Artes

Eduardo Jordá

Anna Ajmátova

M'Sur
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· 8 minutos

Una lengua iluminada

eduardo jorda
Eduardo Jordá (Sevilla, 2010) | © Paco Puentes

Reconozcamos que escribir una biografía en primera persona es faena de alto riesgo. Solo alguien con mucho conocimiento y mucha sutileza puede salir airoso de ese temerario ejercicio de ventriloquía. Eduardo Jordá, mallorquín, poeta y narrador de larga y laureada trayectoria, lo logra en su último libro. Claro que la protagonista es tan fascinante que al final acaba pareciendo que fuera su espíritu el que toma posesión del narrador, y no al revés. Anna Ajmátova. Bajo el muro rojo y ciego, segundo volumen de la serie Vidas Térmicas de la editorial Zut, repasa los momentos fundamentales en la vida de una creadora única.

Aquí tenemos a esa Anna que empezó a escribir de niña, pero adoptó el apellido de su bisabuela tártara porque su padre no quería ver el suyo relacionado con los versos; a la mujer que viaja a Italia, que se casa sucesivamente con un poeta, un asirólogo y un historiador del arte. Una testigo de su tiempo que presencia con escepticismo el triunfo de la Revolución de Octubre, que conforma junto a Osip Mandelstam, Boris Pasternak –que bebía los vientos por ella– y Marina Tsvietáieva una generación de poetas llamados a renovar e iluminar la lengua rusa, y que finalmente sufriría, como sus compañeros y tantos otros compatriotas, el peso devastador del estalinismo.

Un marido fusilado, un hijo preso en los campos de Siberia durante más de una década, otro marido muerto en el Gulag, son algunos de los hitos de esa existencia marcada por el totalitarismo. Su obra, superviviente a la deportación, la censura y todo tipo de represalias, tendría que esperar a la caída del Muro para ser leída íntegramente en Rusia.

[Alejandro Luque]

 

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Anna Ajmátova

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Mi hijo duerme al final del pasillo, detrás de una cortina. Es verano pero cae la nieve, o es invierno pero luce el sol de medianoche. El tiempo gira y gira y lo arrastra todo como una tormenta de arena o de nieve o de nieve que es arena o de arena que es nieve. Se oye un estrépito de botas. Alguien llama a la puerta. «Ciudadano Nikolái Gumiliov», dice una voz ronca. Son los chequistas. Kolia Gumiliov, mi marido, está escondido en la otra habitación. Nuestro hijo Lev está durmiendo detrás de la cortina del pasillo. Despierto a Lev. «Aquí está Gumiliov», les digo a los chequistas. El chequista sonríe. «Muy bien, ciudadana Ajmátova. No se preocupe, ya se lo devolveremos». Mi hijo me mira, no entiende nada. «Adiós, Liovushka, mi pulpito, adiós», le digo. Pero mi hijo sigue sin entender. Abre mucho los ojos, mira a los chequistas, luego me mira a mí. «Gumiliov eres tú, papá está muerto», le explico. Mi hijo entiende por fin y agacha la cabeza. Los chequistas se lo llevan. «Adiós, mi pulpito, adiós, que Cristo sea contigo», le digo desde la puerta. Pero él no me oye. Los chequistas no me oyen. «Adiós, mi pulpito, adiós», susurro en el pasillo vacío. Pero nadie me oye. Ni siquiera yo misma.

 

*       *       *

 

No sé cuántas veces soñé ese sueño. Hubo años, muchos años, en los que solo podíamos vivir si teníamos la suerte de soñar unos minutos cuando conseguíamos quedarnos dormidos. Despiertos, era imposible vivir. Si estabas despierta, estabas haciendo cola frente a una cárcel, aturdida y helada y temblando de miedo. Dormida, a lo mejor podías estar viva, o medio viva, y entonces nadabas en un mar de aguas cálidas o paseabas entre los pinos en una tarde de verano. Pero allí, en los sueños, también irrumpía el miedo. El miedo y la culpa, que es mucho peor que el miedo porque la culpa justifica el miedo y acaba haciéndolo inevitable e incluso justo. Si te sientes culpable, ya eres culpable. Si te sientes culpable, debes ser castigado. Y ellos, los chequistas, eran especialistas en hacerte sentir culpable de algo que no habías hecho. «¿Por qué escribió usted esto? ¿Por qué dijo usted esto? ¿Por qué fue usted a visitar a este espía y enemigo del pueblo?». Y de repente, cuando por fin nos quedábamos dormidos y empezábamos a soñar algo agradable, y estábamos tomando el té con nuestros amigos en una dacha entre abedules, uno de esos amigos empezaba a mirarnos, sorprendido, y nos preguntaba qué hacíamos allí, tan alegres y tan tranquilos, y por qué no estábamos también muertos como ellos. O peor aún, en esos sueños entregábamos a nuestros hijos a los chequistas porque ya no podíamos entregarles a quien ellos mismos habían matado hacía mucho tiempo.

