Opinión

Traficantes de la mentira

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 7 minutos

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Una valla cerrada, familias pasando frío en un descampado, caminando a lo largo de las carreteras, arrastrando pertenencias, cansancio, hambre. Refugiados. Miles de refugiados, quizás decenas de miles, sin un lugar donde ir. El drama humano de nuevo.

Lo hemos visto en los Balcanes hace cinco años, en televisión, prensa y hasta cine. Y lo vemos ahora de nuevo en la orilla del río Evros, que hace de frontera entre Turquía y Grecia. Pero esta vez sabemos lo que antes nunca quisimos saber: que es un drama fabricado.

Son refugiados, en su gran mayoría. Han abandonado sus hogares en Siria, Iraq, Afganistán o Somalia no porque quisieran sino porque los echaron: los bombardeos, los disparos, las milicias, el crimen disfrazado de política. De esto hace años. Turquía los acogió. Salvaron la vida, encontraron trabajo, vivienda, una nueva existencia.

Si ahora han vuelto a dejar sus casas en Estambul, en Ankara, en Adana o Bursa no es porque no pudieran quedarse. Esta vez, nadie los echó. Esta vez han venido en pos de una mentira.

La mentira se puso en circulación en la noche del jueves al viernes, 27 al 28 de febrero. En los medios oficiales era una frase de un alto cargo turco: “Ya no tenemos capacidad para retener a los refugiados. Abrimos nuestra frontera”. En las redes sociales en árabe en los que se comunican sirios e iraquíes, se tradujo de forma diferente: “Se abren las fronteras”.

Se abren las fronteras y quien quiera ir a Europa, puede. Ese era el mensaje. Se lo creyeron. Quisieron creérselo. Insistieron en creérselo. Animados en las redes por personas que se ocultan tras un nombre de administrador de un chat quienes alientan a los indecisos y acallan a los que airean dudas. Vendieron sus pertenencias, dejaron sus modestas viviendas, se fueron de sus humildes empleos. Dejaron una vida de pobres para ir de cabeza a la miseria.

Compraron una mentira. Pagaron por ella, en dinero duramente ganado durante jornadas de trabajo, años de ahorro. Acudieron a la llamada del flautista como ratones dispuestos a lanzarse al río Evros.

No paraban de pagar. Nunca se llega a la frontera, y siempre es una promesa más

No paraban de pagar. Quince euros para un autobús de Estambul a Edirne, del que les dijeron que era gratis. Otros diez para el minibus que aparece cuando el bus los deja en un punto perdido de la autovía. Y otros diez. Y otros. Nunca se llega a la frontera, y siempre es una promesa más. Al final, la barca de los traficantes, y esta vez son cincuenta euros por cabeza. Para acabar en una orilla que creerán que es Grecia, pero que puede ser aún Turquía o incluso un islote del que no se puede volver. Y si es Grecia, es peor: la policía griega les quitará todo lo que tienen, hasta los zapatos, y los dejará de vuelta en Turquía. Encima de timados, apaleados.

No quiero calcular el volumen del dinero que de las callosas manos de jornaleros sirios, obreros iraquíes y albañiles afganos ha ido a parar al bolsillo del orondo dueño de una empresa de alquiler de autobuses solo en los últimos cinco días. Gracias al administrador anónimo de una red social árabe que a día de hoy se sigue llamando, con un descaro rayano en el cinismo, “caravana de la esperanza”.

Pero los flautistas del río Evros son solo la representación a escala reducida de un inmenso negocio de venta de mentiras que desde hace muchos años atrae a cientos de miles, a millones de clientes desde casi toda África y grandes partes de Asia y las Américas. Millones de personas que pagan por la mentira que venden los traficantes y que se envuelve en un papel de alto brillo con la etiqueta Europa.

Ya lo hemos dicho más de una vez; los flujos de migrantes que se estancan en Libia o ante las vallas de Melilla y Ceuta, los que hacen titulares al ahogarse en el Mediterráneo, los rostros del drama humano de nuestra década, no son muertos de hambre. Son gente suficientemente adinerada como para pagar por la mentira que les venden los traficantes. Pagar con años de sudor, la mayoría, con los bienes de la familia, otros. Pero todos pagan. Solo para encontrarse con que incluso si por fin viven para ver que se les entrega la mercancía, esta no era lo que pensaban: en Europa, las jornadas de trabajo de un inmigrante ilegal no son mejores que en Marruecos o en Turquía. Ni es cierto que en Alemania o Grecia no hay racismo. Era todo falso.

No hay diferencia entre el drama del río Evros y el de Melilla o Lampedusa: es el mismo negocio, la misma ilusión, la misma falsedad.

Imagino que a los dirigentes europeos, y hasta al último ciudadano, les está dando vergüenza ajena al ver el descaro con el que el Gobierno turco utiliza como peones a decenas de miles de personas, despojándoles de sus pertenencias no a palos, como hacen los soldados griegos al pisar su terreno, sino con zanahorias envenenadas distribuidas por las redes sociales.

La mentira que compramos en este lado de la valla: que se trata de muertos de hambre

Pero poca vergüenza nos está dando alimentar exactamente el mismo negocio, a gran escala, desde la economía europea comunitaria: poniendo vallas y alambradas a un territorio con una desesperada necesidad de mano de obra joven para apuntalar la economía de una población envejecida. Unas alambradas justificados con la mentira que compramos en este lado de la valla: que se trata de muertos de hambre que vienen mendigando un trozo de pan porque en sus países no pueden sobrevivir.

Esta mentira es la que garantiza que nada cambie: mientras todos los votantes creen que hay millones de africanos y asiáticos miserables que no pueden sobrevivir en sus países por pura pobreza, ningún político en su sano juicio modificará la política de fronteras. Es una mentira tan obvia y estúpida como la que han comprado ellos, aunque a nosotros nos sale más barata.

Porque trabajo hay en Turquía, como lo hay en Marruecos, en Senegal o en España ¿O creían ustedes que los 4 millones de inmigrantes indocumentados que residen en Europa viven de la caridad cristiana? No. Viven del trabajo de sus manos. Producen y consumen. Son necesarios para la economía: enriquecen a la población local. No hablo de riqueza cultural: hablo de dinero. Y la enriquecen más cuanto menos se les paga por el trabajo. De ahí la necesidad de mantenerlos en la ilegalidad, bajo la amenaza constante de expulsión, callados y sufridos. De ahí la necesidad de las alambradas con las que los atraemos cual cebo, garantizando el negocio de los traficantes.

Turquía nos ha puesto un espejo en el río Evros y lo que vemos nos debería dar vergüenza a todos. .

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