Reportaje

Del espejismo a la pesadilla

Karlos Zurutuza
Karlos Zurutuza
· 11 minutos
Protesta en Trípoli en 2011 | © Karlos Zurutuza


Zuwara (Libia)  | Noviembre 2018

«Podemos quedar pero no se me ocurre dónde» es una respuesta habitual cuando uno quiere charlar un rato con una mujer libia. Sabemos que un encuentro en el paseo de la enorme playa de esta ciudad generaría comentarios, por lo que ni se plantea. Siempre se podría ir a algún lugar fuera de la vista del mundo pero, claro, para eso hace falta un coche, y que nos vieran juntos en él sería muchísimo peor. En Zuwara hay muchas cafeterías, algunas de ellas incluso con espacio para «familias», que es donde se sientan las mujeres. Proponemos a Fatma el reservado del Kodo (la versión libia del Kentucky Fried Chicken), pero dice que hasta por eso la llamarían «puta». No se nos ocurre más que el hall del hotel, donde nos sentaremos prudentemente a la vista del somnoliento recepcionista.

Fatma al Omrani dice que siempre quiso ser periodista, pero que acabó estudiando Contabilidad porque, en tiempos de Gadafi, «las mujeres que salían en los medios eran solo las leales al régimen».

«No había libertad de expresión ni para nosotras ni para nadie. Las periodistas o presentadoras de televisión pertenecían a la élite del aparato y, por supuesto, no eran más que bustos parlantes», explica esta libia de 28 años, antes de dar el primer y último sorbo al peor café de Zuwara. Paradójicamente, fue la guerra de 2011 la que le abrió las puertas del periodismo. Omrani nació, creció y sufrió la guerra en Misrata, cuando el enclave insurrecto fue sometido a un asedio brutal por parte de las fuerzas de Gadafi. Su voz se hizo entonces conocida a través de una radio «de campaña» desde la que se insuflaba moral a la población durante aquel trance.

«Las mujeres habíamos jugado nuestro papel durante la guerra, pero nos volvían a cerrar las puertas después»

«A los hombres les gustó aquello: una mujer hablando por la radio ya no era la voz del régimen y, además, daba una imagen de modernidad de cara al exterior. Era puro marketing», recuerda la joven, mientras se ajusta el pañuelo para pedirse un té. Acabada la guerra, Omrani saltó de la radio de Misrata a la televisión de Trípoli. Aguantó hasta 2013, entre amenazas constantes a través de las redes o trabajando a pie de calle: «Enseguida entendí que las mujeres habíamos jugado nuestro papel durante la guerra, pero que se nos volvían a cerrar las puertas al final de la contienda. Ya no hacíamos falta».

Omrani volvió a la radio justo cuando empezaba la guerra de 2014, esa que no se televisó, pero que llevó a la primera división del país entre los gobiernos del este y del oeste. Durante un programa en directo en mitad del conflicto, Omrani puso el foco sobre la agresiones que sufrían las mujeres. Las llamadas de oyentes furiosos no se hicieron esperar.

«Todo el mundo me insultaba, e incluso me amenazaba de muerte. Solo una persona me apoyó», recuerda la libia. «Dile a Fatma que si no para, le puede pasar algo», le llegaron a decir a su hermano en la calle pocos días más tarde. La presión fue tal que la libia huyó a Túnez en 2015, donde la numerosa comunidad expatriada libia la acusó de pertenecer a los «Hermanos Musulmanes». Era el mismo grupo islamista que la había hecho huir de su Misrata natal.

Omrani volvió a Trípoli, donde se casó y se divorció en menos de un año, pero también fue allí donde su camino se cruzó con el de una activista de las montañas. Fundaron el Movimiento de la Mujer Amazigh y, a día de hoy, la joven compagina la militancia feminista con su labor en un plan de resolución de conflictos con sus vecinos árabes amparado por el Consejo de Refugiados Danés.

«La guerra que empezaron los hombres la acabaremos las mujeres», dice esta libia hoy asentada en Zuwara. Si bien la seguridad en este enclave costero bereber es mucho mejor que en el resto del país, Omrani admite no bajar la guardia: «Nunca olvido que soy una mujer divorciada que vive sola».

Quedar con Nuha al Hassi es mucho más sencillo: basta con acercarse al antiguo edificio de los servicios secretos de Gadafi, que es hoy sede para los activistas por la lengua tamazigh. Desde 2011, la principal minoría de libia trabaja contrarreloj para recuperar el tiempo perdido por la represión de su lengua y su cultura durante cuatro décadas. El departamento de educación en tamazigh está prácticamente copado por mujeres de entre las que Hassi es una de las fundadoras, y también su rostro más reconocible: es la única en Zuwara que no usa el velo islámico, aunque admite que se lo pone cuando sale de la ciudad.

«No solo no consiguió divorciarse sino que además tuvo que pagar una multa a su maltratador»

«En este país el problema principal es que resulta imposible disociar la religión y política», dice la bereber, antes de ilustrar esta última idea con un caso reciente:  «El mes pasado supimos de una mujer que pidió el divorcio denunciando frecuentes malos tratos a manos de su marido. No solo no lo consiguió sino que, además, tuvo que pagar una multa al maltratador. El juez ratificó la sentencia parafraseando el Corán», recuerda Hassi.

«Las mujeres dimos grandes pasos durante la guerra, entendimos que teníamos derecho a opinar y a participar en la sociedad, pero ahora quieren quitarnos todo lo que hemos conseguido», asegura la bereber, subrayando el gran número de organizaciones civiles surgidas desde 2011.