Cuando soñé ese sueño –y lo soñé muchas veces–, el ciudadano Nikolái Gumiliov, mi primer marido, llevaba muchos años muerto y enterrado en una fosa. Pero luego vinieron a buscar a Liovushka por ser el hijo de su padre, el hijo de un conspirador contrarrevolucionario, y también se lo llevaron. Y en el sueño, yo les entregaba a mi hijo. No se lo llevaban ellos, no me lo arrancaban de las manos mientras yo gritaba y aullaba, sino que yo se lo entregaba por propia voluntad. «Aquí está. Lleváoslo». Como si María hubiera entregado a su hijo a los centuriones romanos. Yo era una delatora, una Judas que entregaba a su propio hijo a los que iban a crucificarlo. ¿Puede haber algo peor que eso en la vida? Pero yo no entregué a mi hijo, yo no lo delaté. Fueron ellos los que se lo llevaron.

En 1921, cuando se llevaron al «ciudadano Gumiliov» –el padre de Liovushka–, Nikolái Gumiliov ya no era mi marido, pero yo seguía siendo oficialmente su mujer y todo el mundo me dio el pésame como viuda cuando lo fusilaron en un bosque y lo enterraron en una fosa. A mi hijo se lo llevaron diecisiete años después de que se llevaran a su padre. A Lev lo tuvieron trece años en los campos, y cuando volvió, ya nunca fue el mismo. Incluso me acusó de no haber hecho nada por él porque me venía bien como poeta poder contar los sufrimientos de mi hijo. Por eso empecé a soñar ese sueño maldito en el que se habían fundido treinta años de mi vida y todo el dolor que había pasado en ese tiempo. Pero esa era la clase de sueños que soñábamos en la Rusia de mi tiempo. Todas las mujeres que conocí, todas las mujeres que fueron mis amigas –y por suerte tuve muy buenas amigas–, soñaron alguna vez esa clase de sueños. Nadiezhda Mandelstam me contó que una vez –o muchas veces– soñó con su marido muerto en un campo de Siberia. Los dos, Nadia y Osip, estaban durmiendo cuando llamaban a la puerta. Era un golpe inconfundible. «Despierta –le decía Osip–, ya han venido a por mí». «No, no –le contestaba ella–, no pueden venir a buscarte porque tú ya no estás en este mundo. Habrán venido a por mí. Pero no voy a abrirles la puerta. Si quieren entrar, que la derriben a patadas. Estoy demasiado cansada para abrir…». Y entonces Nadia se daba la vuelta y se volvía a quedar dormida.

Cuando una tenía esa clase de sueños, lo normal era que no te pudieses volver a quedar dormida. Pero Nadia pudo volver a dormirse porque soñó ese sueño en tiempos relativamente benévolos, después de la muerte de Stalin, cuando los vegetarianos habían sustituido a los antropófagos (o más bien cuando los antropófagos habían decidido que hacerse vegetarianos les resultaba mucho más rentable para mantenerse en el poder, porque si no iban a acabar devorándose unos a otros).

Sí, eso soñábamos. Y así nos pagaban que nos hubiéramos quedado en Rusia por amor a nuestro país y a nuestra gente. Osip Mandelstam y Nadia podrían haberse ido a Berlín o París o Londres, pero se quedaron aquí. Y Pasternak –que tenía dos hermanas en Oxford– también podría haberse ido, pero se quedó aquí. Y Marina Tsvietáieva, que se había ido poco después de la Revolución, también se empeñó en volver desde París porque quiso seguir a su marido como si fuera un perro, y luego acabó ahorcándose en Yelábuga cuando ni siquiera quisieron darle un puesto de friegaplatos en una cantina para escritores. Y yo escribí que me iba a quedar en la Rusia soviética porque el pan del exilio es un pan amargo que huele a ajenjo. Sí, todos nos quedamos aquí y así nos lo pagaron. Y nos trataron como si fuéramos perros, como cuando a mí me llamaban, en los periódicos y en los decretos del Partido, riéndose muy divertidos por la ocurrencia, «esa poetisa decadente, Anna Andréievna Ajmátova, medio puta y medio monja».

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©  Eduardo Jordá  · 2021 | Cedido a MSur por Zut Ediciones·