me situaba, además, en una posición ambigua: la de lamentar la desigualdad anterior con respecto a las mujeres, a la vez que me sentía secretamente valorada como excepción.

Desde esa necesidad de interpretar el papel de la escritora que recibe un premio literario internacional de tal calibre, por no hablar, aunque sí he de hacerlo, de su generosísima dotación financiera, escogeré como punto de partida esa sensación de ilegitimidad, o incluso de usurpación de un sitio que no es el mío.

Soy consciente de que tal elección, como cualquier confesión, puede resultar sospechosa de ser un medio para salir ganando en todos los frentes, el del reconocimiento público y el de la humildad personal, domine, non sum digna, y, no obstante, ustedes me han elegido. Pero sé que empezar por la sensación de ilegitimidad es como tirar del hilo: todo viene seguido, cada elección, la forma y la evolución de una escritura. Así puede que tenga una posibilidad de sacar a la luz las razones de una coherencia que el jurado ha descubierto y premiado en mis textos.

Para determinar cómo se ha forjado esa impresión de ilegitimidad o, simplemente, de no estar en mi sitio, hay que remontar sin duda hasta la infancia, hasta esa entrada en el mundo que nos asigna por casualidad a un país, una sociedad, una familia. Con unas características particulares (hija única, sustituta de una hermana muerta antes de que yo naciera, algo de lo que no me enteraría hasta los diez años), todo lo que constituye el cosmos de una infancia, la lengua hablada y el lenguaje del cuerpo, la alimentación, la vivienda y el barrio, sitúa la mía en el mundo popular, categoría «obreros de origen campesino», y más adelante «tenderos-taberneros». Se trata además de una infancia que transcurre durante la Segunda Guerra Mundial, entre las privaciones de alimentos y las bombas de los Aliados que causaron 20.000 muertes de civiles en Normandía y destruyeron el 82 % de la ciudad de Le Havre, cerca de donde vivíamos.

Encontraré la brutalidad, la densidad material de aquel primer mundo, cruzado de la mañana a la noche por las voces y las historias de hombres, de mujeres sometidos a la necesidad económica, al leer a Faulkner, Steinbeck, Caldwell, cuyos libros, literalmente, «me removerán las entrañas» siendo yo una adolescente aunque entonces no entendiera por qué.

Aquel mundo se abrió a otros. Primeramente, al de la escuela, real pero desorientador. El centro privado y católico escogido por mi madre con el secreto deseo de mantenerme alejada de los chicos, funcionaba, de la misma manera que hoy, como un microcosmos cerrado para familias acomodadas pero también, entonces, como un medio de incorporar a sus valores a un sector de los niños más modestos. La religión no era, o había dejado de ser, el opio del pueblo, era un instrumento silencioso de discriminación, que operaba a largo plazo. Sitúo en los doce años mi entrada sensible en una vergüenza, disimulada hasta entonces por un éxito escolar obtenido sin mucho esfuerzo, la vergüenza de vivir en un medio despreciado por las alumnas de modales refinados, y juzgado inferior —era algo que saltaba a la vista— por las profesoras. Una vergüenza que envuelve el cuerpo, la vida, salvo en ese otro microcosmos de la familia y el barrio, hasta que hacemos nuestra la mirada de los otros, y nos vemos a través de ella, nosotros y sobre todo ese mundo nuestro en el que nacimos.

Todos somos seres atravesados por conflictos. El que me habita en la adolescencia, que es el que determina las actitudes ante la vida, ante el futuro, tiene como particularidad la interiorización de la división social del mundo, de la fractura económica y cultural entre las capas dominantes y dominadas de la población. La actitud más corriente es la negación del conflicto porque el éxito escolar, celebrado como un milagro por el entorno, es promesa de un porvenir abierto y libre. Pero eso no tenía cabida en la clase de último año de bachillerato del instituto Jeanne d’Arc de Ruan, donde había conseguido que me llevaran a fuerza de insistir. Por su manera de ser y de hablar, por su confianza en sí mismas y sus ambiciones, las alumnas, en su mayoría de familia burguesa, llegarán a convencerme de mi incapacidad, de mi ilegitimidad para emprender estudios superiores.

