Crítica

Títeres sin cabeza

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 9 minutos

Gilad Atzmon

Ser en el tiempo

Género: Ensayo
Editorial: Oriente y Mediterráneo
Páginas: 220
ISBN: 978-84-9487-594-6
Precio: 12 €
Año: 2017 (2019 en España)
Idioma original: inglés
Título original: Being In Time
Traducción: María Enguix

Atzmon Ser

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Si usted odia a George Soros, este es el libro que busca. Si odia a George Soros, Steven Spielberg, Noam Chomsky y Hillary Clinton, mejor aún. Si además odia la revolución sexual, el movimiento queer, el feminismo moderno, el marxismo moderno y el antiguo, Karl Marx, Sigmund Freud, Wilhelm Reich, la corrección política, la prensa de izquierdas en general y Amy Goodman en particular, la lectura será un deleite para usted. Eso sí, es imprescindible odiar también, con igual convicción, al gran capital, los bancos, el lobby sionista, AIPAC, los sucesivos gobiernos israelíes, la derecha en general y a sionistas de derechas como Alan Dershowitz o Bernard-Henri Lévy en particular.

En una palabra, es un libro para quienes odian tanto a Wall Street como a Occupy Wall Street.

Gilad Atzmon, músico de jazz de indiscutible prestigio y filósofo ensayista de indudable valentía, presenta en “Ser en el tiempo” una reflexión sobre lo judío en la política y en la sociedad que no deja títere con cabeza. Al fondo, obviamente, subyace el conflicto palestino, sobre el que Gilad Atzmon tiene una opinión rotunda y bien conocida, que aquí no necesita desarrollar de nuevo: el sionismo es un absurdo histórico al postular un “pueblo” judío surgido de aquella esquina del Mediterráneo, y la ocupación israelí de los territorios palestinos es un crimen que debe cesar. Vamos, nada muy distinto a lo que dice la ONU, el sentido común y Shlomo Sand.

Que esta postura sea motivo de boicots en salas musicales y podría traducirse en vetos, denuncias y descalificaciones es motivo para plantearse el poder del lobby sionista para yugular la libertad de expresión en este aspecto concreto dentro de una Europa y una América que en general se precia de respetar las opiniones divergentes. Pero ese libro ya se ha escrito, y Atzmon va un paso más allá: reflexiona sobre cómo hemos llegado a una sociedad que eleva la corrección política a norma moral y prescribe un discurso liberal (en el sentido original del término: de libertades individuales frente a la nación) y mira mal a quienes reivindican la tradición, la etnia, la raza, la bandera, la patria.

Atzmon no duda en identificar “la izquierda” con esta epidemia identitaria de las últimas  décadas

Y hemos llegado allí, concluye Atzmon, a través de “lo judío” en nuestra sociedad. No solo porque Marx, Freud y Reich fueran judíos, que lo eran, sino porque todo el movimiento de la izquierda moderna es resultado de una mentalidad judía. Me explico: el judío se identifica como miembro de un colectivo concreto, frente a todo el resto de la humanidad (los goyim, singular goy, castellanizado como gentiles). Esta adherencia a un colectivo pequeño, frecuentemente víctima, frente a una humanidad inmensamente mayor, se trasladó oportunamente a los demás: así empezaron a formarse el colectivo gay, el colectivo feminista, el colectivo negro… una serie de identidades compartimentadas, aunque parcialmente solapadas (“soy judía lesbiana, soy negro gay”). Un divide y vencerás en toda regla que ha conquistado el discurso oficial y desprecia al obrero que dice “Soy orgulloso americano blanco, viva la bandera, viva mi país” y vota a Trump.

La izquierda, asevera Atzmon, vive en un permanente estado de sueño para un futuro que nunca llegará, mientras que la derecha vive en una realidad que no intenta cambiar. Y el obrero, concluye, que no tiene tiempo para soñar con un futuro o una revolución, porque está ocupado trabajando, desde luego está mejor representado por la derecha.

Vale la pena leer este libro —si ustedes aguantan el lenguaje que se quiere heredero de Heidegger, Popper, Hegel etcétera, y que posiblemente haya perdido en la traducción ese toque de fino humor que surge tan natural en inglés, no lo sé— para plantearse unas cuantas cosas después de observar el campo de batalla dialéctica de Atzmon, cubierto de títeres sin cabeza. Porque no queda ninguno. Tiene la precaución de advertirnos que tampoco confía en que nos puedan salvar Breitbart y los demás ideólogos de la ultraderecha norteamericana, sionistas todos ellos también.

