Crítica

Esa profunda herida de la tierra

Alberto Arricruz
Alberto Arricruz
· 11 minutos

Andrés Mourenza

Sínora

Género: Ensayo
Editorial: La Caja Books
Páginas:  238
ISBN: 978-84-1749-628-9
Precio: 18 €
Año: 2020
Idioma original: castellano

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Andrés Mourenza es periodista español en Estambul. Trabajó para EFE; El País publica ahora sus reportajes. Colabora con varios otros medios, entre ellos la Revista 5W, medio digital que permite a periodistas instalados por el mundo publicar con plena libertad trabajos de alcance.

Ha escrito junto con su colega Ilya U. Topper La democracia es un tranvía, impresionante trabajo desvelando la trayectoria de Erdogan, enmarcada en la historia moderna de la república turca, de lectura imprescindible para entender la Turquía de hoy.

Sínora tiene algo de obra personal. Empieza contando la anécdota de aquél joven español a quien se le ha ocurrido, al inicio del siglo, irse a Estambul aprender el turco. Solo puede residir como turista, por lo que a los tres meses ha de salir de Turquía y volver a entrar con un nuevo visado. Como suele hacer la gente, se va a la frontera, entra a pie en Grecia, y casi en el mismísimo paso fronterizo vuelve a presentarse al control turco para entrar como turista. Pero, por ser jovencito de sana educación le cuesta mentir, y confiesa al aduanero que vive en Estambul y está para estudiar. Tal ingenuidad le cuesta horas de discusión hasta que, por milagro… ¡llega un equipo de cine, a grabar una de esas famosísimas telenovelas turcas! Entonces el chico español estorba y el aduanero se lo quita de enmedio dejándolo volver a Turquía.

Era en 2006. Son tres lustros, son siglos. Desde entonces la frontera se ha cobrado miles de vidas entre la gente que, huyendo ese Oriente de guerras y miserias, intenta pasar como sea. No a Grecia: a Europa. Porque ya no separa dos países, Turquía y Grecia: es la frontera de Europa.

Promesas de libertad, secuestros y cárceles. Esperanzas de nueva vida y cementerios de ahogados sin nombre…

El chico español, lejos de su Galicia, sigue en Estambul. Es periodista y lleva años pateándose la frontera por tierras y por mar. Indagando en los orígenes de esa demarcación, dándole voz a la gente que la habita de cada lado. Buscando entender de qué está hecha tal invención humana, «Sínora» en griego, «Sinir» en turco. Sin ninguna justificación geofísica pero tan real en sus consecuencias, profunda herida fantasma tajada por algún puñal fantástico.

Vecinos separados por pocos kilómetros que son años luz. Pasos fronterizos y concertinas. Burocracia y tráficos. Promesas de libertad, secuestros y cárceles. Esperanzas de nueva vida y cementerios de ahogados sin nombre. Sínora relata con precisión y testimonios de primera mano los dramas vividos estos años por los protagonistas de la gigantesca huida de la población siria, atrapada en Turquía y buscando llegar a Europa, a Occidente.

Algunos brotes mediáticos espectaculares han emocionado el mundo entero: recuerden al cuerpecito tieso del pequeño Alan depositado en una playa griega en septiembre 2015. Andrés Mourenza nos restituye su corta vida, cuenta lo ocurrido, recoge los testimonios de quienes han protagonizado el drama. Lo hace también para otros dramas parecidos, ya sepultados bajo el oleaje de la «información continua».

Pero lo propio de Sínora es que, al tiempo que relata acontecimientos contemporáneos, contrapone en paralelo acontecimientos de hace un siglo, cuando la frontera se plasmó tal y como la conocemos hoy. Para eso el autor pone sus pasos en los de ilustres antecesores: Arnold Toynbee, Ernest Hemingway entre otros. Propone al lector abarcar distancias y tiempos, geografía e historia, en una amplia mirada que ayuda a entender la naturaleza de la frontera.