¿Por qué, a los veinte años, presa del más profundo desamparo, pude sentirme legitimada para escribir? ¿Por qué no hice extensiva mi sensación de indignidad a la literatura, ámbito rodeado de sacralidad en aquella época, infinitamente más inaccesible que los estudios de Filosofía y Letras por los que me había decidido después de un año errático? ¿Cómo podía declarar tranquilamente a una compañera de facultad que la enseñanza no era lo mío, que para mí era un medio de subsistencia sin más, que lo que yo quería era escribir? O, en el mismo sentido, ¿por qué leía tanta literatura actual —entonces el «nouveau roman»— como obras del programa? Entre todas las razones posibles —la necesidad de un «sitio de verdad» para alguien fuera de su sitio como yo, o la de seguir el modelo que representaba Simone de Beauvoir—, veo una que las abarca todas: el gusto por los libros. Mi infancia se resume para mí en un periodo de lectura ininterrumpida, alimentada desde muy pronto por obras para niños del siglo XIX que me pasaba una viuda de la alta burguesía de provincias —de quien mi tía era la criada para todo y la dama de compañía—, alentada por una madre devoradora de novelas, de Mauriac a Maupassant, pasando por los folletines de la prensa femenina. No me leí a la condesa de Ségur, pero sí novelas y relatos de la literatura europea adaptados o abreviados para la juventud, Don Quijote, los Viajes de Gulliver, Jane Eyre, los cuentos de Grimm y de Andersen, David Copperfield. Aparte, un montón de novelas catalogadas como infraliteratura, alimento de sueños de amor y lujo, entre las que se encontraban algunas cuyo recuerdo conservo, aunque sea de manera muy difusa, y que han contribuido sin duda a la evolución de mi sensibilidad. Archibald Joseph Cronin, Daphne du Maurier, Alba de Céspedes, Carmen de Icaza o Luisa-María Linares, esos nombres significaron para mí la irrupción de un universo desconocido: medio social, sentimientos, atmósfera. ¿De qué estaba hecho ese universo para mí, con quince años? No sabría decirlo con exactitud.

La lectura, progresiva, de las obras prestigiosas, de Stendhal a Camus y Sartre, de Kafka a Dostoievski, mi orientación tardía pero decidida a los estudios de letras, me hicieron bascular hacia una existencia en la que la literatura ocupaba el primer lugar, como valor superior a todo, incluso como modo de vida. Me «vivía» Mrs. Dalloway a la vez que estudiaba su forma literaria. (He de apuntar aquí que la reducida presencia de escritoras en el panteón literario las hacía aún más excepcionales y admirables para mí). En suma, vivía en la literatura, haciendo real la constatación de mi padre al hablar de mí cuando era niña —nunca supe si expresaba admiración o reproche—: «Siempre está con los libros a vueltas». Escribir uno a mi vez, después de un desvío por la poesía, era un cometido cuya viabilidad no me cabía la menor duda. Lo situaba en la estela de lo que se llamaba el nouveau roman, la «nueva novela», que se oponía a la «novela tradicional» —una vanguardia en la que situaba Las olas de Virginia Woolf, Justine de Lawrence Durell, Las gomas de Robbe-Grillet, ¡La libertad o el amor! de Desnos—. Me rechazaron mi primer texto a la vez que alababan, eso es cierto, «un proyecto ambicioso». En él mezclaba sueños, recuerdos, presente e imaginación del futuro.

El intervalo siguiente, de ocho a diez años, si lo contemplo en su totalidad, lo calificaré de revancha de la realidad a través de acontecimientos y ataduras materiales debidas, en buena medida, a las desigualdades, en la cotidianeidad insensible y repetida de los días, entre los hombres y las mujeres. Puede que entonces tuviera una confusa sensación de ilegitimidad de escribir porque vivir soportando la carga de las obligaciones y en un tiempo que no es el nuestro acaba por convencernos de que estamos hechas para eso y no otra cosa. No podía leer «La parábola de la ley» en El proceso de Kafka sin ver en ella la representación de mi destino, morir sin haber franqueado la puerta hecha a mi medida: esos libros que únicamente yo podría escribir.

El retorno a la realidad, con la revuelta de 1968 en medio, que despertó la esperanza de poder cambiar las cosas gracias a la lucha, en especial la de las mujeres, irrumpió bruscamente con la muerte brutal de mi padre, que presencié. Su desaparición era la de un primer mundo que me había empeñado en olvidar y del que todo, en ese otro mundo que se había convertido en el mío, me separaba.

