Artes

Giosuè Calaciura

Los niños del Borgo Vecchio

M'Sur
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· 12 minutos

La memoria animada 

Para el común de los lectores españoles, la literatura siciliana acaba en Lampedusa, Sciascia y Camilleri. Sin embargo, en los últimos años hemos vivido a la eclosión de una generación de escritores que, sin renunciar a esa tradición ni dejarse aplastar por ella, han ido configurando obras más o menos sólidas y personales. Hablamos de nombres como Roberto Alajmo, Giuseppe Schillaci, Giacomo Cacciatore o Giorgio Vasta, y otras más jóvenes como Anna Giurickovic o Viola di Grado, sin olvidar a los dos nietos escritores del propio Sciascia, Vito y Fabrizio Catalano.

En esa nueva hornada que ya va dejando de ser nueva para ocupar su legítimo lugar, Giosué Calasciura ocupa un lugar más que destacado. Desde su debut con Malacarne (1998), este palermitano ha ido encadenando aciertos sucesivos con Sgobo (2002), que fue premio Selezione Campiello, La penitenza (2016) y este Los niños del Borgo Vecchio (2017), premio Paolo Volponi y publicado en España por Periférica, que también ha anunciado que se hará cargo de su última novela, Il tram di Natale.

El Borgo Vecchio del título es ese microcosmos de Palermo atrapado entre el teatro Politeama y el puerto, que ha cambiado menos en las últimas décadas que la mayoría de los centros urbanos de las capitales europeas. Allí encontraremos a Mimmo y Cristofaro, a Carmela y Celeste, a Totò, a todos esos personajes que algunos críticos han querido vincular al neorrealismo italiano, pero que no son sino un modo, el del autor, de dar vida a la memoria y de hacer que el lector se sumerja en ese tiempo que nunca se fue del todo.

La editorial Periférica ha cedido un avance de lectura a M’Sur.

[Alejandro Luque]

 

Los niños del Borgo Vecchio

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Mimmo

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Se llamaba Domenico, pero no lo sabía. Siempre lo habían llamado Mimmo. Nació un primer domingo de septiembre y salió de su madre en un parto de nalgas. Caía una sutil llovizna que lo empapaba todo, y flotaba una neblina con aroma a bosque nunca vista en aquel lugar. La niebla habitual se quedaba a sotavento y tenía la densa consistencia de las humaredas de las rosticerías a pie de calle que el viento que soplaba del mar arrastraba en danzarines remolinos, llevando el olor de la carne al interior de las casas de quienes nunca comían carne. Aquello los alegraba y los atormentaba al mismo tiempo. En cambio, el día que nació Mimmo la niebla tenía una apariencia de cuento. Así se lo había contado su madre.

La matrona, al salir del parto, le dijo al padre, Giovanni, que el niño había nacido cianótico pues traía una vuelta de cordón umbilical al cuello, pero que quizá se salvaría. Era necesario trasladarlo al hospital infantil para comprobar si el cerebro había sufrido insulti. Su padre no entendió bien lo que quisieron decirle y se ofendió un poco. Mientras los trasladaban en un coche, porque la ambulancia estaba averiada, su padre le confesó al padrino Saverio que el niño era ya un tocacojones.

Ingresaron a Mimmo durante una semana. Aquellos días, sin saber si sobreviviría, con intención de atraer buen augurio, fueron a inscribirlo a la oficina del registro. Cuando el empleado preguntó cómo querían llamarlo, el padre respondió: «Mimmo». «Felicidades a Domenico», insistió el empleado. «Pero ¡qué Domenico!», dijo el padre alzando la voz. «He dicho Mimmo.» El empleado no añadió nada más. Bajó la vista y estampó el sello. Su padre no sabía que Mimmo es el diminutivo de Domenico.

Los médicos aseguraron que su cerebro había salido indemne. Pero cuando Mimmo fue mayor, su padre en vez de decirle «tonto» le decía que su cerebro había sufrido insulti al nacer. Giovanni tenía una charcutería en el barrio. Engañaba a los clientes con el peso de la mortadela porque, gracias a la pericia del padrino Saverio, había conseguido trucar la balanza. Trabajaron durante un domingo entero, con las persianas bajadas para que nadie los viera, desmontando los precintos de garantía, aflojando los tornillos de seguridad y ocultando cualquier signo de su intervención a fin de que en las verificaciones de los inspectores no lo descubrieran. A cambio, Giovanni contaba con el padrino para algunos otros asuntos al margen de la charcutería.

