Artes

Maria Iordanidou

Vacaciones en el Cáucaso

M'Sur
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· 19 minutos

La nieta de Loxandra

María Iordanidou | Cedida por Acantilado Ed.

Vuelve Loxandra. O mejor dicho, aquí nos despedimos de ella. Sí, Loxandra, la muchacha de Constantinopla, quizás la figura mediterránea más universal entre Crimea y Gibraltar. Ya no es una muchacha, claro, estamos en 1914 y es abuela. ¿Recuerdan a su nieta, Ana? Sí, la Ana revoltosa, díscola y pizpireta que correteaba por los puertos en Pireo y ahora ha vuelto a Estambul, lo que dentro de unos años será definitivamente Estambul. Aún no, aún no es Turquía sino Imperio otomano y, por lo tanto, un caldero en el que está a punto de hervir un mejunje étnico, idiomático, político y social que ya quisiéramos. Pero ya es el Estambul que conocemos: usted aún se puede alojar en el hotel Londres en Pera y aunque en el Tokatlian ya no admiten a viajeros, si se cuela en el pasillo aún podrá ver lashabitaciones vacías con un almanaque olvidado en la pared. Con un poco de voluntad, la Estambul que usted verá hoy es la misma de Ana, la nieta de Loxandra, el día que se embarcó a Batumi en el muelle de Gálata.

Pero olvídese de Estambul. Ana se va al Cáucaso. Recorrerá montes, llanuras, ciudades, andenes de ferrocarril, sola en un mundo que está entero por descubrir… mientras a su alrededor, de Vladivostok a Lisboa, la humanidad se embarca en la guerra más devastadora de su historia. Ana, revoltosa, pizpireta y loxandrina, pero ya no tan cría, de nuevo se va a los puertos.

No vamos a ser tan prosaicos como para decir que esto son las memorias o la autobiografía de Maria Iordanidou (1897 – 1989): es una novela. Aunque, eso sí, ella también tuvo diecisiete años en el 1914. Y sobre todo, eso que no lo olvidemos, Maria Iordanidou es la nieta de Loxandra.

[Ilya u. Topper]

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Vacaciones en el Cáucaso

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En julio de 1914 , cuando Ana partió de Constantinopla con destino a Rusia, dejó atrás la digna Constantinopla del siglo pasado. La Constantinopla de su abuela y de su madre. La Constantinopla de los movimientos lentos de los cocheros y de los estibadores, y también del barrio europeo donde la sombra de las abuelas aún planeaba por encima de las cocinas con los braseros y las hachuelas de destazar. Aquélla era la época en que la Virgen extendía su mano y paraba la lluvia cuando Loxandra hacía la colada. «Virgen Santa, no me vayas a hacer una mala pasada y vaya a llover hoy», decía Loxandra, y en Constantinopla ese día no caía ni una gota de lluvia.

En agosto de 1920 , cuando Ana volvió de Rusia, pasó del medievo al siglo XX de un solo salto.

La plaza de Karaköy estaba abarrotada de militares ingleses y franceses, de soldados griegos, de refugiados rusos, de judíos, levantinos y griegos que habían amasado su fortuna recientemente. Los estibadores y los arabadzides habían desaparecido… Ahora circulaban… ¡automóviles!

En las angostas callejuelas de Gálata, los camiones del ejército francés bocineaban hasta dejarte sordo y eran capaces de matar a la gente con tal de rebasar a los vehículos ingleses que corrían como omnipotentes ángeles del cielo… ¡Ay de los derrotados!

Nous avons gagné la guerre…, cantaba la Madelon de la victoire invitando a cervezas en los bares y en los grill rooms que habían proliferado por todos lados como champiñones. Ya ni en la confitería de Retzepis se podía entrar porque frente a su puerta había apilados un montón de barriles de cerveza vacíos.

Uno que se parecía al gobernador general de la provincia de Astracán deambulaba por el puente de Gálata con una bandeja en las manos vendiendo pirozhkí.

Tres Johnnies ebrios, frente a la panadería de Karaköy, querían golpear al bugatsero porque no vendía whisky.