Conozco los límites y la falsedad de una reconstrucción a posteriori, que articula los elementos de la vida en una cadena cristalina de causas y efectos, pero hay un recuerdo persistente: el verano siguiente a la muerte de mi padre, cada vez que paso por la Rue Sainte-Claire de Annecy —la ciudad donde vivo— delante de la taberna con las persianas bajadas, frecuentada por los trabajadores árabes emigrantes, pienso en la de Normandía donde crecí, donde aparecían los obreros desde las siete de la mañana. En pleno calor estival, durante la siesta de mi primer hijo, empiezo una novela que habla de esa fractura sin nombre. Esbozo desaparecido, que considero como mi segundo nacimiento a la escritura.

Necesitaré unos años más, también más tiempo, sustraído a las obligaciones de la enseñanza y de lo que hoy se ha identificado como «la carga mental femenina», para realizar mi proyecto.

Espontáneamente adopté una escritura violenta, como única manera de responder a la memoria de las humillaciones, de la vergüenza y de la vergüenza de la vergüenza, cuyo equivalente en el mundo real es la violencia efectiva tal como se ha expresado recientemente en Francia con los gilets jaunes, los «chalecos amarillos». Quien ha transgredido el destino para el que, inconscientemente, se sabía designado, lo que puede considerar como una victoria personal, lo vive de manera ambigua: junto con el júbilo incrédulo de ver mi primer libro, Los armarios vacíos, publicado en la prestigiosa colección Blanche, «la Blanca», de las Ediciones Gallimard, sentía vergüenza por haber desvelado mi origen social. Sobre las consecuencias de la publicación planeaba la sombra de la traición. Descubría la responsabilidad de la escritura sintiéndola como un malestar difuso: un libro se vierte como una obviedad, pero se convierte después en un objeto público. Una vez más, a la objeción legítima de que se trata de una retrospección discutible, replicaré que es en el devenir de una escritura donde se verifica la anterioridad de elementos anteriores, más o menos impensados, y la responsabilidad de la escritura es un prerrequisito desde hace mucho tiempo en mi trabajo.

«Usted puede [= es capaz de] escribir cualquier cosa». Esta frase, que, como otras, he oído y que pretende ser un elogio, es algo que nunca he entendido. Presupone la ausencia de toda necesidad en la escritura, la asimila a un virtuosismo sin relación con la persona del escritor. Pero intenté creer en ello para, finalmente, constatar que era incapaz. De ahí a sentirse «por debajo de la literatura» no había más que un paso que franqueé al darme cuenta, después de tres libros, de la falsedad de las múltiples versiones de la novela empezada sobre mi padre y mi «traición» total, cometida en mi profesión de docente. Entonces me enfrenté a una serie de interrogantes cuya resolución era la condición para seguir escribiendo. Por primera vez, en una especie de introspección literaria, me pregunté sobre mi «sitio» en el texto, como escritora, en relación con mi «sitio» social de ayer y hoy.

Una frase de Roland Barthes resonaba sin parar en mi cabeza: escribir es «la elección del área social en el seno de la cual el escritor decide situar la Naturaleza de su lenguaje» (El grado cero de la escritura). La teoría no es para mí la enemiga de la creación literaria, al contrario, permite pensarla de forma nueva. No obstante, descubriré el «sitio» de mi escritura y el que debía ocupar yo en ella a partir del recuerdo de una sensación. Recuerdo de la escena en la que, siguiendo el gusto del mundo en el que había conseguido integrarme, había regalado a mi madre un jarrón de opalina, presente que había aceptado ella entre incómoda y burlona, sorprendida, riéndose, sobre todo, con una risa que expresaba la incongruencia para ella de un objeto decorativo que no habría sabido dónde poner y la ignorancia que tenía de su valor. En el secreto disgusto, la ira contenida, a la vez contra mí y contra ella que sentí en aquel momento, entendí el desvío, el desgarro entre mi ser de infancia y adolescencia, que habría tenido la misma reacción que mi madre, y el ser que había escogido el regalo según sus nuevos gustos. En ese intervalo, en ese punto intermedio es donde tenía que escribir, en esa distancia de una misma a una misma, en esa línea divisoria entre dos mundos. De aquella constatación surgió el rechazo de la ficción, de la novela, cuya posición dominante y entonces indiscutible me parecía la proyección en literatura de la dominación de las clases llamadas superiores. El «yo», el de mi sitio en el texto, solo podía ser verídico y concebido como un espacio de fusión entre lo íntimo y lo colectivo.