De cada cien gramos de mortadela, diez se los quedaba Giovanni. Estafaba a los clientes, sobre todo a los que estaban de paso. Los necesitados del barrio, que esperaban al domingo para saborear la niebla de la carne asada, sabían pesar con los ojos. Fallaban en dos gramos, ni uno más. Nunca por defecto, siempre por exceso a causa del hambre. El mejor de todos era el padre de Cristofaro, el amigo de Mimmo, compañero de escuela y cómplice de fugas. El padre de Cristofaro adivinaba el peso al gramo, ni medio de más ni medio de menos. Exacto. El padre de Cristofaro pasaba el día bebiendo cerveza en la casa que hacía esquina con la bajada al mar. Giovanni decía que no se explicaba cómo estaba así de flaco. Una caja de cervezas al día, quince botellas, tres monedas. Sólo que, en vez de engordar por el azúcar fermentado, adelgazaba. Tenía los nudillos tan duros y crueles que era capaz de partir nueces y almendras con el puño.

En el Borgo Vecchio se sabía que Cristofaro lloraba todas las noches la cerveza de su padre. Después de cenar, sentados frente al televisor, los vecinos escuchaban sus gritos por encima del rumor del barrio. Bajaban el volumen y escuchaban. Por sus gritos se podía adivinar dónde lo golpeaba, puñetazos secos y precisos. Y también patadas, pero nunca en la cara. El padre de Cristofaro mantenía el honor de su hijo: nadie debía ver la ofensa de los moratones.

Se aplacaba cuando caía la noche. Para Cristofaro la cerveza era una desgracia, aunque también su salvación. Le doblaba las piernas a su padre un segundo antes de que lo matase. Quedaba flotando sobre el Borgo Vecchio un lamento de perro enfermo. Se confundía con el aullido del ferry cuando soltaba amarras hacia el continente. Y en el barrio, el llanto de Cristofaro enmudecía. Se quedaba atrapado en el sonido lejano de la sirena, que se empapaba de mar y poco a poco anegaba la noche. Entonces, los vecinos imaginaban a la gente que paseaba por la cubierta mientras el vapor surcaba las aguas y reflexionaban sobre el misterio de la flotación. Sólo un par de veces, el rumor de aquella fantasía fue rasgado por otra sirena, la de la ambulancia que acudía para llevarse a Cristofaro. En una ocasión fue por un brazo roto. No fue a la escuela durante una semana. Se ha caído por la escalera, explicó la madre a los profesores. Mientras les contaba la enésima mentira, le miraban las uñas esmaltadas, la permanente vaporosa, la afectada pulsera en la muñeca, el espeso maquillaje en el rostro para ocultar la herida de su impotencia y del miedo. Y, cuando terminó, al marcharse, vieron que uno de los tacones de sus zapatos estaba roto y que ella intentaba caminar supliendo esa ausencia sin que se notase la cojera.

El padre de Cristofaro juró y perjuró que repararía la escalera del edificio de su bolsillo porque nadie de la comunidad quería pagar. Amenazó incluso con denuncias. Lo dejaron hablar y hablar, pues todos sabían que, a Cristofaro, el brazo se lo había roto él.

En otra ocasión, la ambulancia fue a recoger a Cristofaro porque su padre falló el golpe. Había cogido un cuchillo de cocina y le había rajado la mejilla desde el ojo al mentón. Salió impune. Nadie supo nunca qué le contó a los médicos. Cristofaro tuvo que confirmarlo todo. Sabía de sobra que su padre un día lo mataría.

Giovanni hizo una apuesta con su primo, quien no creía en los milagros del Borgo Vecchio ni en la facultad de adivinar el peso a simple vista. El primo vivía en Hamburgo y cada verano iba a compartir la pestilencia, el calor y el hedor a cloaca del barrio con los familiares residentes. La distancia y la realidad del trabajo lo habían convertido en un escéptico. «Para saber el peso hace falta una balanza», le dijo a Giovanni. Trescientos billetes por cabeza, el que gane se lo lleva todo. Las apuestas de su padre eran siempre apuestas serias. Incluso cuando golpeaba, golpeaba en serio. Aquélla era la apuesta: si el padre de Cristofaro adivinaba el peso, Giovanni ganaba. Si no, sus trescientos billetitos partirían hacia Alemania. Su primo hablaba en alemán, pero si algo no lo convencía del todo sabía hacerse entender.