Los organillos, con banderitas griegas clavadas entre las flores de papel que enmarcaban el retrato de Pulú, tocaban melodías patrióticas como «Los muchachos de la Defensa han echado fuera al Rey, y Dagklis y Kunduriotis, la igualdad traen a nosotros…»

¡Fotografías de Elefterios Venizelos en los cafés! Y por doquier, la gente entonaba al unísono el largo camino a Tipperary…

En Pera, ahí donde está el hotel Londres, era imposible pasar, porque una decena de soldaditos jóvenes se había puesto a media calle a bailar un kalamatianós. Y en la avenida principal el tránsito estaba detenido porque los escoceses, ataviados con pieles de leopardo, desfilaban tocando sus gaitas y golpeando sus tambores.

El hotel Tokatlian daba la impresión de un cadáver hinchado que acabó por reventar. Frente a sus puertas pululaba un hervidero de gusanos: empresarios, agentes extranjeros, traficantes de droga, proxenetas y prostitutas de todos tipos. Un lujo desvergonzado, una juerga enloquecida, ¡un carnaval! La gran ramera de Babilonia, vestida de púrpura y escarlata y adornada de oro, se paseaba por las calles de Pera y de Gálata.

Ochi chiorniye… sonaba una y otra vez en los café-chantant. «¡Quiero vivir! ¡Traed champaña!», cantaban las aristócratas rusas vendiendo sus últimos diamantes para pagar el espumoso vino.

Levantinas y judías de Avanos y Tahtakale llevaban velo y se hacían pasar por turcas, porque había demanda de colorido local y las turcas de verdad se habían escondido.

Un negro senegalés del regimiento de Mac Mahon se comió la teta de una gran duquesa rusa. Y dos bailarinas del Bolshói, de puro miedo, sufrieron convulsiones frente al Galatasaray.

A Ana le daba vueltas la cabeza. Arrastrando los pies, intentaba subir la cuesta de Akartsa preguntándose: «¿Y Tatavla? ¿Seguirá donde la dejé?».

En lo que llegaba a Tatavla, cayó la noche. Las ventanas de las casas comenzaron a encenderse paulatinamente. Había muchas puertas abiertas y gente sentada afuera, tomando el fresco. Algunos eran conocidos, pero nadie la reconoció. Como una sombra venida de otro mundo, Ana fue pasando frente a ellos, hasta que llegó a la iglesia de San Demetrio y dio vuelta a la izquierda. Al cabo de muy poco fue a dar frente a la casa de la tía Agathó, donde estaba segura de encontrar a su mamá. Miró hacia arriba, todo estaba oscuro. Se detuvo un momento, los dientes apretados, la frente perlada de sudor, «¡Ay, Dios mío!, ¿y si se han muerto?».

«Miau…». Un gato se frotó contra su pierna. Un gato gris. Un gato peludo como el Aslán que tenían. Como el As… ¡Aslán!

—¡Aslán! ¡Aslán!—exclamó Ana llorando—. Aslán querido, ¿dónde está Dick? ¿Dónde está nuestro perrito? ¿Se murió?

Una ventana del primer piso se abrió y se oyó un «¡No lo puedo creer!».

Cuántos años hacía que Ana no había oído ese «¡No lo puedo creer!» de la tía Agathó.

Y segundos más tarde la voz histérica de su mamá:

—¡Me voy a volver loca! ¡Sostenedme! ¡La niña!

Dos ventanas se iluminaron. Una puerta rechinó. La escalera de arriba crujió. Porque así era esa escalera, crujía.

«Ya están bajando», pensó Ana, y sabía que en cuanto alcanzaran el pie de la escalera, tropezarían con la mesita en la que está el jarrón chino y comenzarían a discutir.

Lo dicho, ya empezaron.

—Pero mujer, ¡qué manía la tuya de poner esta mesita aquí! ¡Un día nos vamos a matar!

Y la tía Agathó:

—Pero si su lugar es éste, ¿dónde quieres que la ponga, Klío?

