Opinión

Por qué votamos a Trump

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 9 minutos

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Lucky. Millie. Buddy. Barnie. Bo. Fotos de perros jugando con señores sobre el césped de la Casa Blanca. Y el dato: “Trump es el primer presidente de Estados Unidos en más de un siglo que no tiene perro”.

“Elige bien a tus humanos”, concluye el vídeo. Es un anuncio de campaña de Joe Biden, antiguo vicepresidente de Estados Unidos y candidato a la presidencia. El mensaje es cristalino: Yo, Joe Biden, soy como los demás. Soy como todos los presidentes que me han precedido. Voy a hacer lo mismo que todos. Trump no. Trump es distinto. Es un peligroso excéntrico que hace cosas raras.

El problema del anuncio es es que millones de estadounidenses han votado a Trump precisamente por eso: para tener un presidente que no sea como los demás. Alguien distinto. Alguien que rompa con décadas de ese politiqueo rutinario y habitual, que nos ha llevado a donde estamos. Alguien capaz de hacer algo nuevo. Una nueva América.

Por supuesto es mentira. Por supuesto, Trump es un producto de la clase media neoyorquina clásica, que ha llegado a la clase rica mediante el camino más típico y más tópico del cliché del sueño americano, comprando y vendiendo inmuebles, invirtiendo y haciendo beneficios, comprando más, vendiendo más, hasta ser millonario. Incursionando en negocios del ‘show business’ más americano (en el sentido sueñoamericanista) de todos los tiempos: concursos de belleza (Miss America, Miss Universo) y un reality show en el que el hito era que el jefe te despidiera ante las cámaras. La América profunda como ni los Simpson se atrevieron a caricaturizarla, o quizás solo ellos.

Donde todos los políticos dicen lo mismo, bla bla, Trump dice lo contrario

Trump corresponde a la definición que una amiga mía maña me dio de Houston, Tejas, donde había ido a trabajar un año: “Imagínate Estados Unidos como en las películas, sin el como”. Y sin embargo, no es eso lo que ha sido su baza electoral. Lo que ha vendido como imagen —y de vender entiende— es ser diferente. No hacer lo que se espera de él. No hacer sobre todo nunca lo que la gente esperaría de un político. Decir cosas que nadie en su sano juicio se atrevería a decir. Ser un escándalo vivo.

El escándalo vende. No solo por la vieja máxima de que es mejor de que hablen de ti, aunque sea mal: nadie vota a un candidato del que nunca ha oído hablar. Sino porque el escándalo es ruptura. Rompe con lo que hay. Y la gente está harta de lo que hay.

Se llama hartazgo de la democracia. Es un fenómeno que conocemos todos. No estamos del todo mal pero nos parece que estamos mucho peor de lo que deberíamos estar. (El sector de personas que está realmente mal en una democracia de libre mercado, el proletariado que no consigue trabajo y subsiste a duras penas, no decide las elecciones: tanto en Europa como en Estados Unidos, cierta parte, por ser inmigrante, ni siquiera tiene derecho a voto). Vemos desde hace décadas —en algunos países, desde hace generaciones— a los políticos hacer promesas de que ellos lo arreglarán y ya sabemos que es mentira. Sabemos que nos acaban engañando. Ya nadie se fía de los políticos, y con motivo. Da igual de qué ideología se reclaman. No hay diferencia. Todos mienten. Son todos iguales. Son todos la misma mierda.

Si usted, lector, alguna vez ha dicho en voz alta que los políticos son todos iguales, son todos la misma mierda, usted es un perfecto candidato para votante de Trump.

Porque eso hay que reconocerlo: Trump no es igual que los demás. Donde todos los políticos dicen lo mismo, bla bla, Trump dice lo contrario. ¿Hay consenso mundial de que existe un cambio climático provocado por la humanidad? Trump te dirá que no. ¿Todo el mundo dice que las energías renovables son el futuro? Trump te dirá que las turbinas de viento causan cáncer. ¿Hay consenso de que hay que avanzar en la igualdad social y política de las mujeres? Qué va, te dirá Trump, las mujeres están para cogerles el coño. ¿Dicen los médicos que hay que llevar mascarilla? Trump te dirá que basta con beber lejía para desinfectarse.

Si todo lo que dicen los políticos es mentira, decir lo contrario es decir la verdad. No son unas matemáticas muy elevadas, pero comprenderlo está a alcance de cualquier votante.

¿Cómo no simpatizar con el forajido que irrumpe en el poblado para ajustar cuentas con el sheriff corrupto?

No es un fenómeno nuevo. En inglés tiene hasta un nombre: maverick. Originalmente era un animal de rebaño que no llevaba la marca del propietario. Y cuando todos los políticos son fiel rebaño de bancos, multinacionales, grandes corporaciones, ¿cómo no votar a quien va por libre? ¿Cómo no simpatizar con el outcast, el forajido que irrumpe a lomos de caballo, un revólver en cada mano, en el poblado para ajustar cuentas con el sheriff corrupto?