Parece de toda eternidad. Desde el Imperio romano como mínimo, de cuando se separaron Oriente y Occidente. Marcando la división entre civilizaciones supuestamente condenadas a chocar y enfrentarse. Construyendo la identidad de los pueblos en la convicción de que son radicalmente diferentes por esencia.

Esa línea mayor que se presenta como la escisión entre Europa y Oriente no existía hace cien años

Pero no es cierto: esa línea mayor que se presenta como la escisión entre Europa y Oriente no existía hace cien años. Se ha creado a sangre y fuego, en el derrumbe del Imperio otomano, que abarcaba en el mismo Estado los territorios hoy separados por las fronteras greco-turca y búlgaro-turca.

El Imperio otomano, en sus siglos de existencia, mantuvo bajo su administración un mosaico de etnias y culturas que acabaron coexistiendo aldea con aldea, barrio con barrio, puerta con puerta. Vecinos viviendo y comerciando juntos, pero sin nunca dejar de estar separados por idiomas, orígenes y religiones. El Imperio no los unificó en un solo pueblo, una misma nación. A pesar de alguna fase de políticas liberales en el siglo XIX, no fueron ciudadanos en condiciones de igualdad de derechos y deberes, los cristianos y judíos siendo de hecho ciudadanos de segunda ante los órganos de Estado.

Dice Andrés Mourenza: «Los países de Europa occidental habían hecho sus propias limpiezas étnicas y religiosas siglos antes.» Ese precio espantoso que pagaron los pueblos en la creación de las naciones modernas, los habitantes del Imperio otomano se salvaron de tener que abonarlo… hasta que el Imperio (que ya iba desgarrándose por sus costuras) saltó por los aires con la derrota de Alemania a la que se unió en la primera guerra mundial.

Mourenza reconstituye el terrible encadenamiento de desastres y crímenes cometidos entre principios de siglo y 1922, centrándose en el periodo en el que el gobierno griego lanzó su ejército a despojar el agonizante imperio de sus territorios occidentales. Lo hizo incentivando masacres y venganzas de poblaciones cristianas sobre sus vecinos musulmanes: la «limpieza étnica» estaba servida.

La creación de un nuevo país, Turquía, sobre las ruinas fumantes del Imperio otomano, se llevó a cabo combatiendo ejércitos extranjeros, pero también desterrando poblaciones consideradas como enemigos del interior: armenios al este —lo que desembocó en el genocidio armenio en 1915— y, lo que es menos sabido, griegos al oeste. Al empuje invasor del ejército griego contestó el ejército reunido por Mustafa Kemal, el padre de la nueva Turquía, reconquistando territorios y echando a quienes eran ciudadanos otomanos, pero ya no tenían cabida en la nueva nación turca.

Centenares de miles de personas tuvieron que dejar sus casas: todo musulmán a Turquía, todo cristiano a Grecia

Un capítulo de Sínora relata la toma de Esmirna por las tropas turcas en septiembre de 1922 y la desesperada huida por mar de sus habitantes griegos y armenios hacia la ciudad espejo de Salónica, justo enfrente. Aquellos días murieron entre diez mil y quince mil personas en el puerto de Esmirna. Uno piensa en las imágenes de esos miles de afganos hacinados ante las entradas del aeropuerto de Kabul para huir como sea. Pero, nota Andrés Mourenza, «nada de eso se cuenta en los folletos turísticos» de Esmirna y de Salónica. «Como si el olvido fuera —y lo es, muchas veces — una medicina reconfortante.»

El olvido. Eso resulta ser central en la sostenibilidad de los Estados modernos y la legitimación del orden que instalan. Para que se acepte como natural y de toda eternidad la adecuación conseguida entre un pueblo, un territorio y un régimen político, los crímenes acometidos en su fundación deben desaparecer de las memorias. En España sabemos de eso, con millares de cuerpos desaparecidos en cunetas y Queipo de Llano honorado en la Macarena.