El lugar de la mesita era ése, cerca de la escalera. El lugar del taburete pequeño, frente al sillón de terciopelo. Y cuando te sentabas en el canapé, no tenías taburetito para los pies. Y es que en las casas, cada objeto tiene su lugar, porque cuando Dios hizo las mesitas y los taburetes y todo lo habido y por haber, lo colocó, en su inmensa sabiduría, tal y como luego lo encontraron las amas de casa en sus hogares. Y las amas de casa, todas, son iguales. Los zares pueden ser derrocados en Rusia, la faz de la tierra puede cambiar, pero a Varvara Vasílievna le sigue mortificando que caiga agua en su sillón de raso—ese sillón que unos días después sería lanzado por la ventana junto con sus otros muebles y acabaría, cojo, en la acera—. Y Praskovia Afanásievna, con tal de no perder ninguno de sus enseres domésticos, decidió quedarse en su casa, que estaba en la zona del fuego, y acabó quemándose viva. Lo mismo podría haberle ocurrido a la tía Agathó, y a su mamá… Pero no, ahí estaban, tal como las dejó.

—¡Que no te me adelantes, te digo!

Detrás de la puerta discutían por quién cogería primero la llave, quién levantaría primero la tranca. «¡Amorcito!…».

«¡Amorcito!». Algunas palabras resuenan como un semantron en el oído, como una voz venida de otro mundo. De un mundo que ya no existe, y runrunean nostálgicas en el mundo que empieza.

 

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El primer mundo de Ana había sido el entorno festivo y hogareño de su casa constantinopolitana. Personas ahítas, de buen corazón, sencillas. Una fiesta ininterrumpida había sido aquella primera vida suya, siempre pegada al delantal de su abuela Loxandra, y dentro de su cocina. ¿Qué necesidad tenía de los juguetes de pacotilla del Bon Marché si todo lo habido y por haber en su casa estaba a su disposición?

«¿Qué haremos hoy, abue?». ¡Qué no harían! ¿Abrir los atadijos de las telas y encontrar un trapito para coger las ollas calientes, o limpiar las rosas para hacer mermelada, o teñir los huevos y amasar la harina para los tsurekis de Pascua, o ir a Therapia a felicitar al tío Kotsos que hoy celebra su santo?

Cada año en verano iban al campo, a Halki. Más tarde, cuando la familia se instaló por un tiempo en el Pireo, ya no tenían necesidad de ir al campo porque su casa estaba sobre el mar, en Kastella. ¡Ah, qué bonitos años aquellos que Ana vivió en el Pireo!

Aunque… ¿y qué me dices de los años del colegio, cuando regresaron a vivir a Constantinopla? ¿Eh? Esos años fueron felices entre los más felices. Tan felices que uno lamenta que hayan pasado.

Otros tres años así de dichosos le quedaban a Ana por delante hasta terminar el colegio. Y luego se habría ido a estudiar a la universidad si no hubiera llegado aquella fatídica carta desde Batumi. La carta que partió su vida en dos. Por lo general, en su casa, una carta de Batumi era sinónimo de pelea, porque Ana estaba obligada a contestar. Y es que en Batumi vivía el hermano de su madre, el que las mantenía.

—Que escribas, te digo—ordenaba Klío.

Ana se sentaba con la pluma en la mano y dibujaba un gallito en el papel secante.

—Ana, he dicho que escribas.

—¿Y qué le digo?

—Dile que le pides a Dios que nos reste días de vida a nosotras para dárselos a él.

—¡Y un cuerno!

Y acto seguido comenzaba la pelea.

Ana no era desagradecida y sabía muy bien que el tío Alekos, el que vivía en la Santa Rusia, era quien pagaba un montón de liras para que ella pudiera estudiar en el colegio; era quien antaño—es decir, antes de que se casara con la tía Claude, que lo manejaba a su antojo—mandaba caviar y también iconos recubiertos de oro, y aquellas cucharitas y vasitos rusos bañados en oro y con el águila bicéfala del zar estampada.

«¡Los bienes de Abraham y los de Isaac tiene la Santa Rusia!», aprendió a decir Ana de su abuela, y al Paraíso se lo imaginaba ahí, en Rusia, donde todo era grande y abundante, donde todo era interminable, todo, incluso las horas. «Te has dilatado horas rusas en traérmelo», le decía Loxandra al verdulero cuando éste se demoraba.