Pero ser mujer, bereber y atea en Libia sigue siendo un handicap por partida triple, y la situación no mejora en el este del país. En febrero de 2017, el portavoz del autoproclamado «Ejército Nacional Libio» anunciaba que toda mujer entre 18 y 45 años que fuera a viajar al extranjero debería ir obligatoriamente acompañada de un mojram («guardián masculino»).

Ya en 2014, las autoridades religiosas del Gobierno de Trípoli hicieron un intento de adoptar una medida similar, pero la fetua (edicto islámico) nunca llegó a dictarse formalmente. Fue precisamente ese año cuando una reconocida abogada y activista por los derechos de la mujer, Salwa Bugaighis, fue asesinada a tiros en su residencia de Bengasi. Para Heba Morayef, directora regional de Amnistía Internacional para Oriente Próximo y Norte de África, aquel fue un «punto de inflexión negativo para las libias que habían decidido participar en la vida pública y política del país tras la guerra de 2011». El de Bugaighis fue el más conocido de varios ataques y asesinatos contra mujeres que luchaban por la inclusión política.

«No es una simple cuestión religiosa: los hombres no quieren vernos ni en la calle»

«Con los salafistas copando toda la estructura política es cada vez más difícil y más peligroso para las mujeres, pero no es una simple cuestión religiosa: los hombres no quieren vernos ni en la calle», asegura, vía telefónica, Asma Khalifa, cofundadora del Movimiento de la Mujer Amazigh. Actualmente residente en Suecia, esta abogada de 30 años apunta también a un «choque generacional» entre las libias más jóvenes y «valientes» y las de mediana edad quienes, según Khalifa, no se atreven a llamarse a si mismas «feministas».

‘Juntas para la Modernización de la Mujer Árabe’ es otra de las numerosas organizaciones surgidas en los últimos siete años en Libia. Desde su sede social a las afueras de la ciudad, Zeituna Moamer, su directora, subraya el «creciente papel de las libias» desde el final de la guerra.

«Durante los años de Gadafi lo más parecido a la sociedad civil eran los scout y el Grupo de Juventud. Eran los únicos colectivos sociales permitidos y, por supuesto, estaban totalmente controlados por el Estado. Hoy las mujeres somos mucho más conscientes de nuestros derechos y estamos mucho más organizadas», explica esta jurista de 50 años. Si bien reconoce que queda mucho por hacer, Moamer dice no ver la necesidad de separar la religión de la política.

«Ambas se pueden armonizar porque el nuestro es un país musulmán, esa es nuestra naturaleza», insiste esta mujer que participa en multitud de campañas de sensibilización y programas de formación. Uno de sus retos es conseguir que las mujeres denuncien cualquier abuso, sobre todo los más graves.

«Al igual que en el resto del país, muchas mujeres aquí son violadas pero no tienen dónde acudir cuando esto ocurre. Nunca lo hacen público porque se toma como una mancha en el honor de la familia y encima se culpa a las víctimas de lo ocurrido», lamenta Moamer.

Ya años antes, en una entrevista hecha en Trípoli en 2013, Aisha al Maghrabi, una profesora de universidad, periodista y escritora, explicó el concepto de la mujer como «botín de guerra»: se la considera una la mercancía con la que pagar a los hombres por su sacrificio. Al Maghrabi, quien ya adelantó entonces que Libia se enfrentaría a un escenario «afgano» de no producirse «cambios inmediatos», vive hoy en Francia.

Tendencias suicidas

Hasta en el centro Tifinagh, lo más parecido a una casa ocupada en Zuwara, resulta extraño resulta dar con mujeres. La única hoy, una joven de 26 años, nos pide que no escribamos su nombre real.

«Llámame María», dice entre risas, mientras termina de liarse un porro. Licenciada en Lengua y Literatura Inglesa por la Universidad de Trípoli, María explica en un inglés sin acento que el simple hecho de ir a la casa ocupada constituye todo un desafío para cualquier mujer de Zuwara.

«La represión sexual de esta gente es tal que no pueden entender que una chica de mi edad pueda venir aquí para algo que no sea prostituirse», asegura esta joven, que se declara «profundamente atea» a pesar de lucir el velo.

«Cada día siento que malgasto mi vida y mi juventud aquí. Solo quiero vivir en un lugar normal»

«Bin Laden es un héroe para mi padre, así que te puedes hacer una idea del drama que tenemos en casa», apunta, quitándole hierro al asunto con una carcajada antes de dar otra calada a su cigarro. También menciona a un tío suyo: “Todos sabemos que se pone hasta arriba de alcohol y putas cada vez que va a Túnez, pero luego se permite el derecho de criticarte por llevar pantalones, y encima te tienes que morder la lengua».

Antes de despedirnos, María dice que nos llevaría de vuelta al hotel en su coche, pero que no puede hacerlo «por razones obvias». El efecto liberador de la marihuana parece haber desaparecido ya por completo. «Odio este país. Cada día que pasa siento que malgasto mi vida y mi juventud aquí. Solo quiero vivir en un lugar normal».

A unos diez minutos andando de la casa ocupada se encuentra la única clínica privada de Zuwara. Desde su consulta, Samar Auasud, psicoterapeuta apunta a numerosos casos de depresión y ansiedad entre la población local.

«Las mujeres están exhaustas, mucho más que los hombres. Tienen miedo del presente y, por supuesto, del futuro de los hijos de los que prácticamente solo se ocupan ellas», explica esta doctora de 29 años. Según dice, las tendencias suicidas son más comunes entre las mujeres.

«Vienen a la consulta en busca de atención; necesitan que las escuchen, desahogarse y, sobre todo, llorar», asegura Auasud. «Supongo que todas esperábamos mucho más».
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