El tratado que determinó la frontera greco-turca en 1922 incluyó la depuración étnica de Grecia y Turquía, amparada por las grandes potencias (hoy diríamos «comunidad internacional»). Centenares de miles de personas tuvieron que dejar sus casas y sus tierras para irse a un país que no conocían y del que, muchas veces, no hablaban el idioma. Todo musulmán a Turquía, todo cristiano a Grecia.

Tal decisión dramática fue saludada como moderna y valió a su negociador el Nobel de la paz. Para tapar la realidad de lo que hoy se calificaría de crimen de lesa humanidad, esa deportación masiva pasó a llamarse «el intercambio», y los deportados los «intercambiados».

Y en esa decisión también tenemos la caracterización religiosa como parte integrante de una identidad ciudadana. Turquía y Oriente: musulmanes, Grecia y Europa: cristianos. Ese legado sustenta hoy, en cada lado de la frontera, la ideología del «choque de civilizaciones». Frente a la media luna, la bandera de la Unión europea, esa de estrellas, es un símbolo cristiano marial.

¿Cómo puede ser que en Europa haya gente que actúa como policías sirios?

Así tenemos, en los pueblos, naturalizada la idea de que la gente que quiere refugiarse a Europa no se puede integrar, porque «no tienen nuestra cultura». Pero la naturalización de la dicotomía Europa-cristiana contra Oriente-musulmán funciona también, por supuesto, en los pueblos del lado oriental de la frontera: todos creen que Europa es de verdad tierra de democracia y libertad, Estados de derecho, respeto a los derechos humanos.

De ahí el asombro absoluto en el que quedan los migrantes que, al pisar tierra griega, se ven raptados en furgonetas sin matrícula, retenidos durante días por gente sin uniforme que les propina palizas, les despoja de su documentación y hasta de su ropa antes de entregarlas de vuelta a Turquía. Sínora es un trabajo de periodista de investigación, y relata con detalles esa práctica encubierta por los gobiernos y silenciada por los medios. También relata la práctica del «empuje» por los barcos de la aduana griega a los botes de migrantes para que se queden en aguas turcas, arriesgando hacerlos naufragar.

Asombradas quedan las víctimas: ¿No estamos en Europa? ¿No está Frontex? ¿No gobierna en Grecia el partido de izquierda “radical” Syriza? ¿Cómo puede ser que en Europa haya gente que actúa como policías sirios? ¿Quién ha mentido sobre Europa y la democracia? ¿Sobre lo que hay al otro lado de la frontera?

Nos desvela seres humanos tan parecidos a nosotros que vivimos en el que hoy parece ser el buen lado

Sínora da a conocer con rigor lo que pasa en la frontera de Europa, y su genealogía. Pero no solo eso: dándole cuerpo y voz a la gente que la habita y a quien intenta atravesarla jugándose la vida, nos desvela seres humanos tan parecidos a cualquiera de nosotros que vivimos en el que hoy parece ser el buen lado.

Detrás de las calificaciones de «musulmán», «migrante», «refugiado», les devuelve su plena humanidad. Como cuando la esposa de Yorgos, ese que explicaba a Andrés Mourenza que los musulmanes vienen a invadir Europa para convertirla, manda callar a su marido recordándole su absoluta adicción a las telenovelas turcas. Como cuando la anciana que acepta la visita de la hija de la «intercambiada», cuya casa era suya antes de que la expulsaran, va a cortar una flor en su jardín y le dice a su visitante: «La pondrás sobre la tumba de tu madre».

Cuando en Twitter alguien puede alertar contra una ola de refugiados afganos «de edad militar» y recoger decenas de «me gusta» de gente que se cree «moderada» y realista, ya que todo «musulmán» solo puede ser un enemigo… Cuando el polemista francés de extrema derecha Eric Zemmour, posible candidato a la presidencia, propone la «des-migración», palabra que funciona como el «intercambio», disfraza con términos técnicos un proyecto de deportación masiva de una población «no integrable”…

Sínora es una botella tirada al mar con un mensaje. Un trabajo fuerte y emocionante, de lectura y difusión imprescindibles. Ojalá llegue a muchos lectores.

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© Alberto Arricruz | Especial para M’Sur.

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