Crítica

Ofrecemos causa para rebeldes

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 7 minutos

Layla M.
Dirección: Mijke de Jong

Género: Drama
Intérpretes: Nora El Koussour, Ilias Addab, Hassan Akkouch
Guión: Jan Eilander, Mijke de Jong
Produccción: Chromosom et. al.
Duración: 98 minutos
Estreno: 2016
País: Países Bajos
Idioma: holandés, magrebí (subtitulado español)

Es uno de estos filmes que gente como usted y yo, lectora, nos pondremos una tarde en la pantalla —rara sería la suerte de que la pongan en el cine del barrio, pero quizás en un festival, sí— no tanto porque nos queramos sumergir una hora y media en un mundo salido de la fábrica de los sueños, sino porque sabemos que necesitamos despertar. Que nos hace falta una dosis de realidad. Que no podemos seguir cerrando los ojos a lo que ocurre a nuestro alrededor.

Layla M. es casi un documental, sí. Afortunadamente solo casi, pese a una estética en partes escorada al concepto de cámara al hombro. Tiene guion, argumento, arco narrativo, evolución de caracteres, nudo y desenlace. Es una película, no una sucesión de monólogos en pantalla. Pero su vocación es, manifiestamente, documentar. Mostrarnos qué ocurre, pedir reflexionar.

Layla, la del título, es una chavala marroquí nacida y criada en Amsterdam. Perdonen, lo he dicho mal: es una holandesa a la que los demás siempre verán como una marroquí, porque sus padres, en fin, no dejan de ser marroquíes. De lo más típico marroquí que se puede ser: llevan una tienda de barrio con productos magrebíes. Como las que usted verá en Lavapiés: mitad vínculo con el bled para las demas familias inmigrantes, mitad escaparate exótico para los otros. Todo bien. Nadie se mete con nadie. Y Layla, si no se tomara las cosas tan a pecho, podría crecer más o menos como cualquier chavala neerlandesa. Bastaría con no enfadarse cuando el árbitro te pite una falta que crees que tu equipo escolar no ha cometido, bastaría pasar por alto, una vez enfadada, el comentario del entrenador de “Siempre dais problemas”. No dice “Los moros siempre dais problemas”, pero tú sabes que eso es lo que quiere decir, claro.

Y ahí vas, adolescente en plenos 18 años, y decides dar problemas.

¿Qué es lo que más mal rollo les da a los holandeses de los moros? ¿el burka? Pues allá vamos

Sí, claro; eso es algo muy típico de los adolescentes, y cada generación ha elegido su manera de dar problemas a los mayores. (Los que eligieron la droga se dieron cuenta demasiado tarde que el problema se lo dieron a sí mismo). Layla tiene fácil la elección: ¿qué es lo que más mal rollo les da a los holandeses de los moros y, especialmente, de las moras? ¿el burka? Pues allá vamos: Layla se pondrá un burka.

¿Se prohíbe el burka (la palabra exacta es niqab) en público en Países Bajos? Pues allá iremos a las manifestaciones con niqab. Manifestaciones, no deja de subrayarlo la película, convocadas y coordinadas por una chica de ojos azules y apellido holandés aún más azul: una conversa. Las conversas son las primeras. Las que ofrecen una causa a las rebeldes.

Layla es de esas a las que yo llamo semiconversas: sus padres serán musulmanes, sí, pero porque lo dice en algún papel. La mejor manera que tiene Layla para irritar a su padre y estropearle la comida familiar es ponerse a citar frases del Corán. Muy edad del pavo, sí. El próximo paso será ponerse niqab en casa. Es de una estupidez insolente, claro, pero de eso precisamente se trata. Porque tu padre forma parte de los mayores que no quieren dar problemas y que piensan que todo irá bien si estudias mucho y apruebas tus exámenes para la carrera de Medicina. Es de los que no quieren problemas. Y tú quieres dar problemas. Porque el mundo —mira las fotos de la guerra de Siria ¿no has visto cómo los tratan, como nos tratan a los musulmanes, mamá?— está lleno de problemas.

Tu padre es de los que no quieren problemas; y tú quieres dar problemas

Quizás se te pasaría la tontería del niqab, si no fuera porque has dado con un filón: te llamarán “hermana” las conversas en la casa de reuniones donde se recita el Corán, podrás chatear desde tu dormitorio con algún mozo atractivo de cráneo rasurado y tupida barba que se sabe las suras de memoria —es sin tocarse: todo casto— y cuando tu hermano se afeita la incipiente pelusilla y dice que él pasa ya de peleas con la policía y quiere ser un chico normal, ellas, tus hermanas en la fe, te dirán que la razón la tienes tú: somos soldados de Alá.

Y cuando tu padre ya no puede con tu niqab, tú tienes la solución: te prometes por internet con el mozo coránico de la barba, te fugas con él a una casa de hombres barbudos donde os leen un versículo y ya sois marido y mujer, y ya puedes empezar a livin’ la vida loca. El objetivo, claro está, es hacer lo que han hecho más grandes: ir a combatir a Siria.

Y ahí estás con tu marido en la habitación desnuda de un edificio desnudo en un desnudo barrio en alguna parte de Jordania. Aquí todo es desnudo menos tú: te tienes que tapar en cuanto llegue algún colega de tu marido. Pero eso es lo que querías, claro. Aunque taparse tiene mucha menos gracia, descubres, cuando te ordenan hacerlo que cuando lo haces para escandalizar a tu padre o a la policía.

Descubres que el mundo salafista es uno patriarcal en el que tú sirves para fregar; qué curioso ¿no?

Descubres que el mundo salafista, ese que dice vivir al pie de la letra las normas del Corán, es un mundo patriarcal en el que tú, la mujer, sirves para fregar. Hasta tu marido, que tanto te gusta y que en Holanda aún bailaba contigo en la habitación y te daba besitos, es machista, y le importa más lo que piensan de él sus amigos barbudos que tú. Qué curioso ¿no? De eso no te habían dicho nada las conversas de ojos claros en Amsterdam. Nadie te había preparado para la vida real. El islamismo, machista, quién lo habría podido pensar.

Nunca es tarde para darse cuenta de las cosas. ¿O sí?

Mijke de Jong, cineasta holandesa que se dio a conocer con Hartverscheurend (‘Descorazonador’, 1993) y sobre todo con Tussenstand (‘Intermedio’, 2007, sobre la incomunicación entre antiguos amantes) no juzga: muestra. Traza un recorrido típico, no por ser típico menos real, menos realista (salvo por la escena del campo de entrenamiento yihadista en Bélgica: es una licencia poética inspirada en un bulo que no deja de ser una fantasía de los propios aspirantes a la guerra santa). Y en este trazado —se nos hace corta la hora y media de película— se limita a darnos material de reflexión, no propone, y ni siquiera explica apenas. No nos hace comprender, si no ponemos de nuestra parte, cómo es posible que una chica neerlandesa de 18 años, aspirante a doctora, cuyo máximo problema en la vida es un comentario racista en un partido de fútbol, se mete a salafista con ganas de morir y matar en Siria. Solo nos dice: ocurre. Ocurre exactamente así. Ahora, pensad.

He dicho antes que la película tiene desenlace. Pero lo tendrá que poner usted, lectora.

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