Podemos plantearnos el desastre que ha significado para la izquierda esa compartimentación en “identidades” y que ha llegado tan lejos que Atzmon no duda en identificar “la izquierda”, así, en general, desde Marx, con esta epidemia identitaria de las últimas dos décadas (en España: probablemente los anglosajones nos lleven unos años de ventaja). Y digo epidemia, a falta de mejores términos para quienes se reclaman herederos del “Obreros del mundo, uníos”. Bueno, sí hay uno: sabotaje.

Curioso, por cierto, que Atzmon use el término “identitario” para la izquierda cuando en Europa lo habitual es reservarlo para la extrema derecha que busca en los conceptos de etnia, tierra, religión y bandera una “unidad de sangre” opuesta a los grandes proyectos internacionalistas, cosmopolitas. ¿Será que para él, esa identidad es simplemente algo natural?

También podemos plantearnos hasta qué punto es cierto lo de la eterna utopía de la izquierda y el inmovilismo de la derecha, si precisamente en los últimos diez años asistimos, en España pero de forma pareja en el resto de Europa, a la pugna entre una izquierda que quiere conservar los avances sociales conseguidos desde los años 80 —salario mínimo, protección contra el despido, pago de desempleo, salud pública universal y gratuita, universidades públicas de calidad…— y una derecha que hace lo posible para desmanterlar todo el sistema y fomentando sanidad privada, facilidades de despido, reducción de gastos sociales, reducción de impuestos a las grandes fortunas…

Podríamos perdonar la ignorancia atrevida de un ensayista veinteañero que creyese que la humanidad ya nació con los derechos laborales en vigor hoy. A Gilad Atzmon (Tel Aviv, 1963), no hay manera de perdonarle que silencie los avances reales de bienestar entre las clases obreras conseguidos por los sindicatos. Sindicatos de ideología, sí, qué cojones, izquierdista.

Distingue entre “judaico” (dogmático) y “judío”, es decir ateo, agnóstico, librepensador, libresexual…

Pero lo peor no es esa reducción a salsa rosa que Atzmon hace de los conceptos de izquierda y derecha (en la que la izquierda de hoy, desde luego, tiene una enorme parte de responsabilidad). Tampoco lo es su insistencia de dedicar diez páginas al intento de ridiculizar a Wilhelm Reich y su teoría de que la liberación sexual es fundamental para el bienestar de los pueblos, para luego concluir que Reich se equivocó, porque hoy la pornografía abunda, el sexo genital ha dejado de ser hegemónico y… sin embargo se llevan a cabo guerras intervencionistas en el mundo con millones de muertos.

Es más, podríamos incluso simpatizar con su idea de ilustrar la división del mundo entre ‘Jerusalén y Atenas’, en referencia a una mentalidad de dogmas incuestionables (como la que propugna el judaísmo) y una de pensamiento racional y debate lógico (atribuido a Sócrates, Platón y herederos), colocando en el primer cajón a Steven Spielberg y en el segundo a… Quentin Tarantino. Y desde luego trae aire fresco su aclaración de que no existe un conjunto “judeocristiano” frente al “islámico”, sino más bien uno “islamocristiano”, que busca a Dios en la espiritualidad, frente al “judaico”, que se limita a observar un conjunto de normas sin necesidad de creer nada.

No, lo peor es el uso que Gilad Atzmon hace de la palabra “judío”. Distingue entre “judaico” —propio de los dogmas de la religión judía— y “judío”, cajón en el que mete a todos los pensadores europeos habidos y por haber, con tal de que fuesen ateos, agnósticos, librepensadores, libresexuales, izquierdistas, cosmopolitas o algo similar, es decir el exacto opuesto a lo judaico. Sugiere así que lo esencialmente “judío” es la cultura europea, más concretamente, alemana, del siglo XIX y primeros del XX.

Esto sería comprensible si los únicos judíos del mundo fuesen los asquenazíes, ese colectivo étnico de habla alemana (yidish) y religión judáica, difundido entre Renania, Rumanía y Rusia. Pero deja totalmente fuera a los millones de judíos de habla árabe, bereber, kurdo, farsi o español que pueblan desde Marruecos a Afganistán, que no tienen relación alguna con este concepto. Y que han sido sistemáticamente silenciados por el sionismo para ocultar que el mito del “pueblo judío” no es más que un invento religioso, comparable al de la partenogénesis de María.

Al participar de este silenciamiento, al atribuir una “mentalidad judía” a los pensadores alemanes de descendencia asquenazí, Atzmon ratifica la tesis central del sionismo según la que todos los judíos del mundo forman “un pueblo” (con derecho natural a un Estado, etcétera). Respalda así la ideología que dice combatir.

Menos mal que siempre nos queda el jazz.
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© Ilya U. Topper | Especial para M’Sur

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