La frase escrita a los veinte años en mi diario, «Escribiré para vengar a mi raza», se hacía eco del verso de Rimbaud: «Soy de raza inferior por toda la eternidad». Convertir el sentimiento de una indignidad original en fuerza de desenmascaramiento y de subversión de las jerarquías, sociales, masculinas, culturales, es lo que creo haber buscado a tientas. La subversión está en la elección de los temas, en el espacio que concedo a lo cotidiano. Más aún, en la mirada que proyecto sobre las cosas y los individuos. La forma del relato, la escritura de cada frase, lo deciden todo. Si el íncipit del Contrato social de Rousseau sigue resonando hoy como un trueno que rasga el horizonte, L’homme est né libre et partout il est dans les fers («El hombre ha nacido libre y vive en todas partes entre cadenas»), se lo debe a la antítesis y al verso alejandrino. Desde hace ya casi cuarenta años, lo que me preocupa en cuanto surge la necesidad de un texto son los problemas de forma y de escritura. Buscar la forma justa. Trasladar a la práctica de la escritura la cita de Marx (Observaciones sobre la reciente instrucción prusiana acerca de la censura, 1843) que Georges Perec puso al final de Las cosas: «El medio forma parte de la verdad, tanto como el resultado. Es preciso que la búsqueda de la verdad sea a su vez verdadera». No me interesa «crear un universo», algo que ha aparecido durante mucho tiempo como el fin propio de la literatura y que sin embargo desmienten tanto la obra de Cervantes como la de Proust o Joyce. Me esfuerzo, al contrario, por explorar el mundo real, descifrarlo despojándolo de las visiones y los valores de los que la lengua es portadora en todas las épocas. Substituir la ligereza de los términos de la comunicación que transmiten alegremente la dominación social y sexual por el peso de palabras lastradas de la vida real de la gente. Decir esto significa otorgar implícitamente a la escritura un poder de intervención en el mundo. De esta acción de la literatura encuentro la realidad en mí, en mi memoria. He recibido de la literatura una herencia de apertura y de libertad, capaz de oponerse a la herencia de dominación y de vergüenza. Pero también fuera de mí, en el reconocimiento por los lectores de sentimientos suyos, de situaciones vividas por ellos que hasta ahora no podían nombrar. Es una acción silenciosa, de efectos no cuantificables y múltiples.

Durante mucho tiempo, tanto tiempo que ya no estoy segura de si es exacta, una frase de Sartre me ayudó en los momentos en los que la búsqueda de la verdad de la forma me conducía a la desesperación: «La escritura es la arriesgada empresa de un hombre solo». Si la soledad y el azar —en todos los momentos de la escritura, de la concepción a la recepción— siguen pareciéndome inherentes a la escritura, he de reconocer que mi «empresa» de escritura no es, como tampoco la de los demás escritores, la de una mujer sola. En la editorial Gallimard hubo una primera lectora, un comité de lectura para acoger el manuscrito de una provinciana desconocida (tal como subrayó la prensa de entonces). Después llegarán periodistas, libreros, profesores, jurados, editoriales extranjeras y traductores (recuerdo emocionada cuando recibí mi primera traducción, Los armarios vacíos en español), para acompañar, criticar, analizar el trabajo de escritura que proseguí con una libertad total, siempre respetada por Claude Gallimard primero, por Antoine Gallimard después. Por escurridiza que resulte en su totalidad a la conciencia, esta tela de fondo en la que se inscribe el acto de escribir es la condición necesaria y material de acceso a los lectores. Son ellos los que hacen realidad lo que escribo, esos desconocidos que, en el espacio de una carta, de un breve intercambio de palabras, confieren a mi «empresa» de escribir su legitimidad.

Al término de lo que se parece a un fragmento de una escritura de sí mismo, del «sí mismo» literario, sigo preguntándome. Esperando clarificar el origen de una sensación y su función en la escritura de mis libros, ¿no estaré, sencillamente, exponiendo y consolidando un mito personal? El que me permite «conservar la vergüenza» como fuerza de escritura y pasaporte entre dos mundos. A menos que haya querido, subrepticiamente, introducir un poco de peligrosidad en un ejercicio que no se caracteriza precisamente por ello. Y, como creo haberlo hecho en mis libros, ofrecerme también yo misma como garantía, como prenda, a modo de agradecimiento.

···· 

 © Annie Ernaux (2019)· Traducción del francés: Lydia Vázquez Jiménez  | Cedido por Premio Formentor