Cuando llegó el padre de Cristofaro para la apuesta, el primo lo observó en silencio, dio una vuelta a su alrededor y luego cerró los ojos y alzó el mentón. «Mai Maria», masculló. Quiso decir que no era posible adivinar a ojo el peso al gramo. Ni de la mortadela ni de cualquier otra cosa. Y también: «Si acierta una vez, puede ser suerte. Si acierta tres veces es que adivina». Giovanni miró al padre de Cristofaro. Vio sus ojos sedientos, las manos rojas heridas por las palizas a Cristofaro, percibió el nefasto olor de los eructos que venían de la profundidad de su estómago como un reclamo, una orden. Advirtió su urgencia por embriagarse. «Está bien», respondió.

Decidieron que la balanza debía ser de un tercero. No por desconfianza, dijo el primo, «pero esta partida debe jugarse en terreno neutral». Se presentaron en la ferretería para utilizar una balanza honesta. Pesaba los clavos usando unas piezas de cemento armado de las canteras de las compañías de construcción a modo de pesas. Con eso no se podía bromear.

Cuando Giovanni le puso en la mano la primera loncha de mortadela, los ojos ansiosos del padre de Cristofaro brillaban. El pacto era que si lo adivinaba se llevaba a casa la mortadela y dos cajas de cerveza. Ciento siete, ciento nueve y ciento tres. Así respondió por tres veces el padre de Cristofaro y por tres veces la balanza le dio la razón. El primo de Giovanni dijo «joder», y después ya sólo habló en alemán. Pero todos intuyeron que estaba maldiciendo en su lengua. Y se sorprendieron de lo parecido al suyo que era el rencor extranjero. En alemán contó uno por uno los trescientos billetes de la apuesta tirándolos sobre el mostrador. Durante el resto de las vacaciones en el barrio, no volvió a pronunciar ni una sola palabra en dialecto.

El padre de Cristofaro no esperó más felicitaciones, metió la mortadela en un bote para clavos, se cargó la cerveza al hombro y se fue a casa. Aquella noche Cristofaro sólo gritó una vez. Los golpes fueron tan rabiosos que lo dejaron sin aliento incluso para llorar. Los vecinos del barrio, que esperaban la señal de los aullidos de Cristofaro, al no recibir ninguna otra manifestación sonora y puesto que, además, la sirena del ferry había sonado antes de lo habitual, se preguntaban si su padre habría matado a Cristofaro o si, por el contrario, se habría quedado dormido harto de cerveza. Y, sin respuesta alguna, empezaron a fabular sobre el misterio del silencio.

Al día siguiente, en la escuela, Cristofaro tenía los labios pálidos. «¿Te encuentras mal?», le preguntó la profesora. «La diarrea», respondió Cristofaro. Después pidió permiso para ir al baño. Al levantarse y empezar a caminar, doblado sobre sí mismo, sujetándose el estómago con las manos, la profesora ordenó a Mimmo que lo acompañase al servicio.

Cristofaro escupía sangre en el lavabo. «Voy a llamar a la profesora», musitó Mimmo. Cristofaro lo detuvo con la mano. Cuando consiguió hablar le dijo: «Calla». Después, volvieron juntos a clase. Poco a poco los labios de Cristofaro recuperaron su color y no ocurrió nada más. A Mimmo, en cambio, le parecía que se dormía, puesto que tenía los ojos cerrados, y sin que lo escuchara la profesora, lo llamó: «Cristofaro…». El muchacho abrió los ojos y le sonrió. Mimmo vio en aquellos ojos la muerte por primera vez.

Cristofaro no murió. Mimmo, a la salida de clase, lo acompañó hasta el portal. Mientras cruzaban el barrio, descubrieron las miradas curiosas y faltas de piedad de los que todavía buscaban una 15 respuesta para aquel único grito nocturno del niño, y también las de quienes bajaban la vista sintiéndose culpables sin saber por qué, así como las de aquellos que asentían con la cabeza aterrados de su propia clarividencia; algunas mujeres habrían deseado abrazar a Cristofaro como a un hijo, pero se ocultaban tras sus puertas y, sintiéndose observadas, se volvían a meter en casa; y hubo también quienes comentaron para sus adentros el resultado de la noche y si, por una parte, estaban seguros del luto inminente, por otra, se preguntaban qué diversión le quedaría entonces al padre si Cristofaro muriese. Pero aquella noche no hubo gritos ni llantos. Cristofaro se acostó temprano porque no se sentía capaz de afrontar el resto del día, y se durmió. Su padre entró en la habitación. Miró indeciso a Cristofaro, dormido. Después cerró la puerta. Sin decir una palabra, a la mañana siguiente, su mujer le enseñó las sábanas de Cristofaro. Estaban manchadas de sangre. Su padre le concedió algunos días de tregua.

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© Giosuè Calaciura (2017) ·  | Cedido por Periférica