Utilicé este símil en una columna hace seis años. Entonces hablaba de Pablo Iglesias, icono de aquella turbia grey (motley crew dicen en inglés) de ciudadanos hartos de todo, dispuestos a romper con todo, a interrumpir hasta el tráfico en Puerta del Sol. Nació un nuevo partido, uno que podíamos votar todos los que no creíamos ya en los políticos de siempre, los que estaban hartos de etiquetas como derecha e izquierda, gente que quería un cambio radical. Pablo Iglesias, coleta en alto, era un maverick: ¿como no iba a serlo alguien capaz de poner como modelo la sociedad estadounidense y su culto a las armas en una televisión financiada por el régimen teocrático de Irán? Alguien así de independiente tanto de la corrección cívica como de las corporaciones ¿no iba a barrer en las urnas?

Aquel monte parió un ratón, porque España es un país bastante razonable, pese a nuestro gusto por las peleas a voces, y hasta los que se llamaban antisistema y salían a la calle con pancartas y tambores en realidad solo querían recuperar el Estado social de bienestar que sus padres erigieron en los años ochenta y que nos robaron en esa guerra de clases iniciada desde arriba que se bautizó crisis bancaria.

Pero Estados Unidos no tiene la tradición de izquierda que tiene España, y lo más cercano que ha habido a un Estado de bienestar debió de ser aquel intento de aprobar un sistema de salud público que en Europa llamaríamos neoliberal privatizado, intento por el que a Barack Obama le pusieron calificativos de comunista para arriba. El sueño americano nunca ha sido el Estado del bienestar sino el del self-made man: el hombre que no debe nada a nadie.

¿Qué pandemia puede venir de un murciélago? Necesariamente será un invento de una gran corporación

En Estados Unidos, ser antisistema no es enarbolar una efigie del Che Guevara y una bandera de alguna guerrilla marxista allende los Andes antes de tomarse una cerveza en un bar llamado La Cooperativa que proclama el reparto de la riqueza. Es lo contrario: pensar que cuanto menos reparta el Estado, mejor; cuanto menos Estado haya, mejor. Porque el Estado nos roba y nos miente.

Sobre todo nos miente: todo lo que diga el Estado está pensado para engañarnos, atontarnos, convertirnos en dócil rebaño y robarnos mejor. Si usted escucha cualquier teoría, por inverosímil que sea, que el Estado quiere negar, acallar, suprimir, sígala: esa es la verdad. ¿Qué pandemia puede venir de un murciélago? ¿Acaso hubo pandemias en otros siglos? Necesariamente será un invento de una gran corporación para vender vacunas, o de los chinos para acabar con América o de Bill Gates, este que financia a toda la maquinaria política de toda la vida, para someter el resto de la humanidad. O de Soros, que además es judío. Y ya se sabe que los judíos dominan el mundo.

Y de los judíos, solo Trump nos puede salvar. Trump es el héroe que podrá acabar con George Soros, el multimillonario judío húngaro famoso como patrocinador de asociaciones y ONGs que promueven la democracia, la libertad de expresión, las libertades sexuales y el libre mercado. Sus votantes —los de Trump, Soros no tiene— marchan ahora con símbolos neonazis y gritos de “Los judíos no nos reemplazarán”: creen que “los judíos” conspiran para abrir las fronteras y permitir que los inmigrantes invadan el país y acaben con la raza blanca. “Los judíos” ya estuvieron a punto de acabar con Alemania y ahora se han propuesto erradicar la América blanca. Tienen a todos los políticos en el bolsillo, especialmente a los demócratas. A todos salvo a Trump.

Trump, mientras tanto, se va a cenar con Binyamin Netanyahu y envía a su yerno y asesor, Jared Kushner —judío él mismo— a inaugurar la embajada estadounidense en Jerusalén, un gesto de respaldo incondicional a Israel y de desprecio a Naciones Unidas que todos los presidentes han prometido durante décadas, pero que ninguno ha cumplido: mentir es normal en campaña. Trump no miente: si dice que Israel por encima de todo, lo cumple. El detalle de que en Israel hay judíos, a sus votantes no les importa.

La realidad ya no importa. La realidad, en la mente de los votantes de Trump, es mentira. Porque todo es mentira, las elecciones se falsean, las papeletas se trucan, las urnas son una estafa, lo llaman democracia y no lo es, nadie dice la verdad, todos se someten a la corrección política, los políticos son un rebaño, reses marcadas con el hierro de su propietario. Solo nos puede salvar un maverick, un animal sin marca de propietario.

Trump es ese animal sin marca de propietario. Lo que no ven sus votantes es que no tiene porque el propietario es él.

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© Ilya U. Topper | Especial para MSur

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