Ana veía al tío Alekos en aquel Paraíso ruso como a un dios. El dios terrible de Abraham y de Isaac, al que había que cantar himnos con panderos y danzas, con laúdes y flautas para ganárselo, porque aunque por un lado ofrecía la Tierra Prometida, por el otro no se lo pensaba mucho para pedir un sacrificio de sangre. Cada año, cuando se acercaba septiembre, Ana lo pasaba fatal hasta que llegaba la noticia de que la matrícula del colegio había sido cubierta. En cuanto a la universidad, que le habían prometido para después, Ana estaba dispuesta a hacer por ella todos los sacrificios del mundo. Si hubiera tenido el arpa de David o los címbalos de Jerusalén, quizá habría podido producir el ruido necesario para expresar su agradecimiento, pero teniendo únicamente la pluma le era imposible. Y, por eso, siempre había pleito. ¿Qué le podías escribir o qué le podías decir a una persona a la que no habías visto más de tres veces en tu vida y de la que corrías a esconderte debajo de alguna mesa o detrás de algún ropero cada vez que aparecía?

La última vez que ese tío había ido a su casa había traído con él a su mujer para que besara la mano de la abuela, es decir, de su madre, Loxandra.

La mujer que el tío Alekos había tomado por esposa se llamaba Claude y era francesa, una francesa muy delgada que entró en la casa como un huracán y la recorrió completita, por dentro y por fuera. Quería verlo todo, quería saberlo todo. Cuánto aceite se usaba para la comida, cuánto dinero se le pagaba a la sirvienta, por qué vivían en esa casa situada en la calle principal de Pera y no se iban a vivir a una casa más económica. Por qué tenían animales. Los animales son portadores de microbios. Había que deshacerse de ellos.

A Aslán, el gato, que por aquel entonces tendría un año, no le vieron el pelo durante todos los días que duró la visita de la tía Claude. Se iba muy temprano por la mañana y volvía muy tarde por la noche para guardarse bien guardadito en la cocina. A Dick, el perro de Ana, hubo que amarrarlo porque cada vez que veía a la tía Claude gruñía.

La abuela, que ya no salía de su recámara y que apenas oía, no se percató de nada de todo aquello. A sus noventa años, ¿qué sentido tenía decírselo y mortificarla?

En cuanto aquellos huéspedes se fueron de la casa, el mundo entero respiró aliviado. «Malasombra de mujer», dijo la madre de Ana apenas cerrar la puerta detrás de ellos. Y desde entonces el nombre de la nuera fue «aquélla». El tío Alekos era «aquel pobre ángel» y la culpa de todo la tenía «aquélla».

—Éstas son maquinaciones de aquélla—volvió a decir Klío en cuanto terminó de leer la fatídica carta, y estaba a punto de romperla cuando Ana se la arrebató de las manos.

Da vértigo pensar de qué cosas tan pequeñas depende la vida del hombre. Si Klío hubiese roto la carta aquel día, ¡qué distinta habría sido la vida de Ana! Pero ¿quién iba a saber? «Tú hazme profeta que yo te haré rico», dicen. Y así es.

La carta era una invitación a Ana para que hiciera un viajecito de placer a Rusia, un viajecito de un mes. Es decir, hasta que la escuela abriera sus puertas a principios de septiembre. Ana podría tomar rápidamente el Sicilia de la Lloyd Triestino, cuyo capitán era amigo de su tío Alekos. Su madre la embarcaría en Constantinopla y el capitán, personalmente, se la entregaría a la tía Claude en Batumi. La tía Claude, decía la carta, la estaba esperando para recorrer juntas el Cáucaso y visitar a una pariente que vivía en el norte, en una ciudad llamada Stávropol.

Ana se puso, inmediatamente, en pie de guerra. —¡Rápido! ¡Me voy!

—¿Te has vuelto loca? Son tiempos de guerra, ¿entiendes lo que te estoy diciendo? Los serbios han matado al archiduque Fernando de Austria en Sarajevo, y los austríacos están buscando pleito. Alemania los apoya. El mundo entero está patas arriba. ¿Ahora, justamente ahora, se le ocurre invitarte a la canija esa?

—Y en tiempos de guerra, nosotras, ¿qué pitos tocamos? —preguntó Ana.

Lo mismo opinó la tía Agathó cuando fueron a Tatavla para pedirle consejo.

—Las guerras pasan en las montañas y en las praderías —afirmó.

—¡Pero te estoy diciendo que el mundo está patas arriba!—gritó la pobre de Klío.

—El mundo está patas arriba para los varones—dijo la tía Agathó con lágrimas en los ojos—. ¿No podía yo haber parido hembras?

Se acordó de sus dos hijos, varones ambos, a los que, visto el peligro, expatrió a escondidas a Grecia porque los turcos habían sacado los tambores y movilizaban a los cristianos.

—¿Y si Rusia entra en la guerra y la niña no puede volver a casa?—insistía Klío.

—¿Por qué no iba a poder volver? ¡Cuántas guerras no habremos visto en nuestra vida! ¿Te acuerdas de la de los Balcanes? ¿Acaso los barcos no iban y venían de Constantinopla? Y de la guerra del 97 , ¿te acuerdas?, cuando Epaminondas se fue muy decidido a combatir, pero, en lo que llegó a Atenas, la guerra ya se había acabado. ¡Ah, Klío, Klío! ¿Y no te acuerdas de cómo nos reímos cuando en plena guerra ruso-turca llegaron los rusos a Santo Stéfano y viste a un soldado ruso en cuclillas que estaba…?

—¡Shhh! No me hagas reír ahora que ya bastante tengo con mi pena.

Aquella noche Ana se metió en la cama con un mapa de Rusia y un tomo de la enciclopedia Larousse. Abrió su Larousse y leyó:

Stávropol, capital de la gobernación de Stávropol. 42000 habitantes. Una ciudad sin movimiento. La gobernación de Stávropol produce, a pesar de la primitiva explotación agraria, grandes cantidades de cereales. Ganadería. Está poblada en parte por kalmukos y en parte por turcomanos nómadas. Al norte colinda con la gobernación de Astracán y la región de los cosacos. Al oeste con la provincia de Kubán. Al este con la gobernación del Térek. Superficie: 60957 kilómetros cuadrados.

De tanta alegría, Ana no durmió en toda la noche, y al día siguiente, tempranito, fue con su mamá al Consulado de Grecia. Ese mismo día ya estaba todo listo. Se aseguró de tener un lugar en primera clase en el Sicilia que pasaría por Constantinopla el viernes. Haría escala en Inépoli, Kerasunta, Sampsunta y llegaría a Batumi el miércoles.

Ana no se despidió de nadie cuando se fue de Constantinopla. Un viajecito tan corto no ameritaba que corriera de un lado al otro para despedirse. Lo que sí hizo fue preparar la caja para Pardalí, que estaba a punto de parir, y le pidió a su madre que no se deshiciera de los gatitos hasta que ella volviera y pudiera decidir qué hacer con ellos. Y pidió encarecidamente que la caja la pusieran en la recámara de su abuela, para que la gata estuviera tranquila.

¡Ay, pero si no se había despedido de su abuela! —No, no—le dijo su mamá—, deja a la abuela en paz, no la mortifiques. Le diré una mentira, le diré que te he mandado a casa de la tía Agathó.

Pero Ana no aguantó. Abrió con mucho cuidado la puerta de Loxandra y entró de puntitas en su habitación. Loxandra, sentada en su sillón al lado de la ventana, dormía como una bendita con la cabeza apoyada en la palma de una mano. La otra, en la que llevaba el anillo con la hermosa amatista que en una ocasión le regaló Yorgakis, el padre de Ana, descansaba sobre el reposabrazos. Ana no tuvo corazón para despertarla. Sólo se arrodilló con mucho cuidado y besó suavemente su mano. Esa mano nacarada de Pandora.

Durante todos los años que Ana pasó en Rusia, no pudo olvidar la belleza, la confianza, la serenidad de esa mano reposando sobre el terciopelo violeta del sillón.

Tampoco pudo olvidar los ojos de Dick, su perro, que se detuvo desconcertado frente a la puerta de la casa en el momento en que Ana se iba, sin intentar siquiera acompañarla un poco más allá. ¿Sería una protesta muda? ¿Sería perplejidad? O quizá un presentimiento aciago. Dick se quedó inmóvil y, como no podía hablar, toda su alma estaba en aquella última mirada que había clavado en su ama.

Así fue como Ana partió de Constantinopla a finales de julio de 1914. Se fue por un mes y se borró de la faz de la tierra por cinco años. Era como si el mar Negro se la hubiera tragado. Las rocas Simplégades se cerraron tras su paso.
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© Herederos de Maria Iordanidou (1965) · Traducción del griego: Selma Ancira (2020) · Cedido por Acantilado Editorial.

En este avance de lectura se han omitido las notas al final aportadas por la traductora, que explican numerosos términos y conceptos.